Freddy Gonçalves Da Silva

18 de mar de 20118 min.

Literatura para jóvenes: lectura en libertad

Actualizado: 17 de ago de 2021

“Lo hago porque puedo”

En otros tiempos, acostarse era una orden. Los adultos imponían esta norma con la esperanza de que los jóvenes huyeran de la noche, tiempo ocioso para inventar. Así fue como, de manera aislada, un grupo de adolescentes y niños escondieron velas o linternas bajo las sábanas, y con esa pobre luz encendieron historias que, por unas horas, los hacían rebelarse contra la autoridad y descubrir su propia sombra. En la actualidad, esta idea romántica de la luz se mantiene vigente en lámparas, televisores, teléfonos, computadoras, Nintendos DS, iPads o incluso en otras formatos inesperados -e incomprensibles-, para seguir iluminando historias que aún les dan refugio. Este fue, muchas veces, el inicio de los adolescentes a una lectura personal y libre.

Al crecer el cuerpo cambia, el mundo se retuerce, y los jóvenes tratan de encontrar un espacio donde sentirse seguros. El mundo crece también pero a pasos de gigante y no pueden controlarlo; al contrario, se descubren como parte de un cardumen: ordenado, al ras de la corriente, minúsculos en el infinito océano. Lo único que les queda es la luz para ser distintos, buscar posibilidades, iniciarse en el mundo de la adultez con un sello que los haga únicos. Pelean por un reconocimiento adulto pero con la vulnerabilidad de un niño. Al fin y al cabo, es una lucha consigo mismos tratando de entender su entorno.

Holden Caulfield, protagonista de uno de los grandes clásicos de la literatura, El guardián entre el centeno (1951), es un ejemplo cultural de la rebeldía juvenil. Cuestiona su realidad, reta al adulto, es soberbio, sarcástico, irónico, carente de lenguaje, mentiroso; en definitiva, un provocador. Carece de una identidad y no le interesa pero, a su vez, es carismático y entretenido. En gran parte, la mirada de este personaje recoge la verdad social norteamericana de la postguerra; refleja una generación que se rinde fácilmente por no verle sentido a una lucha patriótica. Por su franqueza, este libro fue prohibido en muchas de las escuelas de Estados Unidos, mientras en otras era una lectura obligatoria. Esto podría ser fácilmente literatura juvenil, pero no lo era.

La prohibición prácticamente le puso un señuelo al libro. El joven busca en estos espacios escondidos muchas de las respuestas que el adulto no es capaz de dar. Este concepto de rebeldía juvenil reflejado en el libro de J. D. Salinger estuvo vigente durante muchos años. Sin embargo, en el 2009, Jennifer Schuessler publicó un reconocido artículo en The New York Times titulado Get a life, Holden Caulfield (Búscate la vida, Holden Caulfield), donde cita a un alumno de un instituto de Long Island sobre la impresión que genera esta obra: “Todos odiábamos a Holden en mi clase. Nos daban ganas de decirle: Cállate y tómate el Prozac”. 

En la actualidad, el joven se enfrenta a grandes cambios en los paradigmas de la historia. Cultural y socialmente se cuestionan conceptos como el libro, el arte, los poderes, y esto sólo genera una fuerte incertidumbre hacia el futuro. El adolescente que apenas está encontrando una identidad ahora debe, además, reinventarse. Si antes el problema era el pasado, ahora el futuro es sinónimo de derrota. Parecen no existir garantías para los ideales, todo está bajo sospecha. 

Entre los grandes debates, uno de los más discretos es precisamente el de la literatura juvenil: hacia dónde se dirige el libro juvenil actualmente.

En 1983, un decálogo escrito por los críticos Mertz y England enumeró un grupo de “normas” que diferencian a la literatura juvenil del resto de los géneros. Entre los apartados de la lista, se incluye que el personaje siempre será un adolescente que se identifica con el lector; que dicha literatura usa un lenguaje básico adaptable a las herramientas lectoras del adolescente, y que sus historias serán un viaje de identidad hacia la toma de conciencia y con un final esperanzador. Evidentemente, ante estos rigurosos parámetros, Holden no formaría parte de esta tradición literaria. Tampoco buena parte de la literatura de culto, como Tolkien y sus elaboradas leyendas sobre la Tierra Media. Es natural que el prejuicio moral del adulto impida la libertad de acceso a ciertas ficciones que, según ellos, podrían desvirtuar el desarrollo del adolescente aún en edad escolar. Eso en la teoría, pues en la práctica el joven interesado siempre se vinculará de maneras insospechadas con lecturas de su interés, y mucho más en la actualidad, en la era del “libre” acceso a la información. La realidad, con su crudeza, sigue estando allí aunque la virtualidad los haga creer capaces de todo lo imposible. Visto así, ¿qué tanta verdad encerraba este decálogo?, ¿eso es literatura juvenil? ¿existe tal literatura?

En la búsqueda por desacralizar el libro y la biblioteca como espacios de la verdad ante los adolescentes y jóvenes inicié, con el apoyo del Banco del libro, el Proyecto Pez Linterna. Tras trabajar por años con jóvenes, reuní esta vez a un grupo de cinco adolescentes sin distinción social, de edad ni sexo. En principio, ellos participarían como un nuevo jurado del reconocimiento Los Mejores Libros para Niños y Jóvenes 2011, galardón que el Banco del libro otorga desde hace más de 30 años. Elegirían un libro juvenil para otorgarle la mención “Los Jóvenes Hablan”. Sin embargo, lo que sería en principio un canal de comunicación con la mirada lectora del joven, se transformó en un grupo de análisis y creación. Junto a Lorena Ayala (13 años), Sebastián Martin (14 años), Leila Samán (16 años), Ramón Barreto (17 años) y Jaime Yáñez (17 años), abordé la literatura juvenil desde un decálogo ahora hecho por ellos, donde decretaron que clasificar dicha literatura era un acto subjetivo. Argumentaban que la literatura debe desafiar al joven con su lectura para poder sembrarse en el inconsciente pero, en general, los libros para jóvenes les resultaban más bien comerciales y hasta manipuladores. Y aunque alguno afirmaría que este género no existe, otros lo nombrarían como un refugio de la realidad. Con ellos entendí que, antes de profundizar en la existencia del género, había que indagar en sus formas de lectura.

Una de las propuestas de Daniel Cassany en su libro Para ser letrados (2009), es que la lectura y la escritura no son más que un puente entre pensamiento y texto. Por lo cual, toda vinculación intermedia depende del desarrollo social que se establece alrededor de la persona, ajeno a la estructura académica. Es decir, la lectura como objeto social depende de la interacción desde la conciencia de comunidad, la experiencia con el entorno y las herramientas del lenguaje. Se debe aprender a jugar con el contenido de lo que se lee -y con esto no sólo pretendo abarcar al libro-, a relacionarlo con el mundo, cuestionarlo, pero también permitirse dudar hasta de la propia mirada. Por eso la lectura depende de los espacios que los vinculan al acto de leer, cuestionar y pensar. Espacios como la familia, la sociedad, los amigos, la tecnología, el aula y la biblioteca.

Obviamente, este estatus quo comercial sobre la literatura juvenil relacionado a aquel decálogo de los ochenta aún funciona. No todo libro escrito bajo el reglamento de lo que muchos catalogan con desprecio como “literatura fácil” -como si el acto de leer lo fuera-, tienen que ser necesariamente novelas juveniles convencionales, panfletos sobre la juventud ideal, ni mucho menos un dictado de superación personal. La literatura juvenil conecta con otros espacios que competen a la evolución adolescente que muchas veces, por dolorosa, traumática o vergonzosa, el adulto prefiere olvidar.

Michèle Petit afirma en su libro El arte de la lectura en tiempos de crisis (2009), que en ciertos momentos de la vida, cada uno de nosotros es un espacio en crisis. La adolescencia es, precisamente, la edad de las crisis, pero la docilidad y el conformismo tienden a arrastrarlos, en mayor o menor medida, a la peligrosa tentación de buscar ideas absolutas que recreen una situación de ghetto. Por lo cual es vital para ellos la variedad, el debate, el cuestionamiento; el joven es un concepto que debería estar siempre asociado a la libertad y a la rebeldía. Ellos decidirán qué leer o ver, sobre todo en esta época de facilidades a la disparidad de discursos: Internet, Twitter, Facebook, YouTube, Tumbrl, blogs, series de televisión, videojuegos, incluso el iPod. Esta era los enseña a linkear la lectura de forma distinta a generaciones anteriores, son más visuales, y capaces de asumir elementos discursivos mucho más complejos. Esto no los aleja de la literatura; por el contrario, parece reconectarlos con esta capacidad a la virtualidad desde la ficción.

Ahora un libro puede alimentar no sólo la imaginación, sino la profunda indagación de su origen, causas y consecuencias. La lectura, para el adolescente que se compromete a leer, es un ejercicio de identidad. No sólo se conforma con lo que lee, sino que escarba en el texto. Es por esa razón que quizás el género pareciera tambalearse; cualquier libro pudiera ser juvenil bajo este raso: El extranjero de Camus, En el camino de Kerouac, Azul casi transparente de Murakami, La balada del mar salado de Hugo Pratt, Cien años de soledad de García Márquez. Sin embargo, cada libro es sólo un estímulo o un componente de este viaje iniciático que conduce al adolescente a la adultez; sus interpretaciones siempre irán variando gracias a los referentes que acumule, como millas, al pasar de los años. En los espacios donde crecen estos jóvenes están los elementos que construyen a un buen lector. La literatura juvenil existe, es distinta, evolucionó, implica otras normas, pero sigue siendo literatura. La isla del tesoro de Stevenson o El guardián entre el centeno de Salinger son grandes libros de tradición literaria, pero también se reeditan en múltiples colecciones juveniles. O, al contrario, libros claramente juveniles como La Saga de Harry Potter ha ganado millones de adeptos adultos, o La Trilogía de La Materia Oscura de Pullman es considerada como unos de los libros más importantes de la historia literaria.

El libro debe ser un objeto libre. Debe estar libre del prejuicio del académico, de la política, del adulto; por lo cual, la lectura en los jóvenes será un trabajo de observación, comunicación, conocimiento. El adulto debe salir del estado de confort que le da asumir que los adolescentes están en “la edad difícil” y conversar con ellos, oír en sus inquietudes las voces de la creación o de la lectura. El promotor de lectura debe estimularlos y mostrarles el derecho ineludible a la lectura individual, tolerando y comprendiendo. Dándoles la linterna, aunque luego los obliguen a dormir. Leer es un impulso para alzar el conocimiento y pensar en el futuro para construir un presente.La literatura juvenil asume con valentía la aventura que implica leer, con las múltiples opciones que eso puede generar, los distintos finales, pero dejando que cada uno sea protagonista de su experiencia. Al fin y al cabo, la lectura en los jóvenes y su literatura son espacios reales para la convivencia.

Obras citadas:

Cassany, Daniel (2009). Para ser letrados: voces y miradas sobre la lectura. Barcelona: Paidós.

Petit, Michèle (2009) El arte de la lectura en tiempo de crisis. México D.F.: Oceáno Travesía.

Robert C. Small Jr., “The Literary Value of the Young Adult Novel” en Journal of Youth Services in Libraries (vol. 5, no. 3, 1992)

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Imagen cortesía del ilustrador Arnal Ballester, creada para el proyecto Pez Linterna. 2. Detalle de portada de la primera edición en inglés de Catcher in the rye, ilustrado por E. Michael Mitchell y editado por Little, Brown and Company). 3. Detalle de la portada de la primera edición en español de Harry Potter y el prisionero de Azkabán, ilustrado por Dolores Avendaño y editado por Salamandra.

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