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The courtroom is essentially where our history no longer belongs to us,

where it's judged by others who have to piece it together

from scattered and ambiguous elements. It becomes fiction,

and that's precisely what interests me. (Justine Triet)


En la conocida Rashomon (1950), obra maestra del cineasta japonés Akira Kurosawa, se explora -y critica- cómo los valores y el código de honor de la cultura japonesa del siglo XII condicionan los testimonios que tres personajes dan en un juicio acerca de la muerte de un samurái. Lejos de intentar salir del proceso judicial como inocentes, estos testigos crean una mentira deliberada para evitar que su honor quede mancillado. El espectador, pendiente de ver las conexiones y diferencias entre las tres historias para intentar establecer su propia reconstrucción, recibe, al final, una certeza. Un inesperado cuarto testigo acepta ser deshonrado en favor de la verdad. En este desenlace, el perspectivismo queda remplazado por una confianza humanista en la capacidad del hombre para dar cuenta de los hechos tras desprenderse de sus intereses egoístas.

 

Varias décadas más tarde y antes de abrazar por completo este recurso en Monster (2023), Hirokazu Koreeda utilizó en El tercer asesinato (2017) el efecto Rashomon de manera singular -sin una única perspectiva para cada individuo, sino con varios testimonios cambiantes de un único individuo- para presentar una reflexión más contundente acerca del imposible acceso a la verdad. En la cinta, el lacónico y reflexivo Shigemori es un abogado a quien encargan que defienda al locuaz Misumi, acusado de robo con homicidio que reconoce ser culpable. Aunque preocupado en principio por conseguir una versión verosímil que logre reducir al máximo la pena de su cliente, Shigemori acaba inmerso en una maraña de datos para los que no encuentra explicación congruente. En tanto espectadores, somos capaces de construir una verdad a partir de tales datos, pero la película no deja de transmitirnos que el nuestro no será el único relato que explique los hechos, sino que hay varias interpretaciones posibles, es decir, una profunda subdeterminación empírica. Igual que el protagonista (retratado en planos asimétricos y leves saltos de ejes, que muestran su falta de control), tendremos que manejarnos en el caos aparente, en una constante encrucijada, sin poder tomar una decisión definitiva.


Ahora bien, ¿qué ocurriría en esta situación si se nos obligara a tomar una decisión? Esta pregunta se encuentra en el centro de la extraordinaria Anatomía de una caída (2023), intrigante thriller judicial y emocionante drama familiar que ganó la Palma de Oro en la 76ª Edición del Festival de Cannes.



La película, dirigida por Justine Triet, retrata los antecedentes y la ejecución del juicio en el que se acusa a Sandra (Sandra Hüller) de asesinar a su marido Samuel (Samuel Theis), fallecido al caerse (accidentalmente o no) desde la última planta de su chalé en los Alpes, y cuyo cuerpo es descubierto por su hijo Daniel (Milo Machado Graner) y su perro Snoop (Messi). Esta completa anatomía del fatídico suceso se convierte pronto en un milimétrico estudio de personajes a través de la autopsia de un matrimonio en horas bajas, mediante las declaraciones de testigos, interrogatorios a la acusada o escucha de grabaciones que tienen lugar en el tribunal. Pero esta cinta, nominada a 5 Oscars (película, dirección, actriz, guión original y montaje), también se transforma en una estimulante disertación filosófica y sociológica sobre la verdad, cuyas conclusiones permiten presentar una reflexión crítica feminista sobre la legitimidad del proceso judicial.

 

A este respecto, el de la verdad, la noción de perspectiva es explicada por Sandra en el juicio, cuando el psicoanalista de Samuel acusaba a la protagonista de tener un comportamiento castrador y de cargar a su paciente de numerosas dificultades materiales y emocionales. En las palabras de Sandra: “lo que describe no es más que una pequeña parte de toda la situación […]. Me parece posible que, a veces, Samuel necesitara ver las cosas como las describe usted. Pero, si yo hubiera ido a un terapeuta, podría estar aquí y decir cosas horribles de Samuel, pero ¿serían la verdad?”. La diversidad de accesos a lo real o, al menos, la diversidad de interpretaciones y entendimientos de lo fáctico dependen, según el personaje, de las necesidades, situación, etc. de cada persona.

 

La cuestión de la perspectiva es reflejada formalmente en numerosas secuencias donde se sigue a un determinado personaje, manteniendo la parcialidad de su punto vista. Así, su perro Snoop deambula alrededor de los policías, forenses y sanitarios, sin que la cámara deje de estar a su altura, de igual manera que, minutos más adelante, la cámara subirá las escaleras con Sandra para llegar a la habitación de Daniel (mientras que el volumen del sonido refleja su escucha subjetiva). Estas escenas se contraponen al tratamiento formal de las representaciones visuales extradiegéticas de la recreación criminológica de la caída como fruto de una trifulca, con la cámara haciendo un movimiento imposible hasta acercarse a las tres huellas de sangre de la pared del cobertizo. De igual manera, el testimonio de Sandra acerca del primer intento suicidio de Samuel es ilustrado por un impersonal movimiento rápido de cámara por el salón y la cocina de su hogar, que convierte en inmediato un descubrimiento (el de los blísteres de las pastillas vacíos en la basura) que ocurre “plus tard”. El contrapunto entre estas imposibles recreaciones impersonales y la parcialidad de aquellas escenas más próximas a la subjetividad de los caracteres acentúa el perspectivismo defendido por el largometraje.



A su vez, la aparición del tema del idioma puntúa la reflexión sobre las perspectivas. Ahí está la precisión semántica del psiquiatra -de que el verbo francés “se suicider”, referente al gesto, no diferencia entre intentar y conseguir suicidarse- para sugerirnos que nuestra forma de mentar las entidades condiciona nuestra percepción de ellas. De ahí la necesidad de Sandra de expresarse en una lengua como el inglés, que habla con fluidez, para ser coherente con su propia perspectiva, ignorando tanto la obligación de utilizar el francés en presencia de la cuidadora de Daniel, como la indicación de hablar tal lengua que se le impuso en el juicio. Y de ahí su frustración ante el hecho de que, en la recreación de su conversación con Samuel, sus diálogos hayan sido transcritos en inglés.


Además de ser escritora, como traductora, Sandra establecería analogías entre perspectivas idiomáticas distintas. Es por esta correlación entre lengua y perspectiva por lo que Samuel le discutiría a su mujer que le impone su idioma diciéndole “I´m the one meeting you on your terms” [“Soy yo quien voy a tu terreno” o “Me adapto a tus propios términos”]. Y por lo que ella le rebatiría señalándole que su lengua materna es el alemán y que el inglés se trata solo de un término medio para que nadie tenga que encontrarse con el otro en su terreno, es un “meeting point” [punto de encuentro]. De hecho, la pelea de Sandra y Samuel, que sintetiza numerosos temas discutidos a lo largo del filme con una naturalidad pasmosa, no deja de ser una confrontación de perspectivas, de consideraciones acerca de cuáles son los hechos: si hay una injusta división de tareas o Sandra hace su parte; si hay un desequilibrio o no (o, al menos, no se considera relevante bajo una infravaloración de la idea de reciprocidad en una pareja); quién se ha adaptado más al terreno del otro; si Sandra saqueó la idea de Samuel o solo se inspiró de ella con su consentimiento; si Samuel es una víctima de las imposiciones de Sandra o se victimiza para sufrir; si Sandra folla con otros o no; etc. Pero la mediación (la traducción) termina por ser imposible.



Así, el perspectivismo acaba cerrando la posibilidad de una verdad consensuada y se instaura una incertidumbre generalizada. De hecho, los abogados contínuamente relativizan la verdad de las proferencias de sus adversarios, minando su seguridad. Por ejemplo, la defensa alega que la suposición del empujón para explicar las tres gotas del cobertizo son dos hipótesis con una alta carga teórica especulativa, no una explicación; mientras que la acusación enfatiza retóricamente el uso de la expresión “a mi entender” de la analista favorable a la hipótesis del suicidio para reducirla al estatuto de opinión e insiste con pesadez en que hablar de “improbabilidad” no elimina la posibilidad. A su vez, los recuerdos de Sandra acerca de lo ocurrido en la pelea con Samuel son contrapuestos a un examen experto tildado de interpretativo más que objetivo, de “una opinión subjetiva en base a un documento ambiguo”. El jurado tendrá que superar tal ambigüedad y acabar por desarrollar una creencia de lo sucedido que sirva para dictaminar su veredicto. Y la situación del espectador ante la película acaba por equivaler a la falta de certezas de los personajes, lo que se fundamenta en la puesta en escena periodística de la cinta. Veámoslo.


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A lo largo del metraje, los personajes observan fotografías y grabaciones de Samuel. Por ejemplo, Sandra mira con pena su rostro desde su tablet, una imagen que acaba por ocupar toda la gran pantalla, situándose en el mismo nivel que el resto de fotogramas del filme, olvidándonos del dispositivo reproductor. Acto seguido, una nueva imagen filmada. La de Daniel en un interrogatorio, cuyo aparato de grabación descubrimos minutos más tarde. De igual manera, tiempo después, vemos cámaras televisivas sin insertarse la entrevista a un representante del ministerio fiscal que graban, mientras que el plano anterior había sido la filmación periodística del abogado de Sandra, sin ver cuál era el aparato de grabación utilizado. A través de estos saltos (de lo diegético a lo extradiegético) se acentúa la posición de las imágenes en tanto imágenes, como ocurre en El reflejo de Sybil, anterior película de la directora.



La parcialidad de dichas imágenes no solo se entiende a la luz de los diálogos explícitos acerca de la perspectiva y su relatividad, que explicamos más arriba, sino también por la imperfección de las imágenes filmadas que proliferan por toda la cinta: desde la aparición repentina y desenfocada del cuerpo del entrevistador en el plano de Daniel para tomar apuntes, hasta el movimiento improvisado del camarógrafo durante la recreación con Daniel de la conversación entre sus padres que este escuchó, pasando por el momento en que la cámara de un periodista que corre graba el suelo antes de filmar a Sandra saliendo del tribunal. Así, las imágenes periodísticas pierden su carácter de objetiva captación de lo real, para convertirse en parciales (re)construcciones ficticias de los hechos.



Pero Anatomía de una caída no solo incluye imágenes periodísticas, sino que también las emula en momentos puntuales (especialmente del juicio), a través de una puesta en escena con un seguimiento levemente tambaleante de los personajes que hace parecer que la cámara se adapta a estos y no a la inversa; vistosos y anti-estéticos barridos (de cámara en mano) para enfocar a quien habla; planos de reacción televisivos; zooms llamativos; reiteraciones de un plano general de la sala (como si de una cámara de videovigilancia se tratara); interposiciones de objetos y personas entre la cámara y el sujeto enfocado que transmiten una sensación voyeurística o de paparazzi (y que, al enfatizar en la posición de la cámara y los sujetos en el espacio, reincide en la idea de perspectiva); etc. Pero si Anatomía de una caída emula una puesta en escena periodística (casi como un falso documental) y se ha caracterizado las imágenes periodísticas como parciales, la narración debería perder toda omnisciencia. Y, de hecho, lo hace, dotando a cada gesto, acción y proferencia de una ambigüedad que imposibilita la certeza del espectador ante los numerosas lagunas que se encuentra.

 




“A ver, si nos falta un elemento para pronunciarnos, y esta laguna es intolerable, solo nos queda decidir. ¿Entiendes? Para salir de dudas nos vemos obligados a inclinarnos hacia un lado más que hacia otro”. Anatomía de una caída, Justine Triet, 2023.

Anatomía de una caída sitúa de esta forma al espectador en la misma posición interrogante que cualquier miembro del jurado del proceso judicial y, por tanto, en el desconocimiento acerca de lo exactamente ocurrido en torno a la relación de pareja y al posible homicidio o suicidio. Así, por ejemplo, la sobresaliente recreación visual de la discusión, que se escucha en una grabación, se interrumpe en el punto donde los abogados de la acusación y la defensa discrepan acerca de lo sucedido. Cierto es que, con nuestro acceso a las interacciones privadas de Daniel y Sandra, disponemos de mayor información, pero esta resulta insuficiente para tomar una decisión determinante. Y es que el muy pensado y lleno de detalles guión original (ganador del Oscar), el componente simbólico de los últimos planos de la película y la interpretación llena de matices de Sandra Hüller, hacen que el arco del personaje protagonista funcione a la perfección tanto en el caso de que sea culpable, como si no, de tal manera que se acentúa la ambigüedad.

 

Por un lado, si pensáramos que Sandra ha asesinado a Samuel, consideraríamos sus mentiras (acerca del hematoma de su brazo) y omisiones (de la pelea) como claros encubrimientos de su crimen; su frialdad como muestra de su indiferencia ante el fallecimiento de su marido; su sollozo en el coche como una expresión de arrepentimiento y de que es consciente del descubrimiento por parte de Daniel de su mentira; la persistencia de su cabreo con Samuel (por convencerla de vivir en Francia) como indicativo del predomino del odio sobre el amor; su repentino recuerdo del intento de suicidio de Samuel como una mera invención; las insistencias a su hijo como una estrategia más de manipulación; su tardanza en volver a casa tras acabar el juicio como una dificultad de enfrentarse a que Daniel haya mentido por ella; etc.



Pero, por otro lado, si consideramos a Sandra inocente (y al filme una revisión de los tropos hitchcockianos del falso culpable), estaríamos presenciado el tortuoso viaje de una mujer a quien obligan a justificar toda su vida e intimidad más profunda, ante una fría disección que convierte todo aspecto de su existencia en sospechoso. Una mujer que se resiste a abandonar su perspectiva, pero que se ve forzada a replantearse continuamente sus convicciones más asentadas para percibirse desde un punto de vista ajeno, lo que la somete a una crisis que la hace intentar convencer insistentemente a su hijo y abogado de su inocencia; acabar llorando desesperada; abrazar a Snoop como muestra de amor a Samuel (debido a que, según el testimonio de Daniel, Samuel se habría referido a sí mismo a través de Snoop), etc. A su vez, su frialdad se vería disminuida por comentarios como “estoy harta de llorar. Es ridículo, estoy agotada”; se contextualizaría su deseo de mantener en secreto el consumo de antidepresivos de Samuel para proteger la memoria del fallecido (visibilizando un estigma sobre la salud mental que fácilmente habría ignorado si hubiera sido culpable, para aprovechar en su favor toda evidencia en favor de la hipótesis del suicidio); su disposición de replicar argumentadamente en el momento de la discusión solo termina en expresiones claras de odio (y posteriormente, en violencia física) cuando Samuel la bombardea con temas cada vez más íntimos y agresivos.


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En cualquiera de los dos casos, es fácil ver que un veredicto que declarase la culpabilidad de Sandra habría sido injusto por superar la presunción de inocencia y la duda razonable (e insuperable, dado el punto de vista de la cinta) por influencia de sesgos de género. La relación de Sandra y Samuel representa una inversión de los roles y la asignación estereotípica de tareas en el entorno doméstico. Y Samuel se considera un “hombre engañado y saqueado”, viendo herida su posición masculina por el triunfo de su mujer, y, en términos de su psicoanalista, encontrándose castrado por Sandra. El abogado de la acusación se apoya sin cuestionamiento en el testimonio de ese terapeuta, y utiliza de manera sexista la bisexualidad o las infidelidades de Sandra para construir un perfil que ha de ser rechazado por no corresponderse con lo esperado en una mujer “admirable, altruista, comedida, que impedía al otro hacerse daño”.


La antipatía de este invasivo abogado, que sonríe con elegancia profesional pero desprecio cuando la primera testigo reconoce sentirse molesta cuando se ve reducida a su estatuto marital con el uso de “Mademoiselle”, y la ternura que despierta el equipo de la defensa, favorece el reconocimiento de Sandra como víctima de un violento juicio. Esta sensación se refuerza por la contraposición entre la falsa seguridad de los hombres acusadores y la sincera precisión terminológica relativizadora de las expertas de la defensa (la distribución del género de tales personajes no parece casual). Aunque no suficientes para concluir la inocencia de Sandra, atendiendo a estas apreciaciones, Anatomía de una caída puede enmarcarse en esa tradición de cine jurídico que denuncia la influencia de prejuicios en el establecimiento de verdades jurídicas inciertas, y que incluye desde 12 Angry Men (1975, Sidney Lumet), hasta El misterio von Bülows (1990, Barbet Schroeder), pasando por La verité (1960, Henri-Georges Clouzot).

 

Por otra parte, durante el monólogo del abogado de Sandra en el juicio, un curioso plano over the shoulder por detrás de Daniel resalta la mirada que su madre le lanza, y primeros planos personalizan al público del tribunal en la figura del joven discapacitado visualmente. Y es que, en último término, toda la estructura narrativa del largometraje responde a equiparar nuestra incertidumbre con la de Daniel y, así, poder llegar a sentir su devastación emocional en el tercer acto, ante la toma de esta decisión imposible, una que resulta inconcebible que tenga que tomar. Aquí queríamos llegar.



Ya al inicio del juicio, la representación visual de la primera hipótesis de la caída de Samuel por un empujón de Sandra parecía ser una imaginación de Daniel por estar inserta entre dos planos de su rostro pensativo. Y una de las más llamativas salidas formales de la puesta en escena periodística durante el juicio respondía a denunciar la instrumentalización del niño por parte de los abogados: un travelling (semi)circular alrededor de Daniel (triste, agobiado), que pendulaba entre el banco de la acusación y el de la defensa según quién hablara de la experiencia del niño.



El foco en Daniel se hacía desde la primera escena de la cinta, en el que los planos del lavado de Snoop interrumpían los de la entrevista de Sandra. Entre las audaces decisiones de dirección de Triet que abundan por todo el metraje, en este inicio se apuesta por primeros planos de los rostros desde la distancia y con poca profundidad de campo junto al alto volumen de la versión instrumental de la misógina canción P.I.M.P., para generar una sensación agobiante y opresiva. Las variaciones del volumen de la música responden más a un intento de generar un efecto emocional, que a respetar un realismo diegético. El énfasis en el sonido, a través de las grabaciones y el dominio de la palabra ante la ausencia de imágenes, también servía para acercarnos a la discapacidad visual de Daniel (que se asimila a la ceguera de la justicia, no por su imparcialidad, sino por su falta de omnisciencia). En el caso de la excelente secuencia de la discusión, por ejemplo, el diseño de sonido es simultáneamente claro, realista (con objetos reconocibles), impactante emocionalmente y profundamente indeterminado.

 

A lo largo del primer acto, Justine Triet y su coguionista (y pareja) Arthur Harari se recrean en la imparalizante y desbordante tristeza de Daniel, que él mismo expresa ante la jueza de manera insuperable, cuando, con un hilo de voz, dice: “ya me han herido”. Pero el dolor del personaje se convierte en protagonista de los últimos compases del filme. Su desesperación descarnada es transmitida, además de por las muy memorables interpretaciones de Machado Graner y Messi, por la claustrofobia del encuadre de Daniel entre las paredes de su cuarto, el dramatismo que dota la luz natural del atardecer, el tenso movimiento de cámara tambaleante y los repentinos cortes de montaje durante la reanimación de Snoop, el dominio de primeros planos que aíslan completamente al personaje, sutiles dolly in enfáticos que centran nuestra atención en los matices de sus expresiones faciales, etc.



Junto a ellos, la etérea melodía del Prélude No. 4 de Chopin que Daniel toca en el piano constituye un intento de melancólico sosiego, que, además, es adelanto de que su testimonio va a posicionarse a favor de su madre. Al fin y al cabo, tocaba este tema a 4 manos con ella en el primer acto, y se establece una rima entre el acercamiento, en perfil, hacia sus labios, con el plano detalle de la boca de Sandra durante la entrevista grabada que le hacía su abogado antes del juicio. Con todo, el hecho de que deseara estar solo en la casa nos generaría la sensación contraria.



Nuestro interés se desplaza, de esta forma, del discernimiento de la culpabilidad o inocencia de Sandra a la decisión que tomará Daniel acerca de lo ocurrido para rellenar ficticiamente el aterrador vacío al que se enfrenta. La representación cinematográfica de su testimonio, con la voz en off de Daniel pronunciando en estilo directo los diálogos que atribuye a su padre, cuenta con un salto de eje que genera cierto extrañamiento en el espectador, para transmitirle inconscientemente que esto no es más que, como mínimo, un recuerdo falaz de una memoria frágil, o, más probablemente, un engaño deliberado para salvar a su madre (hemos de recordar cómo interpreta Daniel en qué constituye su decisión: “inventar que estoy seguro”, fingir). En cualquier caso, su relato parece ser determinante, y la verdad performada en el veredicto, resultado de tal decisión.


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Pero el hincapié en el punto de vista y el sufrimiento de Daniel constituye, sobre todo, un clamor para que, más allá de infértiles especulaciones y conflictos de perspectivas, cuidemos y atendamos esta vulnerabilidad de los afectados por nuestras decisiones y verdades (con la infancia como mayor expresión de tal problema). Además, este énfasis también enmarca la indagación sobre la verdad en una exploración general de nuestra relación con la falta (de imágenes y evidencias, pero también de la presencia del ser querido). Una falta que nos atenaza, cuestionando nuestras perspectivas más asentadas. Y es que entre tanta ambigüedad, queda una certeza: el dolor persiste. Y no debe ser ignorado.


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La vigente exploración de la cara B del turismo es uno de los nexos temáticos presentes en la programación del Atlántida Film Fest, festival de cine online que se prolonga hasta el próximo 19 de agosto en FILMIN. Películas como Camping du lac o Animal se insertan en el debate contemporáneo sobre los límites y las consecuencias laborales, medioambientales y humanas, del cada vez más destructivo y discutido turismo masivo.


Camping du lac: Una fábula ecologista 

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Estrenada en la sección Cineasti del Presente del Festival de Locarno y proyectada en Zabaltegi-Tabakalera de San Sebastián, la tierna fábula trágica belga Camping du lac cuenta la historia de Éléanore, una viajera que, cuando su coche se avería, se ve obligada a alquilar un bungalow en un camping de la Bretaña francesa con vistas al lago Guerlédan. Lugar en el que, según cuentan las leyendas, habita un codiciado monstruo.

 

La cinta comienza como una espídica, festiva y divertida peripecia entre Quentin Dupieux (especialmente en sus fugas surrealistas y fantásticas) y Wes Anderson (en el montaje rápido, las simetrías o los movimientos de cámara), mezclando narradores e historias dentro de historias. Es más, la videoartista Eléanore Saintagnan, directora del filme, comparte con estos dos referentes un interés por las relaciones entre la vida y los relatos o mitos que nos contamos y nos creemos.



Y aunque esta preocupación temática sea constante a lo largo de todo el metraje, el tono y la forma de Camping du lac pronto cambia. La película se transforma en una sucesión de heterogéneas viñetas observacionales de la cotidianidad de los lugareños, entrelazadas con anécdotas de realismo mágico y pasajes puramente narrativos que sirven de crónica de la aparición, el enfrentamiento y la admiración consumista del monstruo del lago.



De hecho, quizás lo más interesante del largometraje sean las hibridaciones entre el documental y la ficción. Por un lado, algunos de los excéntricos habitantes del camping son personajes que comparten con sus actores su nombre, profesión, situación vital, etc.; mientras que la directora, parisina de nacimiento y tras haber pasado un año en la región, interpreta a la protagonista y narradora, lo que sirve como reconocimiento de su voyerista posición situada ante lo retratado, de la distancia de su punto de vista. Por otro lado, Saintagnan modifica el sentido de imágenes documentales para que encajen en su relato central. Así, un grupo viendo desde sus botes fuegos artificiales son ahora autoridades lanzando explosivos al lago o la música electrónica convierte una danza tradicional en una rave. Incluso la historia del obispo San Corentino muta en una parábola ecologista sobre el riesgo del excesivo uso y aprovechamiento de los recursos naturales en nuestro propio beneficio.



Y es que, en último término, el filme busca denunciar, cada vez de manera más explícita, la irreversible degradación de los ecosistemas y extinción de especies derivada de una insostenible industria turística. Un turismo masivo que supone el paso de un dominio agonista de la naturaleza (y de lo monstruoso) a uno ejecutado con fruición. Camping de lac sirve como tierna proclama contra un irreflexivo ocio que ha de frenarse. Antes de que sea demasiado tarde.

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Animal: Del humano detrás del telón
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Si Camping du lac denuncia el turismo masivo desde la perspectiva de los lugareños y una observadora externa, Animal, segundo largometraje de la griega Sofia Exarchou, pone el foco en la precariedad de una comunidad mayoritariamente migrante de trabajadores del sector. La protagonista, Kalia, es una de las más experimentadas animadoras del Hotel Mirage, un complejo turístico isleño con todo incluido. Cuando una adolescente polaca, Eva, comienza a formar parte del personal del resort, Kalia se convierte en su mentora y empieza a experimentar una desestabilizadora crisis personal.

 

La cinta es una radiografía de corte marxista del vacío existencial y la alienación del trabajador en la sociedad capitalista ejemplificada en la industria turística. Kalia reconoce su estado de enajenación afirmando que, tras ponerse los zapatos de tacón, la purpurina o los vestidos, deja de ser ella misma, para la alegría del turista. Y su dolor y heridas (físicas y metafóricas) son ignoradas por un sistema inhumano que la niega y la animaliza. En términos de Marx, la protagonista solo se siente libre en sus funciones animales, como emborracharse o el sexo ocasional, actividades a las que dedica su escaso tiempo libre. Tesis presente en la película desde que el mismo título aparece en pantalla, vinculando lo animal con la tarea de animar.



Para transmitirnos el estado mental de Kalia y su troupe casi circense, Exarchou tiende a subrayar su anodina repetición de rutinas o a mantener una apuesta formal feísta (con cámara en mano tambaleante, colores poco saturados, un énfasis en lo corporal y en los rostros entristecidos, etc.). Además, retrata las actuaciones, coreografías, juegos, cursos o ensayos realizados por los animadores, manteniendo generalmente una distancia crítica, para evitar que disfrutemos -como los turistas- de su labor. Con todo, esta distancia no hace que el retrato caiga en una ironía ridiculizante, primándose el realismo gracias a la presencia de pequeños fallos coreográficos o a las muy apropiadas canciones compuestas por Wolfgang Frich. Pero, desafortunadamente, todas estas herramientas formales citadas pueden llevar a la desconexión del espectador, en un metraje que se alarga hasta la extenuación.



Con todo, la atención se recupera en un tercer acto en el que el arco de la protagonista se concreta, por contraste con la tímida ilusión de la joven Eva, imagen de la situación pasada de la propia Kalia. En este emocionante desenlace, Dimitra Valgopoulou, ganadora del premio a la mejor actriz en los festivales de Locarno y Thessaloniki, llena de matices la memorable interpretación de Kalia del tema Yes Sir, I Can Boogie de Baccara. Reprimiendo sus lágrimas bajo una ensayada y obligada falsa sonrisa, pronuncia las estrofas “I can boogie, boogie woogie / All night long” con la conciencia recién adquirida de que eso ya no es posible.

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Mal vivir y Vivir mal: A vueltas con la disfuncionalidad

 

“LA MADRE: ¿Puedes siquiera imaginarte el horror del hogar en que me crié?

¿El mal que aprendí allí? Es como una herencia que nos viene desde arriba...

No me eches la culpa y así yo no se la echaré a mis padres.”

(El pelícano, August Strindberg)



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En un decadente hotel portugués se ambientan Mal vivir y Vivir mal, películas que conforman el fascinante díptico de João Canijo, que obtuvo el primer premio del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria. Si Mal vivir, Oso de Plata en Berlín, retrata tres jornadas en la vida de las cinco mujeres que dirigen y trabajan en el hotel, Vivir mal relata episódicamente los sucesos que, en ese mismo periodo de tiempo, protagonizan los huéspedes, personajes secundarios del primer largometraje.

 

El estimulante experimento funciona gracias a un preciso guión, unas calculadas interpretaciones, una milimétrica localización de los objetos y actores en el espacio y un impresionante diseño sonoro que permiten identificar al espectador qué acciones están sucediendo simultáneamente en todo momento, o bien al escucharse de fondo, o bien al verse en segundo plano en los lugares de recreo, paso o uso común (los pasillos, la piscina, el restaurante, el salón...). Pero estos cruces de historias también nos ofrecen sorprendentes nuevas perspectivas visuales de las diferentes estancias; generan impactantes rimas y diálogos entre las conversaciones y acciones de los trabajadores y turistas; e incentivan nuestra curiosidad ante los personajes que nos son desconocidos en un primer momento. Por suerte, nuestras incógnitas siempre acaban por ser resueltas. Recurrente es ese bello plano general nocturno, que remite a La ventana indiscreta, en el que vemos, desde el exterior del edificio, las siluetas de los personajes en sus respectivas habitaciones, para aproximarnos, en cada uno de los capítulos, a una de ellas.



Mal vivir comienza con un alejado plano general y un paneo leve de la piscina del hotel ante la extraña luz del atardecer. Composición al más puro estilo de Yorgos Lanthimos, que da cuenta de la infelicidad, la incomunicación y la soledad de los personajes que la habitan. La tranquilidad de Piedade, tumbada al lado de la piscina, se rompe con la llegada de su hija adolescente, Salomé, entristecida por la muerte de su padre. Los extraños e incómodos primeros planos con teleobjetivo del encuentro de las protagonistas dan paso a claustrofóbicas imágenes de las actrices encerradas -entre paredes o tras ventanales con persianas que parecen rejas-, acompañadas de molestos, pero inteligibles, diálogos superpuestos.



La exquisita dirección de fotografía de Leonor Teles (realizadora de las menos espectaculares Terra Franca o Baan, presente en la sección oficial del Atlántida), junto al sonido de Tiago Raposinho, convierte de este modo riguroso la disfuncionalidad de la familia representada en una forma cinematográfica. Y duele. Dicha forma, que agobia y apena a la vez que epata, es cercana por momentos a Aftersun de Charlote Wells, a Safe place de Juraj Lerotic o a Monica de Andrea Pallaoro, pero también a los cuadros de Edward Hopper y a las fotografías de Gregory Crewdson.



Las posturas cansadas y los desolados y melancólicos rostros de las actrices son enfatizados por planos holandeses y esquinados, juegos con sus reflejos en ventanas y espejos o encuadres que cortan parte de sus cuerpos. Los expresionistas juegos de luces, la proliferación de espacios negativos o el rancio vestuario y decorado transmiten un desquiciante estado mental. Y los fríos planos fijos sostenidos en el tiempo o los lentos movimientos de cámara dota a cada sutil gesto y a cada directa aserción de una trascendencia mayúscula. De esta manera, descubrimos los traumas y la posición en la familia de cada personaje, a la vez que toda acción y toda ausencia -cuanto menos explicita, más impactante- pasa a significar un mundo. Sobre todo cuando la ternura es un oasis y la imposibilidad de dejar de hacer daño se impone incesantemente. Sí, duele. Y mucho.



La tesis, que el dramaturgo sueco August Strindberg explicitó en su pieza El pelícano, acerca de la repetición hereditaria del mal aprendido familiarmente subyace en la representación de las relaciones tóxicas que realiza João Canijo en Vivir mal, segunda parte del díptico. No en vano, las tres historias que conforman este filme, “Jugar con fuego”, “El pelícano” y “Amor de madre”, se inspiran libremente en las obras de teatro homónimas de Strindberg, permaneciendo solo algunas líneas de diálogo, discursos, dinámicas y detalles argumentales. Entre sí, los capítulos, variaciones en torno a la disfuncionalidad, comparten madres controladoras, infidelidades, muestras de acoso sexual o parejas en crisis.


La mayor brevedad de estos relatos salvajes o muestras de amabilidad (en el sentido de Kinds of kindness de Lanthimos, claro) fuerzan un montaje más rápido, una reducida parsimonia actoral y una menor profundidad en el desarrollo de los personajes. El resultado es un entretenido melodrama más exagerado, liviano, anecdótico y caricaturesco que Mal vivir. Como el cotilleo que te cuenta una amiga y no puedes dejar de escuchar con la boca abierta. Y aunque la intensidad emocional alcance altas cotas en “Amor de madre”, la sensación de gravedad no es tan desbordante como en el anterior largometraje. Esto es así por la fotografía de Teles, que, aún manteniendo ciertas constantes, se caracteriza ahora por la proliferación de primeros planos, exhibicionistas, precisos y dinámicos movimientos de cámara y planos de secuencia, colores más saturados, encuadres más acogedores, etc.



Sí, la situación de los huéspedes no es tan grave. Porque si, desde el punto de vista de los visitantes, los gritos de Piedade y sus familiares son ininteligible ruido blanco, las miserias de los viajeros interrumpen el trabajo de las camareras del restaurante, que han de soportar y solucionar los dramas de sus clientes. Porque si los turistas cuentan con que sus infelices vacaciones llegarán pronto a su fin, las trabajadoras están condenadas a una desgraciada existencia en ese hotel, lugar de ocio imposible que es su propia cárcel. Porque si el vivir mal es una acción terminable, el mal vivir es un estado permanente. Hasta que la muerte nos separe.

 

“EL HIJO: ¡Gerda, date prisa,el barco va a salir! Ya ha sonado la campana.

¡Pobre mama! ¡No está aquí! ¿Se habrá quedado en tierra? ¿Dónde estará?

No la veo... Sin mamá no lo vamos a pasar muy bien... ¡Ahí está!

¡Ya viene!... ¡Ahora sí que empiezan las vacaciones!

(Se abre la puerta del foro, se ve el intenso resplandor rojo del incendio)”

 

(El pelícano, August Strindberg)


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Durante la 68ª Edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, tuve la oportunidad de ver The sweet east y Gasoline Rainbow, dos largometrajes que Javier H. Estrada, responsable de programación del certamen, presentó como grandes exponentes del auténtico cine independiente estadounidense contemporáneo. Un interesante diálogo se puede establecer entre las antitéticas representaciones de una juventud perdida que proponen ambas road movies. Dos coming of ages episódicos ambientados en la América post-Trump y construidos a partir de los encuentros con diversos y memorables personajes secundarios.


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La estimulante, entretenida y divertida comedia surrealista The sweet east, ópera prima de Sean Prince Williams, fue estrenada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. El filme, retrato satírico del desquiciante zeitgeist estadounidense contemporáneo, cuenta la historia de Lilliam, una joven descontenta con su pareja que decide huir de su insatisfactorio viaje de fin de curso en Washington. Inicia así un transgresor periplo por numerosos estados de Norteamérica, en los que se encuentra con variopintos personajes (desde engreídos supremacistas blancos, hasta estrafalarios cineastas, pasando por una secta islámica de adoradores de la música electrónica), que le presentan sus heterogéneas y disparatadas perspectivas de la realidad.

 

La protagonista está interpretada por una hipnótica Talia Ryder (secundaria de lujo en la emocionante Nunca, casi nunca, a veces, siempre de Eliza Hittman), que mantiene constante su mirada perdida ante las inverosímiles excentricidades de los personajes. Desde un exageradamente reprimido Simon Rex (ex-actor porno brillante y lleno de carisma en el Red Rocket de Sean Baker), pasando por una hilarante Ayo Edebiri (actriz de Bottoms y The bear) hasta un inadvertido Jacob Elordi (el unidimensional Elvis Presley de la Priscilla de Sofia Coppola). A través de su actitud, Lilliam expresa una posición de abierta receptividad, desprejuiciada y despolitizada, como tabula rasa neutral. Su juventud es la de una persona en proceso de construcción, que se adapta pasivamente a los estímulos que recibe.


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De igual manera, el apartado audiovisual de la película, aún manteniendo la coherencia general con la cámara al hombro, los 16 milímetros en que está rodada, etc.; se contagia del espíritu de los personajes con los que se cruza la protagonista. Es decir, a cada personaje secundario le corresponde una puesta en escena diferente. Así, por ejemplo, un vídeo creado y montado por un problemático artivista anarquista punk invade toda la pantalla cuando este aparece. O, en el episodio dedicado a los dos cineastas, se presenta una apuesta frontal y estática, para que se mantenga una coherencia visual con la cinta de época en blanco y negro que dichos directores ruedan. Y la propuesta formal vuelve a cambiar en presencia de un académico de extrema derecha, habiendo un cuidado diseño de producción y numerosos fundidos encadenados de imágenes de la naturaleza bucólica, dos recursos que encajan con el tradicionalismo romántico del trumpista. Estas variaciones dotan a la propuesta de una gran libertad estilística, que evoluciona desde un íntimo número musical rupturista de la cuarta pared, hasta secuencias animadas, pasando por cambios en la banda sonora.


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A dos butacas de distancia, en la proyección en el Teatro Calderón de The sweet east, estaban sentados Bill Ross IV y Turner Ross, directores de Gasoline rainbow, que celebraron animadamente con vítores y aplausos el trabajo de su colega. Gasoline rainbow, estrenada en la Orizzonti de Venecia y vencedora de la sección Punto de Encuentro de la SEMINCI, se encuentra todavía más a los márgenes de la industria hollywoodiense que The swee east, plagada de conocidos actores y habiendo trabajado Sean Prince Williams como director de fotografía de filmes indies (en algún caso, al más puro estilo de Sundance y producidas por A24) como Good time, Tesla, Her smell, Funny pages, Zeros and ones, etc.


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Siguiendo la estela de su Bloody nose, empty pockets, los hermanos Ross hibridan en Gasoline rainbow la ficción y el documental para filmar un naturalista viaje en furgoneta, tren o barco de cinco adolescentes de Oregón. Su objetivo es celebrar el fin de sus estudios de secundaria, así que deciden dirigirse a la Costa Oeste estadounidense para ver el Océano Pacífico. Tony Abuerto, Micah Bunch, Nichole Dukes, Nathaly Garcia y Makai Garza son los actores no profesionales que encarnan las versiones semificcionales de sí mismos y que desvelan, a través de sus bromas, gestos y testimonios más explícitos, su situación marginal y contrahegemónica. Autodefiniéndose como weirdos incomprendidos, algunos intérpretes / personajes confiesan y recuerdan emocionados sus auténticas y traumáticas experiencias de racismo institucional, de deportación de sus familiares o de convivencia con padres alcohólicos.

 

Los Ross crearon las condiciones materiales en el rodaje para que estos momentos inesperados surgieran. De este modo, los jóvenes no son tratados como una fuente pasiva de receptividad, al contrario que en The sweet east, sino que son el objeto que ha de ser escuchado y recibido de la manera más realista posible, comprendiendo a los incomprendidos. En propias palabras de los realizadores: “Decir que nos propusimos filmar un retrato generacional implicaría que tenemos autoridad sobre esa generación, y no es el caso. Lo que sí teníamos era una fuerte curiosidad de escuchar a esta nueva juventud que se encuentra creciendo en un momento en el que pareciera que el mundo se desmorona. ¿Quiénes son los chicos que están por alcanzar la mayoría de edad en este momento pospandémico de tanta discordia internacional? ¿Cómo se sienten? ¿Todavía tienen esperanza? ¿Buscan la aventura? ¿Cuál es la frontera y cuál es el límite para ellos? ¿Qué sueños persiguen? Nosotros no íbamos a imponer nuestras respuestas personales a todos estos interrogantes, pero sí esperamos que los jóvenes encuentren la película y la sientan como algo que les pertenece. Para nosotros, Gasoline Rainbow fue hecha desde un amor muy genuino por este período de la vida que es la adolescencia en general, y desde una curiosidad por este momento en el tiempo tan desconcertante."


Pueden leer la entrevista completa en RollingStone.

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Lejos de rendirse ante su precariedad, los adolescentes de este largometraje, entre Easy rider de Dennis Hooper y Dazed and confused de Richard Linklater, mantienen una actitud vitalista, humanista y confiada, acercándose a otros excluidos de la sociedad que, lejos de ser hostiles (salvo excepciones), les acogen con bondad y los brazos abiertos. Los planos generales exteriores empequeñecen sus conflictos, puesto a que destacan lo minúsculos que son los personajes ante la inmensidad del desierto o los gigantes molinos de viento. Pero la enorme belleza de las composiciones también les sitúan en una posición de armoniosa admiración de su entorno. Estos planos, más sostenidos, son contrapuestos a la solidaria intimidad enérgica de las secuencias dentro de la furgoneta.

 

Por otro lado, para reflejar la profunda libertad de los caracteres, los directores hacen uso de una anárquica diversificación formal, con cambios aparentemente arbitrarios de la imagen digital a la analógica o de las filmaciones extradiegéticas a las rodadas por los actores desde su móvil, así como insertos de instantáneas, aceleraciones de secuencias o montages de zooms de las señales del camino. De igual manera, en lo sonoro, transitamos de pasajes sincronizados con lo visual a llamativos contrastes; escuchamos una banda sonora original de Casey Wayne McAllister con temas de blues, jazz, country o puramente electrónicos; y disfrutamos con los personajes de gran variedad de temas desde Guns N´Roses y Enya, hasta The Notorious B.I.G. y Shakira.

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En definitiva, los Ross, lejos de representar una juventud pasiva y neutral, dan cuenta de su espíritu activo, aventurero, lúdico, desacomplejado, comprometido y profundamente empático. Y aunque su película llegue a resultar un tanto reiterativa o anodina en su falta de originalidad y simplicidad argumental, política y temática, es de celebrar su aproximación a la realidad retratada y su honesta creación de un ambiente crepuscular, el de unos jóvenes heridos que conciben su viaje como el último antes de iniciar su edad adulta. Una nueva etapa esperada con temor e incertidumbre, pero también con la consciencia del posible desvanecimiento de su libre espíritu de juventud experimentado y disfrutado hasta el último momento.


 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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