top of page

Actualizado: 1 sept 2021


ree

L'Époque

Director: Matthieu Bareyre

Francia, 2018


Manifestar y festejar parecen dos polos opuestos. Sin embargo, en este documental, la cámara se pierde entre ambas aguas para explorar qué ocurría en la mente de los jóvenes de una París nocturna. Un reciente registro de voces entre los años que comprenden el atentado de Charlie Hebdo y las elecciones presidenciales en las que Macron fue electo.


Uno de los grandes aciertos de este documental, no es sólo la imagen vibrante y cotidiano de estos jóvenes; sino la posibilidad de darles voz. Escuchar sobre sus miedos, convicciones, alegrías, luchas. Hablan del amor como de los sueños, el sentido de la educación o de la rabia. Se dejan ser, se apropian de la tribuna que les ofrecen, responden a las preguntas honestas que propone el director. Sin intención de dirigir la película a ninguna idea final. Es un poderoso contraste de ideas de cómo reaccionan los jóvenes ante la incertidumbre del futuro y las crisis sociales.

ree

Lo que sí denota la edición, no solo es el registro poderoso de una ciudad escindida entre la celebración y la lucha social, la violencia de la policía y de los jóvenes. Sino también la cuidada selección de testimonios. Son personas no solo reales, sino con unas propuestas universales. Sus diálogos, diversos, registran las dudas que ellos tienen de pertenecer a un mundo adulto con el que no están de acuerdo o una nación que no los apoya. Vale la pena ver el documental y escucharlos. Está disponible en Filmin.


 
 

Actualizado: 2 sept 2021


"Para Beatrice,
Querida, encantadora, muerta."

El tétrico epígrafe es nuestra entrada al primer libro de A series of unfortunate events traducido en Hispanoamérica como Una serie de eventos desafortunados. No es casual que los trece tomos de la saga están dedicados a esta figura, siempre ausente, muerta, amada y extraña que nos remite a la Beatrice de Dante. Es una primera estrategia para anunciarle al lector sobre el inicio de un viaje a través de distintos tipos de infierno. Aunque sus jóvenes lectores no necesariamente conozcan la importancia de La Divina Comedia de Dante Alighieri en la literatura universal, por lo que antes de perder la dulce ironía, la obra busca un segundo espacio de advertencia sobre el oscuro porvenir del lector: su narrador.

Los libros, escritos por Lemony Snicket, cuentan la difícil vida de Violet, Klaus y Sunny Baudelaire a partir del momento en que quedan huérfanos. Cada episodio desdichado es contado por este narrador de ultratumba, que tiene una visión omnisciente de todo lo que ocurrió. Él narra la historia con amargura y pesar, pero también con la necesidad mórbida de un periodista que debe contar la tragedia de estos niños para no dejar que cada nuevo lector la olvide. Su presencia es importante para ir entendiendo los lazos familiares de los Snicket, es el espacio de la memoria, aunque nunca veamos su participación como personaje dentro de la saga. Sin embargo, más importante que ir armando las piezas de la trama, es su voz y disfrutar de ese ingenioso humor negro sobre el que se fundamenta la obra.

Su narrador no solo usa el juego de palabras y un tono sombrío en sus comentarios sino también cita conceptos alrededor de la fatalidad que él mismo explica con ejemplos. Esto da cuenta de una especie de testigo constante pero, a la vez, de un diccionario humano que apela al lector infantil como en una novela de formación. Querido lector: no siempre ser un buen niño, por más que te lo diga un manual del bien hacer, es el camino que te toca. La vida es dura, enfréntala.

De 1999 al 2006, el escritor Daniel Handler usa el seudónimo del personaje para publicar los trece tomos ilustrados por Brett Helquist. Registra en ellos la vida de tres niños Baudelaire, que luego de un incendio donde sucumben sus padres, deben ser recibidos por un tutor legal que ellos les habían elegido antes de su muerte. El primer tutor que les asignan es el maléfico conde Olaf, un artista melodramático, codicioso y cruel que está dispuesto a cometer cualquier crimen para quedarse con el dinero de la herencia de la familia Baudelaire (y también de los Quagmire). Así empiezan entonces los periplos, yendo de un tutor a otro. Estos excéntricos personajes que acogen a los Baudelaire conocen siempre un final terrible, planificado o a veces improvisado por el conde Olaf que siempre parece llevarles ventaja con respecto a la situación.

Con la excusa de esta trama, se esconde una conspiración llevada a cabo por los V. F. D., una organización secreta “voluntaria apaga fuegos” cuyo logo se encuentra tatuado en el tobillo del maléfico Conde Olaf. En cada cambio de tutor, los tres hermanos van descubriendo más detalles sobre esta organización, y se empiezan a dar cuenta que la historia de sus padres es mucho más compleja de lo que pensaban. La organización, dividida por un cisma, forma dos grupos, los “buenos” que apagan los fuegos y los “malos” que los inician. Pero su división también se debe por otros conflictos: amores, desamores, desencuentros, codicia, envidias, deseos de separarse de la organización.

La moral en esta saga nunca es blanca o negra, hasta Lemony Snicket lo menciona en algún momento, cuando los Baudelaire se ponen a reflexionar sobre sus acciones (como tirar a la señora Lulu a los leones, o engañar a Hal en el hospital) y se dan cuenta de que aunque no lo quieran sus manos están manchadas de sangre y de crimen. Es un mundo tan negro, injusto y trágico que creer en la bondad y el bien cuesta muchísimo. A medida que la saga avanza, los Baudelaire empiezan a perder fe en esos valores que sus padres encarnaban. Pero la figura de los padres también se va oscureciendo porque los Baudelaire empiezan a preguntarse cuál era el rol de sus progenitores en la organización y el cisma. O cómo personas que se cruzan en su camino, cambian de decisiones e incluso de bando (basta ver la figura de Olivia Caliban alias Madame Lulu que termina por colaborar con ellos; o Fiona que acaba por traicionar a los Baudelaire e irse con el bando de Olaf). A estos tres hermanos, solo les queda confiar en ellos mismos.

Sus adaptaciones

Esta saga ha sido adaptada en dos ocasiones. La primera en una película del 2004 de Brad Silberling y en el 2017 en una serie creada por Mark Hudis y Barry Sonnenfeld. Al inicio, fui bastante escéptica con la serie porque tenía el recuerdo de la película. Yo que adoré la saga, que la había releído hasta el cansancio, entusiasmada porque con cada lectura ubicaba aún más referencias literarias. Fue quizás por eso que me conformé con la película porque era la única adaptación que existía. No me hacía completamente feliz pero con leer los libros y tener esa adaptación como ese apoyo visual, me bastaba.

La película retomaba los tres primeros libros y los condensaba. El Conde Olaf era interpretado por Jim Carrey, que lograba perfectamente el papel de actor fracasado pero pretencioso y creído. Ahora bien, en la serie del 2017 producida por Netflix, el gran villano es interpretado por Neil Patrick Harris. Y yo sigo creyendo, después de 16 episodios, que Jim Carrey era un Olaf genial, y que su cara era perfecta para encarnarlo al igual que su voz y su mímica. No tengo nada contra Neil Patrick Harris pero Jim Carrey puede hacer el payaso sin rayar en lo burlesco, mientras que Harris a veces roza lo ridículo. A pesar de eso, no podemos negar la buena química que tiene Olaf con el resto de su caricaturesca pandilla, lo que genera situaciones divertidas en cada capítulo.

Luego están los tres actores que interpretan a los hermanos Baudelaire en la serie, Malina Weissman, Louis Hynes y Presley Smith. Ellos son verdaderamente niños, mientras que en la película Violet (Emily Browning) y Klaus (Liam Aiken) parecían ser demasiado adultos para la edad que debían tener en el film. Además que en la serie se permiten hablar de los cambios físicos de los niños en cada una de las temporadas con humor. Como por ejemplo con la bebé, Sunny, a la que Klaus hace referencia al inicio de la segunda temporada denotando el cambio físico a pesar de que, temporalmente en la historia, siguieran en la misma escena del final de la primera temporada un año atrás.

Con respecto al personaje de Lemony Snicket, aún recuerdo la voz meliflua e inglesa de Jude Law en la película. En la serie, la voz es más bien tenebrosa, gruesa, con la que el actor Patrick Warburton le agrega otra personalidad, no solo atinada sino sumamente bien interpretada. Quien por cierto, a diferencia de la película, está presente en cada una de las acciones como un observador que comenta. Ese mismo papel lo juega Lemony como narrador en los libros. Era complejo mantener esta figura narrativa en la serie, y han conseguido adaptarla del discurso literario al de la pequeña pantalla.

También lo lograron con los libros. La primera temporada le dedica dos episodios de una hora a cada libro: Un mal principio, La habitación de los reptiles, El ventanal, El aserradero lúgubre y en la segunda temporada (que salió en 2018) continua con los cuatro siguientes: Una academia muy austera, El ascensor artificioso, La villa vil, El hospital hostíl y el Carnaval carnívoro. Gracias a su formato episódico y a la intervención del autor Daniel Handler en las decisiones de la serie, los creadores de esta producción le rinden un mejor homenaje a toda la riqueza de la obra de Lemony Snicket. En principio, está la ambientación que algunos han calificado de steampunk, con los colores siempre grisáceos, melancólicos y fríos. Es una representación muy atemporal aunque con indicios de encontrarse en los años 20 pero con toda una maquinaria de finales de siglo XIX. Los directores de arte logran darle vida a algunos de las ilustraciones con estilo de grabado de Brett Helquist, como los edificios en forma de tumba de la Academia Prufrock.

El respeto a la estructura de los libros es impecable, sobretodo con la manera en la que lograron hacer de la organización V. F. D. una trama central que se va desarrollando sin traicionar aún todos sus secretos. Este juego misterioso se sostiene, incluso para los que ya hemos leído la saga anteriormente. Otro acierto fue integrar a personajes que no existían o que aparecían en otros libros de la saga como la secretaria Jacqueline, o el mesero Larry u Olivia Caliban (que sin duda es una referencia a Shakespeare y que recuerda a Miranda Caliban, otro personaje de la Tempestad y que está en la isla del último tomo). En la película, en cambio, se ven pocos indicios con respecto a V. F. D. pero no los suficientes. Es verdad que en los tres primeros tomos no se sabe mucho de este tema, pero durante la saga se vuelven a visitar muchos detalles que empiezan a cobrar sentido. Esto deja un poco decepcionado a los que esperan una estricta adaptación de los libros.

Esta libertad con los personajes de la organización que han tomado en la serie puede llegar a satisfacer a los lectores, ya que en la saga uno siente que no queda casi nadie de V. F. D. o no se les encuentra nunca. Por eso nos conformamos con la trampa que siempre cae como Deus Ex Machina para acabar con la poca felicidad que logran encontrar los Baudelaire. Ahora bien, esta dilatación de la trama, que también depende de esos silencios, esos suspensos, esos cuentos-que-no-nos-contarán-nunca pueda también volver a la serie algo pesada en su ritmo. En la serie siguen tirando de un hilo para contar tres temporadas, expandiendo, añadiendo subtramas, y a veces se siente forzado.

Una queja, formal, alejadísima de mi purismo con respecto a la adaptación del libro a lo visual, sería la música. Otra vez, vuelvo a referirme a la película porque Thomas Newman había logrado capturar la esencia de la saga y transformarla en música. La serie, por su lado, tiene una canción en los títulos, cuyo refrán es “Look away” y que va con la idea general de la obra de Lemony Snicket, que siempre escribe bajo el modo de la advertencia del “lo que van a leer es horrible así que mejor deberían leer otra cosa” pero él sigue contando, y eso atrapa aún más. Así que el “Look away, look away” funciona, pero a mí, por alguna razón, me resulta agotador.

Y luego están las secuencias musicales (sobretodo la de La Ventana Vil o la de El Ascensor Artificioso), que me parecen excesivas o casi ridículas. La manera de filmar es algo burlesca, y lo que se ve es ya de por sí como muy hiperrealista, entonces añadirle una escena musical es sacarnos totalmente de la ilusión narrativa o cinematográfica. A mí me pareció de muy mal gusto. Porque lo que pasa es que la serie logra recrear esa atmósfera rara, oscura, mórbida de la saga que al mismo tiempo releva de lo irreal, de lo fantástico. En un mundo que ya de por sí está marcado por lo extraño, lo fantasioso, siento que lo musical está de más. Los personajes no pueden cantar. No está en su esencia. Además no hay nada que cantar. Justamente, todo yace en lo no-dicho, en lo misterioso, en lo apenas sugerido y en ese determinismo trágico que se siente, ese peso de la fatalidad que está en todos lados pero que, como buenos personajes de tragedia, nunca es evocado por ellos, solamente por Lemony Snicket, que tiene entonces el rol de corifeo.

A pesar de estos detalles, que me siguen molestando, la cinematografía es muy acertada. Tiene unos toques casi burtonianos o inspirados en ilustraciones de Edward Gorey (¿o es casual que la estética en La habitación de los reptiles evoque al libro El Jardín Maléfico?). En cada episodio se juega con una luz fría sobre colores que pudieran ser cálidos, sobre el mundo tan gris como una taza de agua sucia, con esa piel blanca de los actores como si estuviesen cubiertos de talco, con ese burlesco tétrico que huele a muerte pero que nunca la pinta como es, sino como una desaparición, una ausencia, un vacío. Es melancólica sin pesarte, la muerte está incorporada a la vida, la vida parece casi un cementerio (academia Prufrock) y eso hace que cualquier grano de felicidad brille más que cualquier cosa en este mundo tan sombrío. Y esos toques de luz, se los da esa otra inspiración cinematográfica que en sus disfraces, sus escenarios, su representación de una época atemporal que recuerda a las películas de Wes Anderson, que son tan limpias y tan pulcras como el apartamento de los Squalor, que está llena de detalles en los planos que solo son dignos de un obsesivo compulsivo. La mezcla de estas dos estéticas, de estas dos visiones, estos dos lentes que ven el mundo pintan un paisaje que es excéntrico, raro, único y que corresponde al de la saga. Tal vez eso es, que hace que su adaptación sea tan polémica, es que el mundo de Snicket es tan raro que verlo da ganas de frotarse los ojos y decir “pero no es real”. Entonces significa que los productores de la serie lo han logrado. Y sorprendentemente bien. Y eso me hace muy feliz.

Sus referencias literarias

El mayor aliado que siempre tienen los Baudelaire es la biblioteca y el acceso al conocimiento. Esta muchas veces parece menospreciada por los adultos pero los libros y la palabra no dejan de tener importancia en la historia (incluso aquellas que balbucea la bebé Sunny, y cuyo significado entienden muy pocos); es por eso que también resaltan las referencias literarias que son un juego vital para lectores atentos. Desde los nombres de los personajes: los Baudelaire (¡como el querido Charles!), los Squalor (como el título de una novela de Salinger), el señor Poe; a los lugares (la academia Prufrock como el poema de T.S.Eliot, el submarino Queequeg que se llama así por un personaje de Moby Dick), los libros que leen Isadora la poetisa y Klaus, el lector de los hermanos. La fuerza de esta saga yace en la ingeniosidad de sus personajes, sobretodo de los jóvenes: lectores, inventores, siempre ávidos de conocimiento, acumulándolo y reutilizando para sobrevivir.

La saga también nos muestra la importancia de la literatura: desde darles recursos para sobrevivir a los niños, a mostrarles que el conocimiento está a su alcance si lo buscan. los libros pueden convertirse en un escudo para mandar mensajes codificados o ser un arma, que es lo que se ve en el último tomo de la saga. En El fin, los Baudelaire naufragan en una isla dominada por un hombre llamado Ishmael, “llámenme solo Ish”. Este personaje se ha inventado reglas, como un Crusoe en su isla para legitimar una especie de gobierno que él encabeza. Dice que lo hace por el bien de todos, pero también mantiene a los habitantes como corderitos mansos al darles una bebida de coco fermentado. Pero, lo que es curioso, es que este personaje posee una cueva, en la que estuvo recogiendo cosas que encallaban en la isla y que pudieran ser útiles (especias, armas) y lo más importante, cada libro que sobrevivía al naufragio. Ishmael, inspirado en un personaje de Moby Dick, remendaba con paciencia y escondía con cuidado estos libros porque sabía que las palabras eran un arma cargada de futuro. Es decir, eran un peligro porque hablaban de libertad. Ponían a los lectores a pensar, a cuestionar las cosas y eso podría acabar con su gobierno. Hacer que las personas en la isla leyeran, revelaría que todos habían pasado un contrato social con Ishmael, manipulados por sus intenciones por el bien común.

En fin, que sigo releyendo los libros en mi cabeza, saboreando el mundo creado por Snicket y al menos estoy contenta de que le hayan dado vida de nuevo, de que lo hayan vuelto a traer al mundo porque me parece que es una saga que merece ser leída y apreciada. Se siente que detrás de la producción hay respeto hacia los libros (o un Daniel Handler muy quisquilloso). Mantienen el mundo que se creó dentro de la saga y todo la riqueza que lo compone. Aún tengo mis reticencias con respecto a la serie pero siguen siendo más las cosas que me gustan. Sigo a la espera de la próxima temporada, porque a mi parecer los mejores libros son los últimos cuatro, donde los niños van creciendo, endurecidos por las desdichas, y donde los lugares en los que se encuentran se van poniendo cada vez más interesantes (la montaña, el grotto, el hotel, la isla) y esto se va a convertir en un reto para los directores. Los lectores, ahora vestidos de espectadores, seguiremos esperando un final digno a las desdichas de estos tres hermanos y un trágico desenlace para el Conde Olaf, sea cual sea, pero que no sea cantando.


 
 

Actualizado: 2 sept 2021


ree

Hay películas que tienen un "mode" peculiar y son difíciles de clasificar; esas que uno duda en recomendar a un amigo, o que cuesta explicar lo que transmiten. La película co-producida entre España y Estados Unidos, Un monstruo viene a verme (o en inglés A Monster Calls) tiene un poco de esa esencia. Es como si en su fuero interno habitara la necesidad de hacer una película de domingo familiar, usando tintes "hipsterosos" de cine independiente, pero con la elucubración del alma de un niño al estilo europeo. En cualquiera de los casos, la película arrastra al espectador dentro de su cadencia, y lo lleva de la mano a un estallido de emociones, a veces intencionalmente lacrimógeno, que incluyen la rabia, la culpa y la tristeza. De hecho, con este precedente, se puede entrar en el debate de si se trata una película dirigida al público infantil, pues su historia y los tiempos que maneja durante la tensión de la película, persigue adentrarse en una metáfora cinematográfica del fin de la infancia más que contarle el proceso a un niño.

ree

Juan Antonio Bayona, director español de El Orfanato (2007) y Lo imposible (2012), es quien se encarga de llevar a la pantalla la adaptación cinematográfica de esta novela fantástica del mismo nombre publicada en el 2011. El libro fue escrito por Patrick Ness quien además se encarga de adaptar el guión del film. Esta novela cuya adaptación al cine es bastante respetuosa, estaba inspirada en una idea original de la autora Siobhan Dowd, escritora de libros para jóvenes y víctima mortal del cáncer de mama. Fue bajo esta angustiosa premisa que nació el relato de la película: la mamá de Conor, el niño protagonista, tiene cáncer y está coqueteando de forma constante con la muerte. Los 108 minutos del film resumen este momento crítico desde la perspectiva del niño de doce años, que encuentra un interlocutor en un viejo árbol del cementerio que está cerca de la casa. Este árbol, tras lo que parece una invocación de Conor, se transforma en un monstruo que comienza a acosarlo con la condición de que debe oírle tres historias; aunque la última se la debe contar el protagonista.


El joven actor Lewis MacDougall interpreta a Conor, un niño triste y con atisbos de abandono ante la separación de sus padres y la enfermedad de su madre, con la que vive. La interpretación de este pequeño actor es quizás uno de los asuntos no resueltos de la película, es decir, contiene tanto dolor dentro de sí que uno no llega a definir si es un truco del director para mantener, con manipulación, el vínculo con el público; o es la forma astuta que tiene el niño de mantener un tono necesario para la revelación final de este personaje en la película. Por lo que vale destacar que el actor es británico y que sus facciones, al natural, transmiten una profunda melancolía. Pero independientemente de la razón, el niño es la columna vertebral de la película y la relación que se establece con él es la guía para mantener en vilo el desarrollo de los acontecimientos. Y eso, al fin y al cabo, se logra. El espectador, sin darse cuenta, forma parte de este recorrido y siente tanta injusticia como propia.


ree

Y es que la película transita por un juego de emociones muy complejas: la soledad, la posibilidad de la muerte pero, sobre todo, la conciencia de que la infancia se acaba. Nadie nunca advierte que hay un momento en la vida en el que ocurre un quiebre, en el que se busca entender al mundo, de ordenarse bajo sus reglas, pero este mundo es implacable y las decisiones de los adultos dejan de depender del niño. Eso le ocurre a Conor: su papá no puede estar con él, su mamá hace todo por sobrevivir, su abuela trata de hacer hasta lo imposible por proteger a la mamá; y nadie se da cuenta del bulliyng que le hacen en el colegio, o de los sentimientos de ira que va almacenando y revelando a través de actos que en principio no se sabe si pertenecen al monstruo, o si responden simbólicamente al monstruo que habita en él.


Sólo Sigourney Weaver entra a participar de esta intimidad. Ella, quien siempre nos recordará a Alien, deja la fuerza a un lado para mostrar su espacio más vulnerable. A pesar de ser una abuela distante, poco asertiva y emocionalmente compleja; es la que generará los espacios de conflicto en el protagonista y quien observará desde la intimidad cotidiana y real las reacciones de Conor. Tanto así que, una de las grandes escenas de la película, se la deben a ella junto al niño en el carro mientras esperan que cruce el tren. Es un espacio en el que no hay más excusas para ponerle nombre a los sentimientos, y dejar en claro la posición de ambos en la vida del otro.


ree

A esta intimidad también pertenece -con el apoyo de grandes y logrados efectos especiales- el monstruo, a veces árbol, otras cuentero y casi siempre psicoanalista, y cuya voz la hace Liam Neeson. El monstruo siempre está junto a él, formando parte de su mundo de forma natural. Pero también los relatos que el monstruo le cuenta están acompañados de pequeños cortos animados muy bien logrados, que generan un tono diferente a la película. En estos relatos, el monstruo también filósofo cuenta sobre la humanidad desde las emociones y la subjetividad de las mismas: a veces lo bueno puede ser malo o viceversa. Esto enfrenta a Conor a las ambigüedades del mundo, y lo hace ir alejándose cada vez más al niño que era. Se va construyendo un criterio propio, descubriendo, dentro de sí, sensaciones que no se atreve a nombrar. Y es en este aspecto donde la película se crece: en ese última historia que debe contar Conor y donde se revela ese estado compungido en el que vive el niño desde el inicio de la película. Es una forma muy valiente y sensible de contar las emociones que puede almacenar un niño, aunque esto implique saltar a la adolescencia y sus complejidades. Este ponerle nombre a los sentimientos, por más crueles que sean, es la mayor virtud del film.

El epílogo de la cinta nos sugiere que este monstruo que se invoca, que se pinta, en el que se habita, está también relacionado con la mamá (con una compasiva interpretación por parte de Felicity Jones). Como si ella fuera parte de este monstruo que, cuando vean la película, entenderán que sí lo es.


Un monstruo viene a verme es extraña y, a ratos, da la sensación de quiere abarcar muchos temas, y esto hace que queden cosas volando alrededor. Pero si algo consigue su historia, es sensibilizar y reflexionar, quizás con recursos de psicología simple pero con una potente imagen y un recurso fantástico que calza perfectamente con la historia. Con doce nominaciones al Goya del 2017 que incluye mejor película, Bayona habla del cierre de una trilogía con sus dos anteriores películas en el que se profundizan los lazos entre madres e hijos; tema que considero se maneja a profundidad y de forma asertiva en esta película aunque no sea la mejor de las tres. Eso sí, aunque no quieras, dejarás caer alguna lagrimita.



 
 
postalpezlinternasinlogo_edited.png

Cultura, libros, infancia y adolescencia

  • Blanco Icono de Instagram
  • Blanco Icono de YouTube
  • Blanco Icono de Spotify
  • Blanca Facebook Icono
  • Tik Tok

ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

bottom of page