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Para mí todo el público es un gran niño enamorado de lo extraordinario

(José Val de Omar, "Mecamística del cine")

 

“Erase una vez... Un lugar de la meseta castellana hacia 1940”. Con esta quijotesca leyenda, entre el tiempo mítico y el histórico, arranca El espíritu de la colmena (1973), ópera prima del cineasta vizcaíno Víctor Erice. Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, la película superó la censura del tardofranquismo, a pesar de presentar una crítica metafórica y elíptica al régimen del Caudillo, construida a partir de la asimilación de la mirada del espectador a la de la niña protagonista.

 

Se nos cuenta la historia de Ana (Ana Torrent), una niña de Hoyuelos, Segovia, que queda impactada al ver el filme El doctor Frankenstein (1931) de James Whale. Ante sus inquisitivas preguntas, Isabel (Isabel Tellería) le relata que el monstruo de la cinta realmente es un espíritu que está vivo y se oculta en una casa abandonada con un pozo a las afueras del pueblo. Este es el comienzo de un prematuro camino iniciático o proceso de búsqueda del yo, pero también de una rebelión y oposición a las leyes y a la realidad de los primeros años de la dictadura de Franco.



Los títulos de crédito, con los que se abre el largometraje, van acompañados de dibujos pintados por las jóvenes actrices protagonistas, que representan secuencias, situaciones, personajes u objetos desde el punto de vista de las niñas. Así se nos adelanta que toda la película consistirá en una inmersión en la mirada de la infancia. Y no se trata simplemente de que proliferen los primeros planos de los enormes e insaciables ojos de Ana Torrent, junto a planos subjetivos que muestren los objetos de su mirada. Ni tampoco se trata de que compartamos en todo momento la perspectiva de Ana. De hecho, ya desde los primeros compases del filme, nos alejamos de la proyección del pueblo en que las hermanas descubren el cine por primera vez, para acompañar a sus padres en sus disfuncionales rutinas: la apicultura de Fernando (Fernando Fernán Gómez) y la escritura de cartas de Teresa (Teresa Gimpera).



Más bien se trata de que la película está construida para invitarnos a mirar desde el punto de vista de la infancia. Desde una posición en la que todo está lleno de misterio, en la que todo está por aprender, en la que todo está por preguntar. Y es que, ante la poca información explícita en un inicio, al observar las acciones de Fernando y Teresa es inevitable situarse en el lugar de la interrogación y preguntarse, ¿quiénes son estos personajes?, ¿qué relación mantienen entre sí?, ¿qué siente Fernando ante la realidad socio-histórica en que se encuentra?, ¿a quién escribe Teresa: amante, hijo, hermano, amigo?, ¿sigue vivo el destinatario?, ¿cuál es el sentido de las miradas hacia Teresa de los soldados viajeros en el tren?... Lejos de darnos respuestas definitivas, aparecen nuevas cuestiones que nos desbordan, ante las que no hay una explicación única. Preguntas que hacemos ante la gran pantalla, paralelas a las que Ana se hace ante El doctor Frankenstein.

 

¿Cómo logra situarnos Erice en esta posición de la mirada infantil? Rafael Cerrato, en Víctor Erice. El poeta pictórico, sitúa entre las características de la poética del vacío ericiana la iluminación integradora y el fuera de campo interrogativo. Sobre la iluminación, la bella dirección de fotografía de Luis Cuadrado tiende a difuminar los límites de los objetos gracias a un leve tenebrismo o al dominio de ciertos colores en varios de los planos de la cinta (como el miel en el interior de la casa, el gris y marrón en los exteriores o las tonalidades azuladas en las escenas vinculadas al cine e invocaciones). Así, todo queda envuelto en una atmósfera mágica que apoya la sensación de misterio.



Con respecto a lo segundo, es común la presentación de secuencias en primeros planos o planos detalles (ver la carta, antes que a Teresa; el rostro cubierto del apicultor, antes que su labor; etc.), que aumentan nuestra curiosidad acerca de lo que rodea a las imágenes mostradas. También abundan las miradas que los personajes lanzan fuera del plano, a un horizonte anhelado tras los ventanales de su opresiva colmena social. Una sociedad llena de ausencias y tristeza, en términos de la carta de Teresa, en la que, tras la guerra, se fue la capacidad para sentir de verdad la vida. Una sociedad que aboca a los melancólicos personajes al exilio interior, a la soledad y al silencio. Y es que el fuera de campo también está, en este punto, en lo que se calla. Así se retrata el desolado paisaje emocional de una época y un lugar concreto, encarnado en los rostros apagados de los personajes secundarios adultos. Y así también aumentan nuestras preguntas, sobre aquel horizonte no descrito y sobre lo no dicho. La poética de la ausencia y la de la mirada infantil interrogante convergen.



Pero estos rasgos son solo algunas de las estrategias que utiliza Erice para abrir su obra a la mayor cantidad de interpretaciones posibles o generar misterio y magia. Estrategias que se completan con la ausencia de un diseño narrativo convencional. En lugar de una estructura dramática tradicional con su planteamiento, nudo y desenlace, vemos instantes. Imágenes primordiales, unidades poéticas o acordes que constituyen momentos en el viaje de Ana, en que la rutina convive con lo extraordinario. En lugar de un nexo causal claro en el desarrollo de las secuencias, la película sigue una lógica mágica, encadenando el sensible montaje de Pablo G. del Amo las escenas por razones de ritmo, paralelismo, rimas, sugerencias, contacto... En lugar de una cronología lineal de los eventos, el orden de los pasajes de El doctor Frankenstein que se ven y escuchan no se corresponde con los del filme original, mientras que el montage que acompaña a la voz en off de Fernando repite imágenes antes mostradas, saltando así en el tiempo. En lugar de un espacio realista, este se desdobla, sugiriéndonos el sonido de las pisadas de Fernando que su habitación está encima de la de las niñas, pero viendo luego que están unidas por un largo pasillo. En lugar de un desarrollo de personajes con una psicología evidente, ciertos individuos presentan una paradójica ambivalencia (el padre o la maestra), que se compone con la polisemia sistemática de la cinta a nivel simbólico. En lugar de cine de prosa, es cine de poesía.

 

Frente a El sur, La morte rouge o el guión de La promesa de Shangai, donde la vivencia infantil se encuentra mediada por la explicación verbal de un adulto que recuerda, las citadas características de El espíritu de la colmena abocan al espectador al misterio subyugante, a mantenerse en vilo, generándose una conexión emocional profunda con la protagonista. Y es que la mirada del espectador coincide ahora con la de Ana, representante de una infancia libre de la causalidad, la substanciación y la lógica de los adultos. Identificarnos con esa mirada supone rechazar la sabiduría adulta y abrazar la fantasía. Desde esta premisa de partida, acompañaremos a Ana en su aventura de auto-descubrimiento.


 

En esta película que hoy evoco de nuevo,

no hay nada que no brote de una escena primordial:

el encuentro a orillas de un río de una niña con un monstruo,

contemplado por una mirada que observa el mundo por vez primera

(Víctor Erice, “El latido del tiempo”)

 

El detonante del viaje de iniciación de Ana es su visionado de El doctor Frankenstein de James Whale. En la proyección, como sustituto del No-Do, aparece una advertencia del productor y los realizadores del filme. Lejos de ser una traducción fiel, el doblaje castellano introduce un “yo les aconsejo que no la tomen [la película] muy en serio”, completamente ausente en la versión original. Pero también traduce “to create a man after his own image without reckoning upon God” [crear un hombre a su imagen sin contar con Dios] por “crear un ser vivo sin pensar que eso solo puede hacerlo Dios”, deshumanizando más al monstruo y enfatizando la omnipotencia divina. En cualquier caso, imponiendo un sentido cerrado a la película, acorde a la doctrina del régimen. Se simplifican así los sentidos de un largometraje que ya de por sí era una simplificación de la novela de Mary Shelley.

 

Y entonces, en pantalla, una niña invita al monstruo a jugar con ella. La emocionada y emocionante reacción de sorpresa de Ana ante el encuentro, captada por una tambaleante cámara en mano ajena a la voluntad de estilo predominante, es la auténtica reacción de un personaje y una actriz que descubre la magia del cine por vez primera. Igual que la realidad y la fantasía son indistinguibles para la protagonista, la ficción y el documental se entremezclan en este instante, para Erice, el más esencial que ha rodado nunca. Segundos después, un corte deja la escena suspendida. Y es que la copia estrenada en España se corresponde al montaje para cine aprobado por la Universal, cortando el momento en que el monstruo de Frankenstein tira a la niña al río, imitando lo que hacía con las flores segundos antes, para acto seguido echarse las manos a la cabeza, con arrepentido espanto. El vacío que deja la escena eliminada en el continuo del mostrar, lo inexplicable de la muerte descubierta en la gran pantalla, llena a Ana de desasosiego. Y de preguntas: “¿por qué el monstruo mata a la niña y por qué le matan luego a él?”.



Whale lo tiene claro. El Dr. Waldman le dice a Henry Frankenstein que su criatura es un demonio con un cerebro de un criminal. Dentro de la narración lineal y causal de su película la respuesta es evidente: mata por ser un criminal y se le mata por ser un criminal. Pero la explicación oficial no basta para Ana, quien se toma el cine muy en serio. Y eso que la fascinación por lo desconocido, como dice el Dr. Frankenstein, hace que “le llamen a uno loco”.

 

Fernando escucha desde su balcón esta líneas de diálogo, igual que minutos antes habría mirado con atención el cartel del filme. A su vez, su monstruoso traje de apicultor es lo primero que vemos tras la introducción de El Doctor Frankenstein y su pie aplastando a la seta muchas secuencias más adelante rima con la pisada que Ana encuentra al lado de la casa con el pozo. Se nos sugiere de esta forma una identificación de Fernando con el monstruo de Frankenstein.



Con todo, no queda clara la filiación del personaje con los valores prohibidos durante la dictadura. No sigue los ritmos de la rutina social, comiendo a deshora y durmiendo por el día; o escucha una radio que parece conectarle con un exterior anhelado, ante el que su rostro expresa melancolía. Pero su discurso paterno reproduce el fascismo imperante y, ante su familia, se convierte en el representante de la autoridad. La conocida escena en que enseña a sus hijas a distinguir las setas buenas de las malas es un ejemplo del maniqueísmo que transmite y apoya en la tradición (“hago siempre lo que decía mi abuelo”). Y su descripción del hongo venenoso (“un auténtico demonio”) coincide con la descripción del monstruo que da el Dr Waldman. Un plano detalle da cuenta de la violencia con la que destruye el alimento prohibido, ante la mirada de Ana, entre angustiada y fascinada (“qué bien huele”). Y cuando, en la secuencia siguiente, Fernando se va de su hogar, el despreocupado alboroto de los juegos y travesuras de las niñas es respondido por la criada con un “ya está armada la república”.



Personaje contradictorio, su intelectualidad es la de filósofos como Unamuno y Ortega y Gasset (junto a los cuales aparece en una fotografía del álbum familiar), quienes apoyaron la sublevación franquista en algún momento de sus vidas. Por otro lado, el cuadro de San Jerónimo que preside su estudio, representa, según Rafael Cerrato, la decisión del santo de renunciar al pensamiento especulativo y al conocimiento intelectual, para dedicarse a la contemplación espiritual y a la traducción de la Biblia, sometiéndose, así, a la divinidad, clave en el nacionalcatolicismo. Fernando, en cualquier caso, está estancado. Pasa las noches escribiendo en bucle un pasaje de La vida de las abejas de Maurice Materlinck, libro del que Erice toma el concepto de “el espíritu de la colmena”, ese poder desconocido al que las abejas (“como nosotros”, dice Materlink) se someten. Ese “amo anónimo de la rueda que gira sobre sí misma aplastando las voluntades que la hacen mover”. ¿Una rueda? Sí, “como la rueda principal de un reloj”, cita Fernando, cuyo reloj de bolsillo habríamos visto algunas escenas antes, quedando así vinculada su figura a la del poder, a la del espíritu de la colmena. Porque sí, las vidrieras color miel que se asemejan a celdillas equiparan la colmena a la sociedad franquista o, al menos, al núcleo familiar. Y sí, la represión de vagos y maleantes y los muertos enterrados en cunetas no deja de encajar con aquella afirmación acerca de las abejas que decía “una residencia que no admite enfermos ni tumbas”.



Fernando acaba su monólogo con un “no tardó en apartar la vista en que se leía no sé que triste espanto”. ¿Pero qué hubiera pasado si hubiera continuado? En el mismo parágrafo (Libro Segundo, XXIV), Materlinck sigue: “eso es triste, como todo es triste en la Naturaleza cuando se lo mira de cerca. Sucederá así mientras no sepamos su secreto o si tiene alguno. […] Nuestro deber actual está en averiguar si hay algo detrás de esas tristezas, y para eso no hay que apartar la vista de ellas, sino mirarlas fijamente. […] Antes de juzgar a la Naturaleza, acabemos de interrogarla”. ¿No es este el lugar de la interrogación de Ana ante la triste ausencia que la rodea? ¿Y no es esta indagación opuesta a la resignada complacencia de Fernando con lo dado?

 

En contraposición, Teresa es claramente republicana. Su carta se dirige a la Cruz Roja y los exiliados. Y en su piano desafinado toca el Zorongo Gitano que Federico García Lorca popularizó al grabarla en su Colección de Canciones Populares Antiguas, con la voz de La Argentinita. Tema cuya última estrofa reza: “Esta gitana está loca / loca que la van a atar; / que lo que sueña de noche / quiere que sea verdad”; voluntad que, como veremos, parece adecuarse al destino de Ana, quien, mientras suena la canción, observa las fotografías de sus padres, vehículo de la memoria. La distancia entre Fernando y Teresa se evidencia en el hecho de que no aparezcan juntos en ninguna de estas imágenes. De hecho, el único plano que comparten ambos personajes se corresponde al inicio del viaje de Fernando, e incluso aquí se impide el encuentro, pues están situados a distintas alturas del encuadre.



Fernando y Teresa están separados hasta en el mismo lecho, ya que del primero solo vemos su sombra ciñéndose sobre la segunda, quien se hace la dormida y parece encerrada por los barrotes de su cabecera. Su única salida está en el sonido de un tren, asociado a lo exterior anhelado (en el tren van las cartas de Teresa) y al peligro (Ana lo observa con atención, a pesar del riesgo de ser atropellada), pero también al cine. ¿Cómo no recordar L´arrivée d´un train à La Ciotat de los Lumière (uno de los primeros cortometrajes de la historia del cine) al final del preciso travelling que acompaña a Teresa al andén?



Desde esta perspectiva, la evolución de Ana consistirá en una oposición a la palabra paterna para acercarse a los ideales de su madre. El segundo paso de su viaje será la búsqueda de respuestas en Isabel, quien, al contrario que Ana, no se toma el cine en serio (“en el cine todo es mentira”) y no encaja el impacto de la muerte (“no lo matan y a la niña tampoco”). Isabel le dice a su hermana que es posible invocar al espíritu (cerrando los ojos y diciendo “Soy Ana”) y le muestra la casa abandonada en que vive. Mas la versión instrumental de Luis de Pablo de “Vamos a contar mentiras” pronto nos advierte del engaño. Y es que, lejos de la inocencia y creatividad infantil de su hermana, Isabel sigue otro camino: el de la imitación de su entorno y, por tanto, el del fascismo. Resabida, distraída y sin curiosidad en la escuela, el cine o ante el tren, Isabel asimila las enseñanzas de su padre acerca de las setas (nunca hierra en sus respuestas) y enumera los pasos que Ana ha de seguir para afeitarse como él.



El embuste de Isabel parece, en principio, un modo de salir del paso, a la par que de encandilar y dirigir a Ana, como el ángel cristiano que guía a la niña en el cuadro de su habitación. Pero Ana se lo cree todo hasta el punto de dar cuerpo a la irrealidad. El juego se escapa de las manos de Isabel. Si en un primer momento Ana (y, con ella, a través de planos muy generales, el espectador) era la observadora de los gestos de su hermana alrededor de la casa del pozo, más adelante irá desarrollando en el lugar sus propios rituales, independientes y secretos. Isabel, tras un terrorífico e impactante rito de crecimiento y madurez vinculado a la violencia (el pintarse los labios con su sangre, causada por los arañazos del gato que estaba ahogando), intenta recuperar las riendas.



Desde el estudio de Fernando (en el que escribe sin parar, con aparentemente mayor inspiración que su padre), Ana escucha un golpe y un grito. Corre a su habitación para encontrarse a su hermana en el suelo, sin moverse. Nuestra tensión crece y se equipara a la de Ana gracias a un brillante diseño sonoro de Luis Rodríguez y a unas composiciones que nos sitúan a la baja altura de la protagonista. ¿Es un nuevo engaño o ha muerto? ¿Qué ha pasado? Pronto, un susto y una risa. Era todo una representación por parte de Isabel de una secuencia de El doctor Frankenstein.  Ana mira con odio a su hermana y deja de participar en sus juegos, quedando en el lado de las sombras ante el fuego. Y entonces Isabel salta y su imagen se congela. Ya no hay espacio para Isabel en una poética de la infancia, que ha quedado estancada fuera de la lógica del cine y del movimiento. Isabel está muerta a ojos de Ana.



Desolada, Ana solo responde a Isabel con su silencio, igual que la republicana Teresa no contesta a Fernando. Ana sale a la noche y, enmarcada entre pilares (como si de un encuadre cinematográfico se tratara), bajo la azulada luz lunar que recuerda a la luminosidad del proyector, cierra los ojos para invocar al monstruo. Un fundido encadenado re-enmarca su rostro entre las vías del tren (de nuevo, el cine). Y del tren llega el maquis, fugitivo que identificamos (igual que Ana) con el espíritu, es decir, con lo criminal, lo peligroso, lo demoníaco, lo oculto, lo mortífero, lo incomprendido, lo real prohibido en la palabra paterna franquista. Ese espíritu contra la colmena opuesto al espíritu de la colmena.



En un tierno encuentro con el maquis, mudo como el monstruo, Ana le da una manzana (comparten el Pecado) y, especialmente, la chaqueta de Fernando con su reloj, metáfora del poder paterno, que se transfiere así al espíritu contra la colmena. ¿Y qué hace el fugitivo con el reloj? Un truco de prestidigitación, sustituyendo su función de medición lineal por la lógica mágica que impera a lo largo de todo el metraje.



Pero debemos dar un paso más. Un fundido encadenado conecta a Ana y al maquis durmiendo en la misma posición, identificándolos. Pero si esto es así, Ana deberá identificarse con el monstruo también. Y, de hecho, lo hace. Tras huir de su padre hacia lo desconocido y tocar la criminal seta prohibida, Ana se mira en el río y el rostro reflejado se transforma en el del monstruo. Ella es el nuevo disfraz del espíritu contra la colmena. Y es que la invocación había sido en todo momento una afirmación de la propia identidad (“soy Ana”).




Xa nin rencor nin desprezo,

 Xa nin temor de mudanzas,

 Tan só un-ha sede... un-ha sede

 D´un non sei qué, que me mata.

 Ríos d´a vida, ¿onde estades?

 ¡Aire!, qu´o aire me falta.

 

-¿Qué ves n´ese fondo escuro?

 ¿Qué ves que tembras e calas?

-¡Non vexo! Miro, cal mira

 Un cego a luz do sol crara.

 Eu vou caer alí en donde

 Nunca o que cai se levanta.

 

(Rosalía de Castro, Follas Novas. Vaguedás. Poema XIII)

 

Antes de Isabel, otro personaje había introducido en Ana la idea del espíritu: Doña Lucía (“-Es un espíritu. -¿Cómo el que dice Doña Lucía?”), la profesora de las niñas (lo sabemos porque una de sus alumnas grita su nombre, en lugar de decir “señora maestra”). Y aunque la escuela sea un lugar de adoctrinamiento nacionalcatolicista con la fotografía de Franco, la cruz, la bandera de España o el fin de la canción de sumar (“Ánima bendita, me arrodillo yo”), también sirve al proceso emancipador de Ana. Ella pone los ojos a un cuerpo descompuesto (un “monstruoso” muñeco/maniquí, Don José), para después ver, tras un encadenado, la morada del espíritu. Y recordemos a Maeterlinck, ver era la acción aconsejable, opuesta al apartar la mirada de Fernando.



Dada esta premisa, resulta harto difícil dar una interpretación unívoca y coherente del poema de Rosalía de Castro que lee una de las estudiantes. En un perfecto castellano, claro. El poema podría ser una radiografía de la desolación del franquismo, donde no se ve, la vida se va y los individuos se transforman en melancólicos muertos vivientes. Pero también podría ser un reflejo del viaje de Ana hacia lo prohibido. Ese que culmina en su encuentro con el monstruo al lado de un río, increíble y subyugante remake de la conocida escena de El doctor Frankenstein, rodada en una tenebrosa noche en la que la gama cromática parece haberse convertido en el blanco y negro original, bajo la partitura cada vez menos melódica (lejos están los irreflexivos cánticos al unísono de la escuela o las canciones populares a flauta) y más electrónica y experimental de Luis de Pablo. Es entonces cuando Ana tiembla y calla, tras haber sido guiada por su sed de lo desconocido (“un no sé qué”), lo misterioso, relacionado con la muerte en la ficción. Y cuando se acerca a ese hongo que le han dicho que va a acabar con ella (a llevarla “donde nunca el que cae se levanta”), para mirar, que es más activo que ver, y ser iluminada y cegada por las sombras.



Pero el doctor constata a Teresa: “lo importante es que tu hija vive, que vive” (“It´s alive”, que diría Frankenstein de su criatura). El prohibitivo discurso simbólico paterno no coincide con la propia experiencia de Ana, a quien la seta no mata. Ahora, ha de construir su propia visión del mundo. Y aunque Ana cierre los ojos al final de la cinta, no es para siempre, sino para volver a abrirlos a su nueva realidad invocada, soñada, en la noche, y gracias al cine. Porque sí, de nuevo, suena el tren, bajo la azulada luz del proyector, con Ana doblemente encuadrada, como también lo había sido en su encuentro con el monstruo.

 

Su última invocación implica no firmar el pacto del olvido que el doctor diagnostica que terminará por aceptar. También, tras beber con sed (sí, otra vez la sed), implica abrir las ventanas de la colmena, rompiendo la sombra de una cruz, símbolo del catolicismo, que estas proyectaban. E implica alejarse de un entorno hostil, a través de un desobediente silencio, que la convierte en una loca que ha de ser reprimida (como ya decía el Zorongo gitano). Pero este acto, ¿no supone caer en el dolor del resto de los personajes? ¿En una locura aislante inefectiva?



El espíritu de la colmena no da respuestas definitivas. Pero la filmografía de Erice parece ofrecer una mínima solución. Ana Torrent mira a cámara, rompiendo la cuarta pared, invitando a los espectadores a que la sigan en su empeño rebelde, a que acepten su juego, su verdad, y a que la colmena sea abandonada. ¿Tiene su llamada éxito? Erice no es ingenuo. Refleja los fatales destinos de Agustín (El sur) y del quijotesco capitán Blay (La promesa de Shangai) ante la imposibilidad de, respectivamente, restaurar una relación de misteriosa admiración por parte de su hija Estrella o convencer a sus vecinos, mediante la fuerza de una ilustración, de firmar una denuncia contra una industria contaminante. Pero también crea un feliz desenlace para Ana.

 

50 años después de El espíritu de la colmena, en Cerrar los ojos, Ana Torrent vuelve a pronunciar “Soy Ana”. Lo hace en un sur de ensueño, en un taller que recuerda a la casa del pozo, en mitad de la noche. Su invocación es una llamada a la memoria personal (ligada a una histórica de resistencia y represión), a la identidad y a que un padre salga de su letargo. Y la respuesta llega. Y, de nuevo, gracias al cine. Ante la observación de la muerte en la gran pantalla, el gesto de Ana (cerrar los ojos) recibe un increíble, emocionante y esperanzador acompañamiento.

 

Así, Erice, en su primera obra maestra, demuestra que el cine es algo muy serio. Pues nos permite recuperar la mirada de la infancia. Esa mirada basada en la magia, el juego y la imaginación; que parte de la interrogación, el deseo de saber, para acercarse a lo prohibido, lo peligroso, la emoción o el sueño. Una mirada que, mediante su creativa imaginación, combate el olvido, el fascismo y todos aquellos discursos que nos obligan a matar al monstruo.

 


 
 



Es difícil escoger mis 12 momentos cinéfilos favoritos de entre los más de 200 largometrajes que he visto de este 2024. Pero, de tener que elegir, este itinerario fílmico ha de empezar irremediablemente por la que ha sido, sin duda, mi experiencia cinematográfica del año.


Tras negar a conocidos y familiares que este año iba a asistir a la Semana Internacional de Cine de Valladolid, en un repentino arrebato decidí reservar un hostal para pasar tres noches en el festival. ¿La razón? El anuncio de que proyectaban The brutalist (Brady Corbet), la colosal epopeya norteamericana de 3 horas y media de duración (intermedio incluido), que relata el auge y caída de un arquitecto brutalista judío que, huyendo de la Europa de posguerra, se encuentra con los males del elitista capitalismo voraz en Estados Unidos. Las hiperbólicas alabanzas que recibió en Venecia la cinta, rodada en Vistavision (70mm), me hicieron entrar al pase del ampuloso Teatro Calderón y sentarme en la primera fila de la sala con el nerviosismo de quién sabe que va a ver una de las películas del año. La emoción era acrecentada por las insistencias de los acomodadores en que no se podía sacar el móvil y por descubrir a mi lado a dos oscarófilos a los que sigo y aprecio, que me comentaron que desde Madrid llegaban buses llenos de cinéfilos deseosos de vivir este momento. Y la emoción se convirtió en abrumadora con la primera escena: una obertura marcada por un plano nunca visto de la Estatua de la Libertad invertida. Una exhibicionista secuencia que apuntaba al discurso del filme sobre el falso mito de la libertad (“Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo”, como diría Goethe), en un sistema capitalista que llena de impunidad a los enriquecidos, a pesar del maltrato que ejercen.



Desde la primera fila, me sentí invadido por la expresividad de unas imágenes brutales que se abalanzaban sobre mí y que no podía dejar de mirar con la boca abierta. Imágenes tan enraizadas en el clasicismo como aparentemente experimentales y novedosas. Imágenes cuya fuerza se multiplicaba dada mi posición en la sala (pegado a la gran pantalla), haciendo que los contrapicados proliferaran en demasía y que los personajes se inclinaran hacia mí con una superioridad inapelable. Así se magnificaba ante mis ojos (y oídos) una obra grandiosa en ambiciones y dimensiones, una subyugante y entretenida épica íntima a lo largo de décadas que me impactó especialmente cuando, en su arriesgada e incómoda segunda parte (“El núcleo de la belleza”), el horror y el mal más desazonador y cruel emerge desde las sombras. Un impacto que llegó a sus más altas cotas cuando una persona, (probablemente) impresionada, se desmayó en su butaca y la película tuvo que pausarse para permitirle salir de la sala. El silencio, sepulcral, daba cuenta del respeto, tanto a la situación, como a la obra totémica que estábamos contemplando. 



Protagonizada por un Adrien Brody en estado de gracia y con un monumental diseño de producción que disimula su limitado presupuesto, el largometraje exige ser admirado y adorado. Sin embargo, la distancia moral me fue insalvable, pues Corbet apunta hacia un sionismo, un irresponsable utilitarismo y una cierta misoginia que, hoy, resulta difícil de tragar. Esta fue una de las razones que hizo que The brutalist estuviera lejos de ser mi película favorita de entre las vistas en Valladolid. En su lugar, fue una propuesta mucho más modesta la que robó mi corazón. 



Minutos antes de que Brady Corbet recogiera su galardón a la mejor dirección en la Mostra de Venecia, la coreógrafa y cineasta judía Sarah Friedland agradecía su premio a la mejor ópera prima condenando el genocidio en Gaza y los 76 años de ocupación. La película por la que fue merecedora de tal reconocimiento fue Familiar touch (crítica completa aquí), un detallista coming of old age que, reivindicando la importancia de los cuidados, retrata con luminoso humanismo y tierna naturalidad el proceso de envejecimiento y adaptación a un entorno desconocido, como es una residencia de ancianos. Se nos cuenta la historia de Ruth, una mujer cuyos sentimientos y subjetividad compartimos, a la par que entendemos las disonancias que las personas que la rodean tienen con respecto a su modo de significar su realidad. Encomiable me pareció cómo el filme evita transformarse en un lacrimógeno relato del declive trágico y despersonalizador de la demencia, para tender a mantener intacta la dignidad, arrojo y entereza de un personaje cuya vida no deja de estar plagada de pequeñas alegrías. 



Con pasajes de evocadora sensorialidad y una atención precisa a la gestualidad y expresividad de la cotidianidad, la cinta está cargada de conmovedores gestos cinematográficos que hicieron de Familiar touch la película más bella de cuantas pude ver en Pucela. Allí estuvo Sarah Friedland, quien, en un animado coloquio, desveló los orígenes del filme, así como el laudable proyecto de elaboración de talleres de actuación y cine con ancianos y cuidadores que le permitió entender los ritmos de esta población. Tras la proyección, una compañera del MUSOC y yo nos acercamos ilusionados y emocionados a felicitar a la directora por su trabajo. Me alegra pensar que este primer contacto contribuyó a la facilidad que tuvimos para programar esta irrenunciable película en el certamen asturiano. 



Pero, este año, más allá de la SEMINCI, fue la Zinemaldia el festival en que viví las más memorables experiencias colectivas en una sala de cine. La primera fue la que presencié en la sesión de Anora (Sean Baker, crítica completa aquí) en el Teatro Principal de Donosti, lleno de caras conocidas del cine español. Experimenté allí una sensación de entusiasmo y entrega generalizada similar a la que, un lustro antes y en el mismo festival, había sentido en la proyección de Parásitos. Un filme que acabó llevándose el Oscar a la mejor película tras hacer una carrera relativamente equiparable a la que está siguiendo Anora (desde la Palma de Oro de Cannes y el tercer puesto del premio del público en Toronto, hasta ser la favorita en los premios de la crítica, pasando por que en Estados Unidos la distribuye NEON), lo que me ha dado muchas alegrías, como seguidor acérrimo de la temporada de premios. Deseo con todas mis fuerzas que la última cinta de Baker repita la hazaña de Bong Joon-ho.



Y lo deseo porque Anora es una obra maestra tan luminosa como desoladora, tan ligera como política, tan divertida como profundamente triste. Baker vuelve a dirigir su mirada comprensiva y desestigmatizadora hacia personajes que, desde los márgenes de la sociedad estadounidense, intentan alcanzar un sueño americano que acaba por resultar inalcanzable. Dividiendo la película en tres segmentos, Baker nos permite acompañar muy de cerca a la protagonista en su viaje desde la ilusión inicial, hasta el desencantamiento progresivo, pasando por la desconcertada confrontación. Análogamente, el espectador pasa del videoclipero festín de frivolidad y hedonismo inicial, al doloroso drama discursivo y realista que se va imponiendo paulatinamente, sin olvidar, en el segundo acto, la screwball comedy más hilarante. 



Y es en esta segunda parte cuando el largometraje conquista. Baker entiende el enorme potencial humorístico del barullo, el desacuerdo y el enfrentamiento, y diseña una divertidísima set piece de más de 30 minutos, donde, mediante el slapstick, estridentes diálogos superpuestos y la comedia de situación, cada personaje es reducido a su modo particular de reaccionar ante la persistente y gritona protagonista. Uno se disculpa, el otro la recrimina; uno se muestra desconcertado y lleno de estupefacción, el otro expresa una firme convicción monosílaba; uno tiene parsimonia conciliadora, el otro improvisa celeridad represora. Los choques son tan inevitables como las carcajadas que provocan. Es, sin ninguna duda, mi secuencia cómica favorita del año. 



A San Sebastián llegué cansado tras un viaje nocturno en bus en el que fui capaz de dormir apenas una hora. Sin sitio en el que recostarme, dado que el check in del hostal en que me alojaba era tardío, pasé mi mañana inaugurando el festival en el cine, viendo un par de exposiciones y redactando mis primeras críticas para la cobertura en directo, desde la sala de prensa. Tras comer eché una siesta muy exprés para aguantar las siguientes cuatro sesiones de la tarde. Sin embargo, me cuestionaba si iba a tener la suficiente concentración y claridad mental para soportar la proyección de medianoche que me esperaba en el Teatro Victoria Eugenia (lo que supondría dormir solo 4 horas, esa noche). Preocupado, intenté regalar mi entrada a algunos de los espectadores circundantes, pero mi proposición era recibida con hostilidad. Me decidí a entrar a la sala y a marcharme a mi habitación si el sueño podía conmigo. No pude tomar una mejor decisión. Nunca este año he estado tan despierto como viendo The substance (Coralie Fargeat, crítica completa aquí). 



Y quizás a ello contribuyó un público deseoso de pasárselo bien (“sois mejor que la cafeína”, dijo la presentadora del pase), que vitoreó con fuerza los excesos de este glorioso baño de abyección como crítica feroz y antídoto ante los opresivos y misóginos cánones de belleza normativos. A través de una simple premisa de ciencia ficción (una sustancia que produce una segunda versión más joven, bella y perfecta de quien la consume), la película desarrolla una alegoría de ese patriarcado que excluye, deshecha y convierte en monstruo a cualquier persona que se aleje de un ideal cada vez más inalcanzable. 


Lo que verdaderamente me sacudió de la propuesta fue la audaz, enérgica, visceral e impactante puesta en escena de Fargeat, con un estilo muy marcado. Un dinámico montaje que mantiene un ritmo imparable, un maquillaje memorable que da cuenta de los cambios corpóreos de la protagonista, unas sobresalientes actuaciones que trabajan la expresividad de la impulsividad, una vibrante e inmersiva banda sonora techno, un sonido que amplifica cada mínimo ruido para convertirlo en atronador, un heterogéneo aprovechamiento de un artificioso, impoluto y saturado diseño de producción.



Con un gran uso del plano detalle, la cinta juega con las repeticiones de la rutina para generar un marcado contraste entre el desenvolvimiento en el mundo de la protagonista y de su doble. Y aunque Demi Moore se expone hasta niveles insospechados, es Margaret Qualley, la doppelgänger de la función, la que logra hacer creíble tanto la identificación entre ambos personajes, como sus sucesivos distanciamientos. Hasta el punto en que estos sean irreparables, y a la película solo le quede entregarse a la violencia y acción más gore, festiva y catártica.



Pero la experiencia de La sustancia (cuya aparición en la carrera de premios norteamericana también me ha hecho muy feliz) no terminó con el fin de los títulos de crédito, sino que siguió en múltiples y estimulantes conversaciones y debates con diversos amigos, convirtiéndose en la película sobre la que más he dialogado este año. En una situación similar está Civil war (Alex Garland), de cuyo apasionamiento me hicieron partícipe fotógrafas y lectores de Susan Sontag.



Con una estructura similar a Aniquilación, pero prescindiendo de metáforas, Civil war es una adrenalínica y sugerente road movie que me mantuvo tenso de principio a fin. Con una limpieza de la imagen similar a los anteriores trabajos del director, la cinta imagina un inminente conflicto bélico endógeno en Estados Unidos (con numerosas resonancias a la actualidad, a pesar de lo aparentemente apolítico de la propuesta), para proponer una reflexión sobre la violencia y su representación (fotoperiodística). Los creíbles personajes protagonistas, un grupo de periodistas de guerra de camino a Washington para hacer al conflictivo presidente la que probablemente sea su última entrevista, representan dos caras de su profesión: la adrenalina autodestructiva y la apática insensibilización ante la saturación de imágenes de la crueldad, el sufrimiento y el duelo.



Dado el interés del largometraje en estas cuestiones, me fue fácil poner la lupa sobre cómo representa Garland la violencia, y darme cuenta de que la crítica antibelicista del realizador se articula a través de trepidantes escenas de acción con un trabajo inusual con el sonido y la música que, al más puro estilo de La chaqueta metálica o Apocalypse now, convierten en grotescas las muestras de heroicidad. Set pieces musicales interrumpidas, haciéndose el silencio, por la crudeza de las fotografías en blanco que saca la protagonista, y que dan cuenta de la crudeza y el sinsentido de la guerra. Especialmente sobrecogedor me resultó el cameo de Jesse Plemons en la secuencia más angustiosa del filme. 



Civil war podría hacer una perfecta doble sesión con Los malditos (Roberto Minervini), una realista reconstrucción de un capítulo la Guerra Civil norteamericana que se distancia de cualquier espectacularización, pero sobre todo con la chilena Los colonos (Felipe Gálvez), dada su interesante y diversa presentación de la violencia (por un lado, la explicitud más desagradable, por el otro, el testimonio verbal más traumático y sugerente) y sus semejanzas con Apocalypse now en tanto viaje hacia el abismo y el horror. Pero la cinta de Gálvez se puede poner también en diálogo con otros trabajos recientes, como Blanco en blanco (Théo Court) o Bacurau (Kleber Mendonça Filho, Juliano Dornelles), en su utilización poscolonial y subversiva de la iconografía del western para denunciar y desmontar la mitificación del genocidio a la población indígena. 



Un ejercicio revisionista que se acaba por concretar, en la última parte de este largometraje capitular, en crítica rotunda al enraizamiento de la construcción del estado y la nación chilena en un feroz exterminio. Crítica que se hizo especialmente pertinente en un momento en que se discutía la constitución de Chile. Con una estructura fascinante, la película deja para el final su imagen más memorable y políticamente combativa: el primer plano del rostro de una mujer, de mirada desafiante, que se niega a integrarse y complacer a quienes la han oprimido hasta el momento. 



Frente a Civil war, no en todos los debates con amigos sobre el cine de 2024 se dio una plena sintonía. Igual que con The substance me replanteé lo contraproducente de reproducir la hipersexualización que se crítica o la pluralidad de reacciones posibles al desmesurado desenlace, con Eight postcards from Utopia (Radu Jude, crítica completa aquí) entendí que no todos somos capaces de aguantar sin extenuarnos el ritmo imparable con que se suceden los numerosos anuncios que conforman el filme. La más hilarante obra del siempre interesante Radu Jude, codirigida con el filósofo Christian Ferencz-Flatz, es un vertiginoso collage de la publicidad que apareció en las televisiones rumanas desde la revolución de 1989 que dio fin al gobierno de Nicolae Ceausescu, hasta la crisis de 2008. El largometraje está dividido en 8 fragmentos con descriptivos títulos (“El dinero habla”, “La revolución tecnológica”, “Espejismos mágicos”, etc.), en los que, a través del audaz, irónico y mordaz montaje de Catalin Cristutiu, se reflexiona sobre cuestiones como la hiperbólica, irreal y exaltada representación de los cuerpos y las sensaciones en la publicidad. O sobre la incentivación comercial de relatos de normatividad, de determinados patrones conductuales según el género y la edad. O, muy especialmente, sobre la historia de Rumanía.



“No me gustó nada la de los anuncios”, me increpó un conocido, en una cola del Festival Internacional de Cine de Xixón. Comentario que despertó la reacción de incredulidad de una señora que preguntó indignada: “¿te la recomendó él?”, mientras varias personas negaban con la cabeza, decepcionadas. Fue curiosa la distancia entre el matinal pase de prensa y acreditados, donde las carcajadas no cesaban, y las sesiones de la tarde, en que hubo estampidas de gente saliendo de las salas y viscerales rechazos por parte de numerosos colegas. ¡Vivan todas esas conversaciones que me hicieron dudar acerca de mi perspectiva!



Conversaciones que fueron comunes en el FICX, el certamen en que me sentí más y mejor acompañado de todos a los que pude asistir. Allí vi por segunda vez la sobresaliente Harvest (Athina Rachel Tsangari, crítica completa aquí), brillante adaptación de la novela homónima de Jim Grace que cuenta la historia de una comunidad agrícola que se verá trastocada por la llegada de un cartógrafo y de un grupo de extranjeros, a quienes se acusa infundadamente de un incendio que ha tenido lugar en el establo del pueblo. Situándose entre el relato coral del fin de una comunidad y el arco individual del antiheroico y ambiguo personaje de Walter (Caleb Landry Jones), la película disecciona con precisión un proceso de aculturación y expropiación moderna del mundo rural, vinculándolo a la aparición del capitalismo, a la xenofobia y al patriarcado. Y, a pesar de que, por momentos, dado el detallismo del diseño de vestuario y de producción, parezca que estamos ante un retrato etnográfico de los ritos, costumbres y trabajos de un pueblo real, la atemporalidad del relato (enfatizada por los contrastes lingüísticos) se impone, y apunta a la vigencia del discurso en la actualidad. 



De Harvest me deslumbró la dirección de fotografía de Sean Prince Williams (realizador de The sweet east), en celuloide y con luz natural, nos envuelve en una atmósfera extraña, inquietante y evocadora, entre el sueño y la pura fisicidad, sensorialidad y tactilidad, en que tan bellos son los tableaux vivants de la naturaleza, como los primeros planos de los rostros de los protagonistas (con apasionantes juegos de miradas) y los simbólicos planos detalles de insectos. También me apasionó como la directora logra presentar una voz altamente personal a la par que su obra es tan fiel a la novela original de Grace (incluyendo citas textuales a través de la voz en off), como -en su análisis punzante, determinista y pesimista de las relaciones de poder- a la nueva ola de cine griego que la propia Tsangari impulsó produciendo los primeros largometrajes de Lanthimos. Y, por último, me hizo ilusión descubrir que mi entusiasmo era compartido por las amigas con quien vi la cinta.



También salí(mos) encantado(s) de la proyección matinal del drama islandés When the light breaks (Rúnar Rúnarsson), una desoladora estampa del duelo y el dolor de una mujer incapaz de expresarlo, perfecta en su estructura y ejecución. La premisa ya estremece: Diddi promete a Una, su amante secreta, cortar con su novia Klara para poder hacer pública su relación. Mas su muerte en un accidente de tráfico interrumpe sus planes y obliga a Una a silenciar su angustia y rencor ante la presencia de Klara, merecedora de todas las condolencias. 



La sinopsis, con todo, se queda corta para expresar la conmoción extrema que sentí viendo el filme, gracias a una milimétricamente planificada (a la par que contenida) puesta en escena que exterioriza con solvencia las dimensiones de esa herida que Una no puede dejar de ocultar y disimular. Obligada a consolar sin poder ser consolada, Una queda incomprendida y aislada en evocadores planos generales, que se contraponen a los invasivos primeros planos del rostro desgarrado y lleno de matices de una excelente Elín Hall. Difícil fue no derrumbarme cuando, entre tanta desgracia y represión, la luz empieza a irrumpir.



Cómo olvidar ese emocionante y catártico baile, cercano al abrazo en la playa de la Roma de Cuarón, en que Una empieza a desvelar sus cartas. O ese momento en que, a través de un efecto óptico, Rúnarsson logra hacernos volar desde la sala de cine. O ese impresionante, abstracto, circular y trascendente final abierto que, con la etérea partitura del “Odi et Amo” de Jóhann Jóhannsson, me dejó temblando durante parte de los títulos de crédito. 



Sin embargo, no fue este mi final favorito en una película de 2025, sino que tal honor ha de recaer en otro largometraje que cuenta con un trío protagonista y la represión como tema central: Challengers (Luca Guadagnino). El espectacular partido de tenis con el que se cierra la calculadísima cinta del director italiano crea una tensión casi insostenible, propone una coherente conclusión al arco de los personajes altamente satisfactoria y exhibe un admirable virtuosismo formal, con planos inauditos (un plano subjetivo desde la perspectiva de la pelota que se transforma en cenital, estetas cámaras lentas de planos detalles del cuerpo de los competidores, imágenes desde debajo del suelo de la cancha, etc.). 



La disfrutona dirección de Guadagnino vuelve a brillar a la hora de transmitir con asombrosa claridad visual las dinámicas y psicologías de sus imperfectos personajes, de los que nos encariñamos alternativamente en un enganchante peloteo empático, al que contribuyen las estelares interpretaciones de Zendaya, Mike Faist y, especialmente, Josh O´Connor (en un papel antagónico a la melancólica introspección de la lírica y cálida La quimera, de Alice Rohrwacher). El guión de Justin Kuritzkes y el montaje de Marco Costa saltan con habilidad de una temporalidad a otra para dosificar la información y contextualizar lo que se juega en un partido en que cada gesto está cargado de significado. La enérgica e icónica banda sonora techno de Trent Reznor y Atticus Ross aparece inesperadamente, en varios momentos, para equiparar las dinámicas relacionales con las competiciones deportivas. Todo en Challengers funciona como un reloj para crear un filme que, rezumando sensorialidad, confirma que la fuerza obsesiva del deseo es uno de los intereses fetiches en el cine de Guadagnino. Ardo en deseos de ver Queer



No todo el cine que me encandiló este 2024 lo vi acompañado. De hecho, una de las obras que más me estimuló y sobre la que más reflexioné (para redactar, con vértigo y mucha atención, uno de mis primeros textos para pezlinterna) la vi en la televisión de mi casa, gracias al Atlántida Film Fest de FILMIN. Se trata del fascinante díptico portugués formado por Mal vivir y Vivir mal (João Canijo, crítica completa aquí). Si Mal vivir retrata tres jornadas en la vida de las cinco mujeres que dirigen y trabajan en un decadente hotel, Vivir mal relata episódicamente los sucesos que, en ese mismo periodo de tiempo, protagonizan los huéspedes, personajes secundarios del primer largometraje. El estimulante experimento funciona gracias a un preciso guión, unas calculadas interpretaciones, una milimétrica localización de los objetos y actores en el espacio y un impresionante diseño sonoro que permiten identificar al espectador qué acciones están sucediendo simultáneamente en todo momento. 



Mal vivir me impactó y dolió en la rigurosidad con la que transforma la disfuncionalidad (y su derivada incomunicación, infelicidad y soledad) en forma cinematográfica, recordándome por momentos al cine de Lanthimos, Aftersun (Charlote Wells), Safe place (Juraj Lerotic) o Monica (Andrea Pallaoro). Vivir mal, adaptación libre de tres piezas teatrales de August Strindberg, me entretuvo en su tono melodramático más exagerado, liviano, anecdótico y caricaturesco que Mal vivir, emocionándome especialmente el último episodio de la antología. Pero lo verdaderamente interesante de la propuesta de Cãnijo es el diálogo entre ambos filmes, sus rimas y contraste. Nexos y desencuentros que me posibilitaron interpretar el díptico como una reflexión sobre la desigual situación entre los trabajadores del sector turístico y los pasajeros visitantes, a la hora de lidiar con sus respectivos dramas existenciales. 



Y llego al final de este lista con una obra maestra que vi en la Tabakalera de Donosti, en una de las sesiones menos abarrotadas de todo el festival. Mis expectativas eran altas, a raíz de la recomendación entusiasta de un amigo, pero nada me podía hacer esperar el arrebatamiento que sentí al ver la alucinante Pepe (Nelson Carlo de los Santos Arias, crítica completa aquí), una barroca, rizomática, original y bastarda muestra de cine decolonial que creció en mi interior con el paso de cada semana. Un hipnótico y muy divertido ensayo experimental basado en la historia de Pepe, hipopótamo que escapó de la Hacienda Nápoles (Antioquía, Colombia) de Pablo Escobar y fue asesinado en polémicas circunstancias. 



La profunda, cacofónica, sabia y poética voz de Pepe, entre la onomatopeya y los idiomas mbukushu, español y afrikáans, nos guía a lo largo de la historia de su vida en busca de una respuesta a la pregunta de por qué está muerto. La respuesta que ofrece el largometraje tiene que ver con esa condición de Otro radical y anormal que le une, en tanto oprimido y marginado, a los esclavos transportados desde África hacia el Nuevo Mundo, a las víctimas de genocidios coloniales, a los obreros bajo las órdenes de Pablo Escobar, a la población pobre de Estación Cocorná. Pero que también le separa, en un sistema en que, frustrados, los más desamparados parecen condenados a desarrollar un discurso inteligible y respetado solo cuando se oponen violentamente a una alteridad más recóndita y monstruosa.



Evitando caer en este mismo problema, Nelson Carlo de los Santos Arias, realizador, productor, guionista, montador, director de fotografía, compositor y diseñador del sonido de la cinta, rompe con la centralidad de la alteridad en la articulación de la narración. Para ello, se sitúa siempre en el límite. Entre la verdad del caso real en que se inspira y el ejercicio de la imaginación más desbordante. Entre el documental y el sueño; la palabra y el ruido ininteligible; la oralidad y la transmisión no verbal. Entre el retrato de la comunidad de Pepe y el del tejido social que hizo posible la desgracia (de transportistas a pescadores y cazadores). Entre lo cotidiano y lo insólito; la seriedad y lo juguetón; la concentración conceptual y la relajación narrativa. Entre un género cinematográfico y el otro. Porque Pepe fluye, con sorprendente desparpajo, del idílico y preciosista documental de animales, al natural horror; de la denuncia social más inesperada, al cine de acción más vibrante; del drama costumbrista, a la hilarante comedia negra; de la lúdica e impulsiva experimentación audiovisual (con cambios de formato, color, etc.), al meditado y reflexivo soliloquio filosófico (antropológico, sociológico, histórico, lingüístico y biológico). Todo desde la heterodoxia y la impureza fílmica más subyugante. 



Empezamos con The brutalist y acabamos con Pepe. Si The brutalist me despertaba admiración distanciada y me paralizaba y apabullaba en su abrumadora magnificencia, Pepe me provoca alegre apasionamiento e incentiva mi reflexión, más allá de la pasiva contemplación. Si, con su superioridad inapelable, The brutalist me demandaba adoración asimétrica, Pepe, en su espíritu lúdico, permite ser abordada desde el juego. Si The brutalist era una epopeya más grande que la vida misma, Pepe es una obra habitable, en la que y con la que perderse. Si The brutalist reivindica un clasicismo pretérito, Pepe, impura y heterodoxa, resiste ante los modos convencionales de narración. Si The brutalist es cine “del que ya no se hace”, Pepe es una obra plenamente original que solo se podría dirigir ahora. De tener que elegir, me quedo con Pepe


Y hablando de elegir, termino este artículo compartiendo un top con mis 25 películas favoritas del año, en formato vídeo. El orden podría ser este u otros muchos. Siempre es tan difícil escoger…



Menciones especiales


2024 ha sido un año cinéfilo repleto de alegrías. No puedo dejar de nombrarlas en forma de unas cuantas menciones especiales. Desde el extraordinario collage-autorretrato de Leos Carax en el mediometraje C'est pas moi, hasta el gozoso y subyugante festín de hallazgos audiovisuales de El jockey (Luis Ortega). Desde la intimidad testimonial del documental estonio Smoke sauna sisterhood (Anna Hints), hasta la expresiva inventiva y la creativa deformación del mundo de Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos). Desde las significativas escenas de sexo de Tesis sobre una domesticación (Javier Van De Couter), hasta la ligereza profunda de las variaciones sobre el amor de Tres amigas (Emmanuel Mouret). Desde la artificiosidad sincera como camino para la genuina conexión en Sobre todo de noche (Victor Iriarte), hasta las sentidas coreografías de Slow (Marija Kavtaradze), la Laurence anyways de la asexualidad. Desde el bucolismo anti-trabajo de la mutante Los delincuentes (Rodrigo Moreno), hasta la desarmante ternura que aparece en un apático entorno en la muy moderna La imagen permanente (Laura Ferrés). Desde la calidez de The holdovers (Alexander Payne), hasta el rotundo ejercicio político de identificación secundaria de la dura To a land unknown (Mahdi Fleifel). Desde los cameos de los investigadores de El pequeño Quinquin en la paródica L´empire (Bruno Dumont), hasta la loca y semi-animada reinvención del cartoon en Hundreds of beevers (Micke Checklist). 



Desde la (muy completa) exploración del original concepto de la cómica sátira Dream scenario (Kristoffer Borgli), hasta la repentina aparición de Adam Pearson en la divertida A different man (Aaron Schimberg), punzante indagación sobre la identidad, la belleza, la normalidad o la creación artística. Desde las reflexiones sobre la representación de Las cuatro hijas (Kaouther Ben Hania), hasta el (probablemente) inintencionado cuestionamiento de las convenciones familiares heteronormativas gracias al atractivo experimento formal de Here (Robert Zemeckis). Desde el diálogo con la filosofía de Stanley Cavell y Kierkegaard de la irresistible Volveréis (Jonás Trueba), hasta la decisión de presentar un argumento epistemológico a través de un esquemático relato del apasionado primer amor en What Mary didn't know (Konstantina Kotzamani). Desde la transparente y amable meditación sobre la muerte de Super happy forever (Kohei Igarashi), hasta la naturalista e inteligente crítica a la rutinaria precariedad laboral de On falling (Laura Carreira). Desde las fugas poéticas y el debate postcolonial en el metódico documental Dahomey (Mati Diop), hasta la profunda libertad de la road movie On the go (Maria Gisele Royo, Julia de Castro). Desde la paradójica y desafiante revisión de “Edipo rey” en Música (Angela Schanelec), hasta el puro y desacomplejado entretenimiento de la hitchcockiana Trap (M. Night Shyamalan).



Desde las diversas y divertidas performatividades de Glen Powell en Hit Man (Richard Linklater), hasta las huracanadas interpretaciones de Marianne Jean-Baptiste en la tridimensional Hard truths (Mike Leigh) y de Renate Reinsve en la intrigante e impactante Armand (Halfdan Ullmann Tøndel). Desde la dirección de fotografía del cuento ecologista Salvajes (Claude Barras), hasta el brillante montaje de esa inventiva mezcla de política y jazz llamada Soundtrack to a coup d 'Etat (Johan Grimonprez). Desde el uso del efecto Rashomon en Monster (Hirokazu Kore-eda), hasta los montages del paso del tiempo en la epatante Godland (Hylnur Palmason). Desde la consolidación del sugerente lenguaje cinematográfico propio de Dea Kulumbegashvili en April, hasta la maestra dirección de Berger en el thriller Cónclave (Edward Berger). Desde los 21 coreografiados e impresionantes planos secuencia y el diseño de producción de A batalha da Rua Maria Antônia (Vera Egito), hasta los excesivos efectos visuales y la importancia del relato en Furiosa (George Miller). Desde el rico contexto histórico en que se enmarca la historia de la ambiciosa Woman of… (Malgorzata Szumowska, Michal Englert), hasta la barroca y heterogénea puesta en escena de la febril La cocina (Alfonso Ruizpalacios). 



Desde la tensa espectacularidad y sensorial concisión de Dune 2 (Denis Villeneuve), hasta el efectivo y envolvente pulso narrativo de El rapto (Marco Bellochio). Desde la inteligente idea de la estupenda Last night with the devil (Cameron Cairnes, Colin Cairnes), hasta la deliciosa y juguetona historia de amor de Góndola (Veit Helmer). Desde la estampa de la necesidad de pertenencia en los personajes de la scorsesiana The bikeriders (Jeff Nichols), hasta la presentación del conflicto familiar como parábola de la paranoica y patriarcal represión política en la valiente La semilla de la higuera sagrada (Mohammad Rasoulof). Desde el juego con las home movies de Algo viejo, algo nuevo, algo prestado (Hernán Rosselli), a la multifacética radiografía de la fascinante figura de Peaches en Peaches goes bananas (Marie Losier). 



Desde la calmada polifonía de pictóricos fotogramas, aforísticas confesiones y gestos esenciales de la atmosférica Fogo do vento (Marta Mateus), a la urgencia fotoperiodística de No other land (Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham, Rachel Szor). Desde la curiosa estructura dramática de la muy simpática Necesidades de una viajera (Hong Sang-soo), hasta el giro que convierte el minimalista y afectuoso retrato de una comunidad migrante de Blue sun palace (Constance Tsang) en un intimista, triste y silencioso duelo. Desde la desbordante energía de la almodovariana Las chicas del balcón, a la sobriedad de la muy correcta Tres kilómetros al fin del mundo (Emanuel Pârvu). Desde la adaptación magistral de “Cuál es tu tormento” que es la contenida y delicada La habitación de al lado (Pedro Almodóvar), hasta la conmovedora narración plagada de macabro humor negro de Memoir of a snail (Adam Elliot). Desde el meta-comentario autocrítico del audaz musical Joker: Folie à Deux (Todd Philips), hasta la estilística renovación intertextual del expresionismo alemán de la impecable Nosferatu (Robert Eggers).



Desde la contundencia feminista de la sutil y contenida Vermiglio (Maura Delpero), la contemplativa y precisa Good one (India Donaldson) y la sensible y cotidiana January 2 (Zsófia Szilágyi), hasta el análisis empático del ritual estadounidense en la melancólica Eephus (Carson Lund) y la anecdótica y nostálgica Christmas Eve in Miller´s Point (Tyler Taormina). Desde la solvente dinámica entre los personajes protagonistas de Crossing (Levan Akin) y Wicked (Jon M. Chu), hasta las variaciones en torno al coming-of-age de la impresionista y deconstructiva L´île (Damien Manivel), del hipnótico, plástico, lynchiano, desolador y sincero retrato de la disforia I saw the Tv glow (Jane Schoenbrun), de la muestra de realismo social y mágico Bird (Andrea Arnold), de la apasionante, turbia y ambigua Simón de la montaña (Federico Luis), de la austera no ficción Ce n´est qu´un au revoir (Guillaume Brac), de la redonda Falcon lake (Charlotte Le Bon) o de la llamativa formalmente y potente ópera prima Toxic (Saulè Bliuvaitè). 



2024 ha sido un año donde me han deslumbrado secuencias como la sorprendente presentación del loable dispositivo narrativo de Every you, every me (Michael Fetter Nathansky), la imitación en el espejo en la camp May december (Todd Haynes), el homenaje cómico y surreal a Kiarostami en la estilosa Universal language (Matthew Rankin), los inquietantes pasajes en la actualidad en la romántica y estimulante La bestia (Bertrand Bonello), el corto Soft Skin (Khamis Masharawi) de la compilación palestina From ground zero, la bella escena del baile paterno-filial en la excelente Los destellos (Pilar Palomero), las (aparentes) citas al cine de Víctor Erice en la preciosista Los restos del pasar (Luis (Soto) Muñoz, Alfredo Picazo), la perturbadora e incómoda segunda historia de la irregular Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos), el zoom out con drón de la cárcel de Reas (Lola Arias), el ambiguo final de Tótem (Lila Avilés), el idílico y luminoso último fotograma de All we imagine as light (Payal Kapadia) o las escenas de karaoke en el retrato de la alienación Animal (Sofia Exarchou) y en el vibrante melodrama telenovelesco y musical operístico Emilia Pérez (Jacques Audiard), con una derrumbada Dimitra Vlagapoulou y una intensa Selena Gómez cantando, respectivamente, “Yes, sir I can boogie” y “Mi camino”. 



Y también ha sido un año donde he tenido la oportunidad de disfrutar de una ilustrativa masterclass con Carla Simón, de un honesto conversatorio con Jane Schoenbrun, de la estimulante rueda de prensa de Joshua Oppenheimer por su interesante musical distópico The end, del extraordinario y revelador encuentro con Roberto Minervini por Los malditos o de una entrevista con el jurado joven del FICX. 


Definitivamente, hay muchos motivos para recordar 2024 como un gran año cinéfilo. Cruzo los dedos porque al final de 2025 pueda decir lo mismo. 

 
 

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