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Manuel, 18 de junio - ¿Alternativas a la crueldad?



Hola, Xabi. Hola, Iker. De nuevo agradeceros vuestra participación en esta correspondencia, he disfrutado y he reflexionado mucho con vuestras cartas, que me ayudaron a ampliar mi foco analítico o a confirmar mis interpretaciones iniciales. Intentaré ser breve (a quién quiero engañar…) 


Xabi, comenzabas tu mensaje mencionando el carácter irreductible de la experiencia cinematográfica al momento de ver la película en la sala de cine, dados los muchos momentos en que se prolonga (las expectativas, la trayectoria vital, las reflexiones posteriores, etc.) y que se permean o mezclan entre sí, de modo que resulta imposible distinguirlos con exactitud. Aún reconociendo mi incapacidad fáctica (ya solo por el efecto constructivo de la memoria) de retornar sin modificación a las impresiones originales que me despierta un filme (o de solo modificarlas sustrayendo mis preconcepciones, una quimera absoluta), sí que suelo intentar profundizar en los caracteres de mi reacción primordial durante el visionado a la hora de entender cómo ha operado el encuentro película-espectador y cómo pudo haber operado de haber tenido como espectador otras preconcepciones alternativas. Pero aceptando que esto se trata solo de una idealización consciente, de un “como si hubiera sucedido así”, aunque no haya ocurrido realmente de esta forma. La investigación sobre las referencias intertextuales que abre una obra, en ese sentido, sería una indagación en la hipótesis de lo que pude haber experimentado como primera impresión de haber tenido conocimiento sobre lo que cita una determinada película. Pero esta investigación se convierte también en parte de la experiencia cinematográfica, volviendo a dificultar la separación entre impresión original e impresiones posteriores. 


Porque sí, desde luego, la experiencia cinematográfica se prolonga. En mi caso, estos días he estado leyendo el brillante, estimulante y fértil ensayo de la filósofa estadounidense Susan Sontag Ante el dolor de los demás. Y hay un pasaje que, aunque desconocía cuando vi Sirât, ahora me es difícil de desvincular con mi experiencia de la cinta de Laxe, sobre todo si acepto que esta me remitió en su momento a la noción de lo sublime de Burke. Se trata de aquel capítulo en el que la autora comenta el tratamiento filosófico que, a lo largo de la historia del pensamiento occidental, se ha dado a la fascinación que despierta lo repulsivo. Comienza con La república de Platón, donde el filósofo asume que se da la apetencia por la degradación, el dolor y la mutilación como parte del alma concupiscible o apetitiva (la peor, propia de la clase productora-trabajadora de la ciudad o polis. Curioso contraste con el artículo de El País que citaba Xabi, para el que la incomodidad espanta al espectador medio, inculto), en pugna con los impulsos de la racional (la de los gobernantes). Sigue Sontag hablando del tropismo innato hacia lo espeluznante en la modernidad, situando a Burke como un defensor del deleite que nos despierta el sufrimiento ajeno, del amor humano a la crueldad. Este deleite es el explotado en lo sublime, claro (que, además, contaba con un componente orientalista y racista que, atenuado, podríamos interpretar que comparte Sirât desde la perspectiva de la reseña de Caldera a la que enlazas. Caldera caraterizaba Sirât como una forma de fantasía colonial al convertir un lugar no europeo en paraíso infernal. Con los términos de Burke, en espacio de lo sublime por autonomasia. Y Burke, de manera más directa, afirmaba que los cuerpos negros indunden “horror y severidad por su naturaleza primitiva”. No es lo mismo, pero, ¿consideráis atinada la vinculación?). Por último, y perdón por tantos paréntesis, Sontag llegaba al pensamiento del antropólogo francés Georges Bataille, para quien las imágenes de lo atroz son más que sufrimiento, son “una suerte de transfiguración”. Responderían a satisfacer necesidades adaptativas como el fortalecimiento contra las flaquezas, la insensibilización o el reconocimiento de lo irremediable. 



Prisionero sometido a la muerte de los mil cortes.    Dead troops talk (A Vision After an Ambush of a Red Army Patrol Near

 La imagen que transfiguró a Georges Bataille.             Moqor, Afghanistan, Winter 1986) de Jeff Wall, citada por Sontag


Y esto es lo que creo que, como defendí en mi carta inicial, pretende Sirât: transformar al espectador para que, acompañando a Luis emocionalmente en su viaje de negación, shock, huida, confrontación dolorosa y aceptación de la pérdida, logre también resignarse espiritualmente ante la muerte, reconociéndola como irremediable. Para ello, como dices, Iker, Laxe nos sumerge en el dolor del padre, liberándose personaje y espectador cuando aceptamos lo infructífero e incluso fatal de la huida (al contrario que Xabi, creo por tanto que el sufrimiento puede disfrutar de escapatoria, al aceptarse), que, como señalas, rima con la huida de los raveros (y al hacerlo hace más comprensible esta segunda huida antisistema). Algo (sumergirnos en el dolor del padre, que no en su perspectiva durante toda la cinta, como Iker afirma, pues muchas secuencias enfocan a los raveros sin la presencia del personaje de Sergi López) que, como intenté argumentar en mi primera carta, Laxe logra con las resonancias sublimes que yo enumeraba, resonancias más emocionales y estéticas -desde la fuerza de las imágenes- que reflexivas, explotando el carácter esencialmente irracional, onírico y pregramatical del cine del que hablaba Pasolini. A ese respecto, como dice Xabi, el principal interés de Sirâ es estético o conceptual (desde la emoción, añado) antes que argumental, un endeble andamio conflictivo por su crueldad que “consigue llegar a difuminarse cuando la experiencia sensorial y dramática se abre a múltiples lecturas y consigue conquistar su propia organicidad”, como enuncia Carlos F. Heredero en su crítica para Caimán. En genérico, no creo que toda película requiera de tal cuidado argumental (reconozco en este punto sus debilidades, por ejemplo, en los diálogos, poco más que, en muchos momentos, constataciones superficiales de lo que les está ocurriendo, como mantiene Xabi, aunque hay excepciones), creo que puede focalizarse en otras virtudes y opino que en Sirât sus puntos fuertes opacan esta desatención. Pedirle que se centrara en lo argumental sería juzgar a Sirât por lo que no es, no por lo que es. Otra cosa, es que el macguffin, la trama vacía, suponga “engañar” y despreciar al espectador, de ello hablaré más adelante. 

 

En cualquier caso, como también reconoce Xabi, lo que quiero decir con el párrafo precedente es que desde mi primera carta yo asumía que la crueldad en Sirât estaba justificada narrativamente, y argumentaba cómo. De hecho, y esto es profundamente problemático, asumía que, dada la exigencia de coherencia contextual que implicaba las premisas hermenéuticas de las que partía (la búsqueda de una interpretación según la intención de la obra, en términos de Umberto Eco), la crueldad no sería gratuita en ninguna película o su gratuidad respondería a una intención ulterior, por ejemplo, de reflexión sobre la gratuidad de la violencia (y por ende, en el fondo, no sería gratuita). Con Iker he hablado mucho de su relación paradójica o aparentemente incomprensible con la crueldad en el cine. Hay ciertas crueldades que le causan enorme rechazo y otras que no suponen obstáculo para su disfrute o alabanza de los filmes en que aparecen. ¿Es para ti, Iker, la percepción de gratuidad o de justificación de la crueldad la piedra de toque para diferenciar tu reacción a las diferentes clases de crueldad en el cine? Asumir que que la crueldad esté justificada narrativamente es suficiente para pasarla por alto es una forma de utilitarismo, el fin justifica los medios. 


A riesgo de ser redundante, explicito y sintetizo que el fin que yo interpretaba en Sirât era transfigurar la mirada del espectador sobre la pérdida hacia la resignación, haciendo que acompañara a Luis, de cerca, en su dolor, amplificándolo en el trabajo estético de lo sublime. Esto supone, como concluye Xabi, obligar al espectador “a adoptar una mirada concreta para poder lidiar con la tragedia” presentada. La mirada resignada que Laxe parece creer que es la buena para enfrentarse a la muerte. Es decir, si Laxe ejerce la crueldad hacia los espectadores es “por su bien”, para mejorarles, como Fargeat, en su gloriosa La sustancia, hacía uso del body horror más gráfico e impactante para insensibilizarnos, tras generarnos profundos desagrados, y finalmente permitirnos disfrutar del catártico y festivo baño de abyección final, superando, junto a la protagonista, los canones de belleza tradicionales que convierten en monstruo a cualquier persona que se aleje de un ideal cada vez más inalcanzable. O como Alejandro Jodorowsky (no en vano muy influenciado por el teatro de la crueldad de Artaud en sus efímeros pánicos) en La montaña sagrada, su obra maestra, proponía un viaje alquímico hacia una liberadora y amorosa autenticidad a través del engaño cruel y la manipulación totalitaria, violenta y patriarcal de sus personajes (y a través del uso sin remordimientos de animales no humanos durante la realización del filme, como el matar a 100 ovejas para conseguir una imagen de impacto). Situando a Sirât en esta estela y bajo esta interpretación queda claro que, como mínimo, el largometraje hace gala de un escandaloso paternalismo. Ya si queremos ser más contundentes podríamos hablar de despotismo ilustrado: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo". 


La sustancia                                                    La montaña sagrada


Y el “sin el pueblo” es a lo que creo que hace mención Xabi cuando critica el desprecio del espectador, esa infravaloración del público que obliga a Laxe a manipularle ofreciéndole una premisa que no cumple en favor del giro argumental. Si ya queremos situarnos en la perspectiva de lo que Laxe quiso decir (en la intención del autor, no de la obra), es bastante representativa a este respecto sus declaraciones en la entrevista del programa Otra ronda de Sensacine (minuto 25:20): “Los cineastas tenemos que bajarnos de nuestro puto caballo y tener la generosidad de ayudar al espectador a subir a nuestro caballo. Puede sonar un poco paternalista, pero no lo es. [...] Luego, sí, ahí [desde el caballo] ya lo llevo a los horizontes donde yo quiero”. O en otro momento (minuto 13:00): “Es como si los cineastas tuviéramos al espectador atado con un anzuelo y hay un momento en que se corta el sedal, en esa mitad de la peli en que el espectador está obligado a abandonarse y entrar en una corriente como de un río que te precipita”. Es decir, Laxe agarra al espectador y no lo suelta, engañándole, hasta que llega a sentir algo parecido a lo que él siente (esa experiencia trascendental vinculada a lo sublime y la muerte). Xabi, ¿he entendido bien a qué te referías con eso de despreciar al espectador? Ya que hablaba antes de La sustancia, ¿tiene que ver tu perspectiva con algunos de los esbozos críticos sobre la cinta de Fargeat que hacía en El antepenúltimo mohicano Aarón Rodríguez Serrano? Por ejemplo, cuando dice: “¿Es la película de la Fargeat un alegato humanista-monstruoso en su último tercio? ¿Y cómo podría serlo, me pregunto, si se ha dedicado sistemáticamente a despreciar a la humanidad y a su propio espectador durante los ciento veinte minutos anteriores? [...] Fracasa estrepitosamente porque resulta imposible, creo, levantar un proyecto ético a partir de su película.”


Si te he entendido bien, Xabi, entonces, he de admitir que soy una clase de espectador que se expone a que una película me arrolle, me haga sufrir, me manipule “generosamente” con el fin de llevarme a un determinado lugar, por doctrinal que sea. Y desde luego, esto no pretende ser una muestra de elitismo, de que pertenezco a ese elevado, poco acomodado y culto grupo de cinéfilos (frente al “común de los mortales”) con inquietudes y criterio que referencia Miguel Echarri, el autor del condescendiente, simple y terrible artículo de El país que citas. Cuán elevado y culto es este grupo, si puede dejarse manipular irreflexivamente, acomodándose acríticamente en los placeres crueles del cine de festivales que mencionas. Quiero decir, leer críticas como la tuya, Xabi, me hace replantearme, ¿por qué acepto que un grupo de personas, que crean una cinta, sean crueles y manipuladores conmigo, si en la vida extracinematográfica me cabrearía u ofendería que me dispensaran ese mismo trato? Más allá de que creo que no haya ninguna película que no manipule al espectador en cierta medida (solo habría una diferencia de grado), ¿cuál es el pacto que hago con la ficción para asumir que en el espacio de un visionado/lectura/escucha de una obra de arte el creador tiene impunidad para hacerme daño? Un daño que no es ficticio, sino real y que en ocasiones no se alivia al racionalizar el carácter ficticio de su origen. Y aunque aceptara que haya placer en cierto dolor (que es posible, esa fascinación por lo repulsivo de la que hablaba Sontag), ¿cómo doy por supuesto que también vale la exposición a tal atrocidad cuando no hay una advertencia que avise al espectador que no siente tal deleite de que va a suceder el horror, y le “mienta” con falsas promesas (como bien titula su carta Xabi)? No sé… Pero sí que por alguna razón, en lo personal, que una película me desprecie no me resulta injurioso. Aunque que lo haga, claro, lleve a que muchos espectadores se bajen del barco (o del caballo). 


             Oliver Laxe en el Otra ronda de Sensacine                           La imagen con que se abre el artículo de El país


Por eso, poniendo en paréntesis si es tolerable éticamente (en tanto completamente utilitarista, paternalista, despreciativa, etc.), reconozco los riesgos de la crueldad ya solo a nivel puramente práctico: reduce la cantidad de público potencial de un filme. Y desde aquí hacía mi pregunta original: si tan problemática puede ser y tantas deserciones provoca, ¿es necesaria la crueldad de Sirât? Creo que puedo reformular mi pregunta para convertirla en una invitación a jugar con nuestra imaginación: ¿pudo Sirât haber conseguido sus mismos efectos o fines (todos probablemente sea imposible, pongamos al menos los que identificamos nosotros tres: sumergirnos en el dolor del padre, sentirlo amplificado en lo sublime, sugerir y hacer sentir la resignación ante la pérdida, expresar, criticar y hacer comprensible el impulso de huida, presentar un viaje espiritual trascendental alrededor del concepto de sirat, etc.) sin utilizar los medios crueles que utiliza? ¿Cómo pudo haberlo hecho? ¿Qué alternativas a la crueldad podría haber desarrollado Laxe para que los espectadores subieran a su caballo? Os invito a imaginar, os tiro la pelota. También podéis proponer un crisol de referencias fílmicas que sirvan como contra-ejemplo a Sirât. O decidir no responder, eso siempre es una opción. 


Supongo que contestar a mi pregunta implica demarcar exactamente cuál es la crueldad de Sirât. En el caso de Iker, entiendo, por tu texto, que para ti lo cruel se trata de la tragedia de la pérdida drástica y dolorosa de Esteban, el niño (y de Pipa, la perra, añado, que poco peso le dáis), no tanto la manera de mostrarla, además de las muertes de los raveros. En el caso de Xabi, entiendo que es el sadismo con que Laxe se ensaña en las muertes de los raveros, tan extremas, alargando el sufrimiento de los cuerpos ya magullados (según comenta Caldera); el hecho de que mate a los personajes que ha construido con mayor simpatía; y a su brutalidad y arbitrariedad, que presente la muerte fuera de una narrativa que le dé sentido. En mi caso, sin embargo, no es tanto el hecho de las muertes, que quizás no me impactaron tanto como a mis compañeros de fila por las expectativas que tenía (aunque, por momentos, hubiera deseado tener una respuesta tan visceral), como una imagen que me parece de una crueldad (casi) insoportable: la de Esteban con un pavor insuperable antes de fallecer, que comentaba en mi primer mensaje. 




Quiero acabar esta larga carta (perdón, no lo puedo evitar, y eso que hablamos off the record que nos estábamos extendiendo demasiado) respondiendo a un par de cuestiones laterales de vuestros comentarios que me quedaron pendientes. Primero, con Iker y al contrario que Xabi, sí que creo que a Sirât le importan sus personajes. Sí, pueden llegar a ser un atrezzo emocional, sí, la construcción de la empatía sirve para hacer más cruel la crueldad, pero no creo que la conexión con los personajes se limite a eso. No creo que la posterioridad de la crueldad invalide el cariño que cogemos anteriormente a la troupe de raveros, aunque aquella se alimente de tal simpatía. Es cierto que el filme no se preocupa de trazar una personalidad característica fuerte para cada personaje y que su pasado está elidido mayoritariamente (no es difícil especular que quizás huyan del pasado o encuentren en la comunidad una forma de dejarlo ir, como, en Cerrar los ojos de Erice, Miguel Garay en su hogar de la costa andaluza, con su troupe de almas libres, reprime la muerte de su hijo), pero es que le basta el carisma apariencial, la presencia de sus actores, especialmente la fuerza de sus rostros y cuerpos, enfatizada en primeros planos o en planos medios cercanos formados por dos o más personajes en diálogo (como ya apunté en mi primera carta). 


Y si algo le interesa a Laxe, desde luego, es su forma de relacionarse. Aparentemente interesada y hedonista en un principio (al cuestionar, aprovecharse o no ayudar a Luis y Esteban), vamos descubriendo el afecto y ayuda mutua que se profesan en el fondo, su espíritu liberador. Igual que me cuesta olvidar la imagen de Esteban y Pipa cayéndose al abismo, también se me quedó grabado, en términos de Xabi, “un plano para alumbrar el mundo”: el de Luis despertándose, entre desconcertado, taciturno y conmovido (perfecto aquí Sergi López, más atinado para mí en su despojamiento corporal que en su dicción un tanto forzada por momentos), rodeado por los tiernos cuerpos del restos de raveros, que le abrazan. 


Más allá de esto, sí que hay dos momentos donde el grupo de raveros expresan su interioridad de manera clara: cuando hablan de ciertas experiencias pasadas en relación con la muerte, en círculo, y, sobre todo, cuando sí muestran su compromiso político desertor: la secuencia en que, cómica y tiernamente con su muñón, Tonin Javier (si no me falla la memoria, ni me equivoco de actor) interpreta la canción antimilitarista Le Déserteur, del escritor, cantante y músico de jazz francés Boris Vian. El tema, compuesto en el último año de la colonial, letal e impopular Guerra de Indochina (1946-1954) -tras la batalla de Diên Biên Phu (1953) que se saldó con la sonada derrota de la Unión Francesa-, fue censurado en la radio por su “antipatriotismo” y sería cantada en las manifestaciones pacifistas contra la guerra de Vietnam por Joan Baez o Peter, Paul and Mary o en 1991 contra la intervención occidental en la Guerra del Golfo. La letra (que ha contado con numerosas versiones y adaptaciones, y sería interesante reveer Sirât para determinar a cuál se asimila más) no deja de ser significativa: se trata de una carta al Presidente de un hombre que acaba de recibir sus papeles militares para dirigirse al frente, pero que se niega a ir a la guerra y a matar a gente pobre, desertando. Manifiesta que desde que nació vio morir a sus seres cercanos y que prefiere mendigar por los caminos y difundir la desobediencia antimilitarista. Y termina con un “Monsieur le Président / Si vous me poursuivez / Prévenez vos gendarmes / Que je n'aurai pas d'armes / Et qu'ils pourront tirer” (“Señor presidente / Si usted me persigue / Avisad a vuestros gendarmes / de que no tendré armas / y de que pueden disparar”). ¿Es este un adelanto de la resignación que defiende Sirât en vinculación a la muerte? ¿Es, por tanto, tal cuestión de aceptar la muerte una cuestión política, de asumir las consecuencias de la deserción?



En cualquier caso, esta referencia intertextual me hace pensar en que, quizás, no haya en la película una condena moralista tan marcada, coincidiendo con Xabi al contrario que con Iker (o, sobre todo, con Caldera). Y este es el segundo punto al que quería llegar. No veo que haya más argumentos para admitir que Sirât sentencia de modo moralista el hedonismo y la huída delirante e ignorante de sus personajes (haciéndoles sufrir las consecuencias fatales de su desconocimiento geopolítico de los campos minados alrededor del muro de la vergüenza del Sahara Occidental), que para interpretar que el largometraje busca mostrar que es posible (y no necesario) que tal huida o deserción acabe acarreando la muerte, y que quienes tomen esta decisión política hayan de ser conscientes de ello (“de que pueden disparar”, que dirá Boris Vian) y aceptarlo como forma de destino (al estilo del desenlace de Mimosas). Bien es cierto que, en el islam, la manera de cruzar ese puente hacia el Paraíso que es el Sirat depende de las acciones y creencias en este mundo, sirviendo de recompensa o castigo moral. Pero uno no encuentra las razones concretas para que ciertos personajes del filme merezcan más sufrimiento que otros. El universo de Sirât parece ser, antes de un mundo con sentido moral ordenador que distribuya sus sacrificios bajo principios férreos, un espacio donde las muertes son arbitrarias, inmediatas, accidentales e inexplicables, donde las criaturas se ven sometidas al capricho de su implacable creador. Si la muerte del niño no es un castigo, ¿por qué van a serlo la de los raveros? 


A su vez, la muerte por circunstancias naturales (la caída al abismo) no se distingue de la generada directamente por el hombre: esa zona minada que ha dejado más de 2500 víctimas desde 1975, en los alrededores de un muro -financiado en los 80 por EE.UU. y Arabia Saudí con ayuda de expertos israelíes y cuya vigilancia supone el 4,6% del PIB marroquí- que separa los territorios ocupados por Marruecos del Sahara Occidental, de las zonas del Frente Polisario (representante político del pueblo saharaui al que se le sigue negando su derecho de autodeterminación, décadas después de que España cediera a Marruecos y Mauritania la soberanía de lo que entonces era su colonia: el Sáhara Español). Es decir, Sirât asimila ambos peligros o amenazas (la natural y la humana/armamentística/bélica) de manera que, si homogéneamente condenara algo, no sería la ignorancia política (puede leerse esta noticia de 2017 de rtve para constatar que incluso los más conocedores del problema pueden acabar sufriendo los efectos de las minas), sino la huída o negación de la muerte, en general, el impulso tanatofóbico. 


Y eso es todo (por ahora), que no es poco. Lo siento mucho por enrollarme tanto, siento que me ha quedado un texto muy redundante y embarullado, pero espero que os dé para seguir debatiendo. 


PD: No comento ya directamente la reseña de Pablo Caldera a la que enlazaba Xabi porque hay mucha tela que cortar y entonces sí que esto sería eterno. Pero sé que a Iker le encendió un poco así que a lo mejor quiere poner los puntos sobre las íes, je je. 

PD2: Ardo en deseos de leer El cine de la crueldad de André Bazin, la verdad. 


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Fotografía durante el rodaje de Sirât. Fuente: aragondigital.es
Fotografía durante el rodaje de Sirât. Fuente: aragondigital.es

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Xabi, 16 de junio – Las falsas promesas de Sirât.


La experiencia del cine tiene tantos momentos que une se pierde entre las expectativas, el momento de ver la película, el procesar y expresar la primera impresión y el poder reflexionarla según el tiempo pasa y se le dedica más o menos tiempo a pensarla, hablar o leer sobre la película vista. Y si en algunas ocasiones lo reconozco con orgullo y otras me avergüenza ser incapaz de mirar más allá, no puedo negar que para mí la experiencia del cine está profundamente atravesada por mi propia biografía y experiencia vital. Cuando se estrenó O que arde, para el entorno en el que vivía -en el que gozamos del privilegio de estudiar cine-, la película fue un evento. Recuerdo ir varias veces a verla al cine y sentir la fascinación de un descubrimiento novedoso y compartir esa admiración por la película con mis amigues. Antes de ver Sirât, si aún recordaba con cariño la anterior película de Oliver Laxe, mis expectativas e imagen tanto del director como de Cannes (ese espacio que visibiliza y encumbra este tipo de cine) eran casi opuestas a las de entonces. Mi desencanto paulatino en los últimos años con el cine de festivales y las figuras de los grandes autores, asentadas o en pleno ascenso, me genera una desconfianza y sospecha innata a la hora de enfrentarme a cualquier película de dicha procedencia. No obstante, fui con la curiosidad y la esperanza de algún reencuentro fortuito, aunque fuera breve (en dos horas a veces un solo plano puede ser suficiente para alumbrar el mundo), con la experiencia que O que arde me dio en su momento, aunque las críticas negativas respecto a la cuestión colonial y las pretensiones de Laxe en sus discursos me rondaran la cabeza antes de verla.

 

Dicho esto, no tuve ese reencuentro en ningún momento, su primera parte no me interpeló y su segunda, a partir del giro dramático que toma, me abrumó hasta tal punto de generarme un fuerte desdén por las decisiones tanto narrativas como de realización que la película va tomando. No sé si tengo una respuesta satisfactoria respecto a la validez del uso que Sirât hace de la violencia, la muerte o los diferentes elementos del espacio en el que se ambienta la historia, pero sí creo que hablar de crueldad es lo que le corresponde. Antes de ver la película lo único que había leído fueron reseñas breves que no revelaban momentos importantes de la trama, siendo la crítica de Pablo Caldera la única que leí que informaba un poco más al respecto de la película y la cual solo leí hasta el párrafo en el que advierte de spoilers, por lo que lo único que conocía de antemano eran sus escasas referencias geográficas. Más allá del tema por el cual creo que puede merecer la pena debatir sobre Sirât, me parece una película bastante pobre y torpe tanto narrativa como estéticamente, con unos diálogos propios de manual de guión y unas interpretaciones que solo funcionan bajo los rostros de les raveres, al tratarse de personajes construidos sobre las identidades de las personas que los interpretan y sobre lo que Oliver Laxe y Santiago Fillol ven en ellos al escribir la historia y filmarles.


 

Sirât opera bajo una premisa y una exploración conceptual completamente desapegada de aquello que narra y muestra, siendo el punto de partida y los giros narrativos que propone bastante elocuentes en relación a la experiencia que tuve viéndola. La hija perdida que “esconde” el misterio que hay en sus protagonistas y que moviliza la historia, como muy bien señala Manu, se convierte en un mero macguffin, cuya escasa presencia acaba por hacer de su existencia una fuerza motora artificial. Para la historia parece tratarse más de una excusa, que un misterio o una huella en los personajes y su valor es escasamente conceptual. En esa pobreza del relato o su incapacidad para materializarlo en una puesta en escena efectiva, me hizo imposible ver cualquier construcción progresiva en ningún punto concreto, demostrando mucha más torpeza que en O que arde para dar sentido a la premisa que propone más allá de su interés por cierta exploración conceptual y estética. 


Es decir, a Sirât no le importan sus personajes, el entorno en el habitan colectivamente durante el relato o cómo se relacionan entre sí. Desde el principio, incluso la idea del trance apenas se explora como experiencia visual o narrativa, convirtiéndose en un recurso de fondo, el paisaje pintado de fondo que aporta un tono y un ambiente con el que jugar, todo su interés por la cultura de la rave se limita a 10 minutos de fiesta en los que va a apareciendo la trama de la película. Los personajes a los que hacen representativos de esta misma cultura aparecen bajo formas completamente estereotipadas, más allá de un desarrollo mínimo individualizado para diferenciarlos, todes elles son vistes bajo la misma mirada que les conforma como hedonistes indiferentes al mundo que les rodea y la película en ningún momento les da más espacio para expresar cualquier forma de resistencia antisistema más que con su apariencia y el marco en el que les coloca. 


Si bien no creo que haya una condena moralista clara y contundente hacia estos personajes, sí hay un aprovechamiento de ese analfabetismo político o ceguera respecto al mundo para elaborar un hilo conceptual de la pérdida, la muerte y el trance que se sitúa en un espacio ambiguo políticamente. Esta ambigüedad permite a Laxe hacer uso de los elementos de la realidad que escoge sin hacerse responsable de las consecuencias o efectos a los que conducen tales usos. La cultura de la rave queda absolutamente reducida a una mirada cerrada y juiciosa; la musulmana queda relegada a elemento decorativo, cuyos únicos momentos de relevancia son fuertemente exotizados; y la forma en la que Marruecos y su historia tienen lugar en la película no sobrepasan la barrera superficial que permita no exceder la ambigüedad y la abstracción que le dé el pretendido carácter universal y trascendental a la película (según Laxe con esta película trataba de ser “accesible” a todos los públicos). En última instancia, el interés de Sirât es puramente conceptual, la película se construye pobremente alrededor de la tradición a la que pertenece su propio modelo de producción, siendo lo extranjero y lo fílmico objetos de fetiche, algo que también se aprecia en su obsesión por la referencialidad a otras películas importantes del canon cinematográfico en el que busca inscribirse; y el género y el festival como elementos codificadores del espectáculo, y aquí es donde la crueldad entra en juego.


 

Si bien el género cinematográfico ha sido históricamente la forma de codificar qué puede ser filmado y cómo hemos de categorizarlo, siempre bajo intereses procedentes de la cultura que conforme dichos géneros (qué mejores ejemplos que el western o el cine de barrio), los festivales han hecho su parte para configurar los canones y el status quo cinematográfico, no estando menos exentos tales eventos de las direcciones políticas que tiene el género. Para mí Sirât es la expresión clara y definida del interés de sus creadores por hacer “una película de aventuras”, como venía diciendo Oliver Laxe desde hace tiempo, que encajase en lo más alto de la jerarquía de la que nunca se han movido. El cine de Cannes abarca bajo los mismos códigos cinematográficos y mismas formas de apreciación películas desde Misión Imposible: Sentencia Final hasta Barry Lyndon, y aquí Sirat no escapa, ni cuestiona, ni ofrece nada diferente. Se trata de una forma de cine que busca un espectáculo contenido en el que sus formas rara vez exceden el límite de la exploración estética o narrativa incapaz de comprometerse con la realidad o abstracciones que no estén delimitadas y sancionadas por el sistema. 


Hace unos días El País publicó un artículo en el que se planteaba preguntas como nosotres en torno a la crueldad, en el que tristemente se desarrolla una defensa de este cine con una condescendencia brutal, optando por señalar al público disconforme con la película como “turistas accidentales” antes que interrogar a la película y sus intenciones para tratar de plantear cuestiones de fondo que nos permitan entender mejor el porqué detrás de estas divisivas reacciones. El artículo además invoca la plétora de referencias que se han ido conformando en los últimos años en festivales que se ha optado por nombrar como el cine de la crueldad y si bien la referencia a Bazin puede servir como un punto desde el que debatir, aquí se convierte en una especie de demarcación cultural. Quién ha visto cine y quién no, quiénes pueden apreciar a un “autor” o una “obra” y quién no.

 

¿Está justificado el uso de la crueldad en Sirat? Narrativamente, si miramos a su historia, sí, no se trata de un elemento espontáneo o absolutamente arbitrario, si no de un aspecto importante para su desarrollo y que atraviesa por completo la película. Creo que igual sería más pertinente preguntarse, como plantea Bazin, si detrás de esa crueldad se esconde una pulsión sádica, si la crueldad en la película se trata de algo que se busca explorar más allá de tratarse de una herramienta que usar contra los personajes o les espectadores, y es aquí donde para mí Sirat abusa de ambas partes. Tengo que decir que de por sí, mi relación con la representación de la violencia o la crueldad siempre está condicionada por una atención mucho más reflexiva e interrogativa que inmersiva, creo que son elementos cuya complejidad en su tratamiento puedan derivar fácilmente en la reproducción de esa misma violencia o crueldad sobre le espectadore y creo que si de algo puede servirnos la crítica, o el mismo pensamiento crítico o creativo, es en exigir una responsabilidad y consecuencia al respecto del uso de elementos tan conflictivos en el trabajo creativo.

 


Si creo que la película adolece de ejercer esta violencia es precisamente en ese desapego y falta de empatía por sus personajes, por la cultura de la rave o por la geografía y la historia de Marruecos y el Sahara. Al estar todo convertido en elementos de cierta “espiritualidad trascendental” o en un “viaje de la pérdida”, no queda espacio para el afecto o sentimientos genuinos por lo que se está explorando. Las secuencias del barranco y del campo de minas hacen gala de esto por todo lo alto. A fin de encuadrar todos los elementos bajo una exploración pseudointelectual cerrada herméticamente alrededor del concepto musulmán del sirat (cuyo uso, además, es flagrantemente ilustrativo de la actitud extractiva colonial de la película al no tratarse más que de supuestos contextos que sitúan a su historia por encima del lugar y el momento en el que se encuentran), la brutalidad con la que la crueldad aparece en la historia no deja más posibilidad de escapatoria que la muerte o la desaparición. 


Plantear que la construcción de la empatía en torno a los personajes no encuentra su fin en la crueldad me parece bastante cuestionable teniendo en cuenta que se escoge quién muere y cómo en relación a aquellos personajes con los que más se busca que empaticemos, exceptuando a su protagonista (quizás a fin de meter aún más el dedo en la llaga, para recordarnos de que ese sufrimiento no podrá disfrutar de escapatoria o alivio alguno). Primero, Esteban, uno de los puntos de vista a través de los que se nos introduce a la película a lo que se suma su juventud y su inocencia frente a la tragedia, y después les raveres que más nos acercan a sus realidades, aunque en términos narrativos y estéticos me parece que su desarrollo es bastante pobre, puesto que realmente tan solo tienen más diálogo y tiempo de pantalla, no conocemos prácticamente nada de elles y tan solo son comentaristas de los eventos que se les van cruzando. La construcción narrativa y estética de sus muertes en estas secuencias acentúa también esa crueldad, mostrándolas como absurdas y arbitrarias haciendo de ellas situaciones extremas para que la aventura se convierta en calvario. En este sentido, creo que Pablo Caldera hace un gran análisis de cómo funcionan estos momentos de la película, puntualizando las diferencias que ya he mencionado respecto a la condena que hace de los personajes y su posible moralismo.

 

Creo que la crueldad no necesita tanto del gore o la recreación en la violencia como del desprecio hacia les espectadores, obligándoles a adoptar una mirada concreta para poder lidiar con la tragedia que se les presenta y confrontándoles con una violencia y un vacío que jamás ha sido correspondido con la premisa que inicialmente se les ofrece. No veo en Sirât más que la intención de colocar al público ante un sufrimiento que les juzga por no buscar más que espectáculo, cuando en el fondo la película misma es incapaz de comprometerse con algo más que el espectáculo que articula.  


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Iker, 13 de junio - Un impacto tan doloroso como justificado. 


Al paso de Sirât por el festival de Cannes le acompañaba un secretismo y un rumor que nos advertía del peligro de spoilers. Por esto hice cierto pacto de desinformación tras enterarme de su tono cruel en la segunda mitad casi accidentalmente. Con solo ese dato era inevitable que la mente comenzase a imaginarse lo peor: si hay cine de crueldad en una película con un niño, algo tenía que pasarle. Las sospechas no eran afirmaciones y abstenerme de leer críticas me permitió no saber nada con certeza aunque uno se imaginase lo peor. Ir solo con una leve advertencia y no con ningún spoiler real me permite disfrutar de una primera mitad sin estar a la defensiva. 


Esta primera parte, donde se te presenta a los raveros y al padre e hijo contrapuestos, busca conectar al espectador con sus personajes a base de escenas a modo de valles en la carretera donde se compartirán mimos y anécdotas entre un padre que se acerca a los raveros gracias a su hijo y que encuentra en ellos, como bien decías, parte de su hija perdida mientras el espectador se acerca a ellos al mismo ritmo que Luis. Esto no me parece un simple atrezzo emocional para generar más impacto, sino que entendemos así la búsqueda de la hija y vemos como el padre en este viaje quizás también busca el perdón de una hija que huyó no sabemos por qué y en esa búsqueda encuentra una aceptación de la pérdida. Toda esta belleza emocional no solo está bien construida, sino que además no es en vano. La primera mitad de Sirât es cercana y cariñosa con sus personajes y no en vano, no es una película llena de dolor, sino que se empatiza con sus protagonistas por mucho que luego los castigue y condene.



Todo esa emoción tan paterno-filial se va construyendo hasta que llega a cierto acantilado donde ocurrirá la mayor tragedia. Aquí a medida que van escalando y la cámara se centra en la altura, el riesgo y las curvas de esa estrecha y peligrosa carretera es inevitable sospechar el peor de los destinos si uno recuerda las advertencias por crueldad. Ciertamente uno no puede olvidarse de la posibilidad del accidente, como un padre que sobreprotege a su hijo imaginando lo peor posible, uno visualiza tropiezos y resbalones, huidas torpes del perro que provocasen lo peor y demás posibilidades. Sin embargo para que el accidente que acaba con la vida de Esteban y el perrete se vuelva impredecible e impactante la película distrae al espectador con otra tarea. Es mientras toda la tropa celebra haber podido desatascar una de las caravanas de la arena cuando, de repente y de fondo, el vehículo de Luis con el niño y el perro se precipita hacia el vacío. La película te distrae de lo que uno pueda sospechar y su tragedia es tan cruel, cruda y supone un cambio tan radical que el impacto para mí es máximo. Se puede mascar la tragedia, pero no la rapidez y la forma tan repentina. Sirât me destroza emocional y casi físicamente con esa pérdida drástica y dolorosa. 


He pensado mucho en cómo de cruel es Sirât y en cómo de legítimo es el dolor que genera. Creo que no puedo hablar en términos de necesidad con respecto a los acontecimientos, me parece más correcto explicar si sus actos están justificados o no, si son mero efectismo o si hay algo más que los respalda. Primero explicaré porqué su campo de minas supone algo plenamente lógico y justificado que no debemos tachar como gratuito. Es habiendo explicado esto, que se comprenden las rimas de ese primer accidente en el acantilado y por qué creo que también está legitimado dentro de Sirât y su discurso.



Los raveros llegan a ese campo de minas buscando una segunda rave donde seguir la fiesta mientras en sus mundos se desata una tercera guerra mundial. Las raves hacen cierta gala de un escapismo del sistema donde ni las relaciones capitalistas de clubs ni la cultura superficial de la pose llegan a penetrar en su techno y en sus fiestas clandestinas. Fiestas que, como digo, se fundamentan en cierto pesimismo asumiendo que el sistema está corrupto y no se puede cambiar, por lo que el ocio es una respuesta legítima y antisistema por naturaleza en tanto que se hace a espaldas de este y hasta que las fuerzas armadas lo disuelvan. Es el caso de la primera rave, a la que llegan unos militares pidiendo que los europeos abandonen la zona porque un conflicto grave ha ocurrido. Los raveros protagonistas, ajenos a dicho conflicto, se escapan y prosiguen hacia su segunda fiesta, donde seguir con su huida. Son personajes que se desconectan a conciencia del sistema y su realidad porque se creen ajenos e indiferentes a ella, quizás superiores. 


Pero Laxe en su película muestra como uno no solo no debe estar ajeno a todas las problemáticas mayúsculas que conflictúan a tu odiado sistema, sino que no puede estarlo. Precisamente ese desconocimiento político es lo que les lleva hacia ese campo de minas, ese Zabriskie Point personal de Oliver Laxe. Uno puede tener la tentación fácil de pensar que esas minas es un juego cruel de Laxe para condenar a sus personajes y en cierto modo lo es, pero es esencial señalar que ese campo de minas, aunque la película no te lo explique porque los propios raveros lo ignoran, es un campo de minas real. Un campo de minas a manos de Marruecos en territorio saharaui de unos casi 3.000 kilómetros de largo usado expresamente para evitar la defensa del territorio ocupado ilegítimamente por el ejército marroquí y el regreso a su tierra de los refugiados saharauis. Es lo que te encuentras si intentas llegar a Mauritania iniciando el viaje desde Marruecos, el mayor campo minado del mundo en el Sahara. Entonces la condena de Laxe al escapismo de sus protagonistas no es una condena artificial ni sólo simbólica, sino que explica con sus explosiones que el aislamiento político casi religioso puede acabar contigo. Sirât es una película sobre el mayor de los escapismos y sobre cómo ignorar la realidad política es una estupidez supina porque llegarás a ella si sigues caminando con los ojos cerrados e ignorando todo lo que ocurre en tu mundo. Está claro que esas minas que tanto asustan al espectador no son solo de un simbolismo político muy fuerte, sino que también tienen su contexto sociopolítico literal que justifica su existencia y hace crecer dicho discurso.


              Muro del Sahara occidental minado


Volviendo ahora sobre el primer accidente que se cobra la vida de Esteban en el acantilado y teniendo en cuenta lo explicado. Es innegable que la muerte de un niño de manera accidental y sorpresiva en unas condiciones límite es dolorosa y su ejecución estética no puede ser más que un efectismo muy efectivo que si consigue generar shock en el espectador no es porque el movimiento sea inteligente de base, sino por bestia y brutal. Ahora bien, yo creo que encuentro ciertos motivos para llegar a justificar este momento desde mi perspectiva. Me parece clave que la película no caiga nunca en el gore ni en lo grotesco, todo es bastante diegético y la imagen no se manipula para generar un impacto mayor y más artificial, no hay primeros planos al accidente, ni sangre, ni nada por el estilo. El objetivo del accidente no es generar un mayor shock, podría ser más gráfica, sucederlo de un momento con más sentimentalismo donde revolcar al espectador en dolor, lágrimas y horror. Sin embargo la película no hace eso y se mantiene en su sentido diegético sin manipular estéticamente a nadie y fiel a la que ahora se comprende que es su mayor principio: la perspectiva de Luis será la perspectiva del espectador y de la película durante toda la cinta. Uno siente y ve esta tragedia como lo hace Luis. 



Creo que este dolor comienza a estar justificado porque consigue, por golpe de efecto, sumergirte en ese dolor del padre y en ese viaje emocional tan impactante que le ocurrirá en los siguientes minutos. El espectador siente, en mi caso y en el caso de quién le de ese poder a la cinta, un dolor brutal y repentino entre el susto más mortal y la pena más tremenda equivalente al que siente el personaje de Luis en la pantalla. De hecho el espectador no sale de ese shock hasta que Luis se lanza al desierto y grita, hasta que el propio padre sale de ese estado. Porque la próxima vez que vemos a Luis se irá solo corriendo intentando huir de su pérdida para comprender tras desahogarse que no puede huir de ella. 


Luis sentirá la mayor de las tragedias para un padre y la reacción más animal que le sucede es intentar huir de ese lugar, salir corriendo solo hacia el desierto profundo intentando huir de lo que es en realidad una lucha interna y mental. Entonces esa tragedia y ese shock tienen una rima directa sobre el tema principal de Sirât y como todos sus personajes acaban huyendo y huyendo sin éxito. Porque quizás allá donde esté Luis estará su trauma y allí donde haya un sistema del que escapar tendrá sus conflictos en los que se base. Laxe reincide con esto en lo absurdo del escapismo de estos raveros que, como Luis, por muy lejos que se vayan, se encontrarán con el sistema o con su sombra bélica tan alargada. Además esto existe para entender cómo no es tan maligno ni perverso intentar huir de una realidad y es una pulsión casi natural de la mente de los personajes. Por eso no todo es castigo y dolor para los raveros que huyen, también se traza una comprensión de su huída con el trauma de Luis.


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