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Manuel, 18 de junio - ¿Alternativas a la crueldad?
Hola, Xabi. Hola, Iker. De nuevo agradeceros vuestra participación en esta correspondencia, he disfrutado y he reflexionado mucho con vuestras cartas, que me ayudaron a ampliar mi foco analítico o a confirmar mis interpretaciones iniciales. Intentaré ser breve (a quién quiero engañar…)
Xabi, comenzabas tu mensaje mencionando el carácter irreductible de la experiencia cinematográfica al momento de ver la película en la sala de cine, dados los muchos momentos en que se prolonga (las expectativas, la trayectoria vital, las reflexiones posteriores, etc.) y que se permean o mezclan entre sí, de modo que resulta imposible distinguirlos con exactitud. Aún reconociendo mi incapacidad fáctica (ya solo por el efecto constructivo de la memoria) de retornar sin modificación a las impresiones originales que me despierta un filme (o de solo modificarlas sustrayendo mis preconcepciones, una quimera absoluta), sí que suelo intentar profundizar en los caracteres de mi reacción primordial durante el visionado a la hora de entender cómo ha operado el encuentro película-espectador y cómo pudo haber operado de haber tenido como espectador otras preconcepciones alternativas. Pero aceptando que esto se trata solo de una idealización consciente, de un “como si hubiera sucedido así”, aunque no haya ocurrido realmente de esta forma. La investigación sobre las referencias intertextuales que abre una obra, en ese sentido, sería una indagación en la hipótesis de lo que pude haber experimentado como primera impresión de haber tenido conocimiento sobre lo que cita una determinada película. Pero esta investigación se convierte también en parte de la experiencia cinematográfica, volviendo a dificultar la separación entre impresión original e impresiones posteriores.
Porque sí, desde luego, la experiencia cinematográfica se prolonga. En mi caso, estos días he estado leyendo el brillante, estimulante y fértil ensayo de la filósofa estadounidense Susan Sontag Ante el dolor de los demás. Y hay un pasaje que, aunque desconocía cuando vi Sirât, ahora me es difícil de desvincular con mi experiencia de la cinta de Laxe, sobre todo si acepto que esta me remitió en su momento a la noción de lo sublime de Burke. Se trata de aquel capítulo en el que la autora comenta el tratamiento filosófico que, a lo largo de la historia del pensamiento occidental, se ha dado a la fascinación que despierta lo repulsivo. Comienza con La república de Platón, donde el filósofo asume que se da la apetencia por la degradación, el dolor y la mutilación como parte del alma concupiscible o apetitiva (la peor, propia de la clase productora-trabajadora de la ciudad o polis. Curioso contraste con el artículo de El País que citaba Xabi, para el que la incomodidad espanta al espectador medio, inculto), en pugna con los impulsos de la racional (la de los gobernantes). Sigue Sontag hablando del tropismo innato hacia lo espeluznante en la modernidad, situando a Burke como un defensor del deleite que nos despierta el sufrimiento ajeno, del amor humano a la crueldad. Este deleite es el explotado en lo sublime, claro (que, además, contaba con un componente orientalista y racista que, atenuado, podríamos interpretar que comparte Sirât desde la perspectiva de la reseña de Caldera a la que enlazas. Caldera caraterizaba Sirât como una forma de fantasía colonial al convertir un lugar no europeo en paraíso infernal. Con los términos de Burke, en espacio de lo sublime por autonomasia. Y Burke, de manera más directa, afirmaba que los cuerpos negros indunden “horror y severidad por su naturaleza primitiva”. No es lo mismo, pero, ¿consideráis atinada la vinculación?). Por último, y perdón por tantos paréntesis, Sontag llegaba al pensamiento del antropólogo francés Georges Bataille, para quien las imágenes de lo atroz son más que sufrimiento, son “una suerte de transfiguración”. Responderían a satisfacer necesidades adaptativas como el fortalecimiento contra las flaquezas, la insensibilización o el reconocimiento de lo irremediable.
Prisionero sometido a la muerte de los mil cortes. Dead troops talk (A Vision After an Ambush of a Red Army Patrol Near
La imagen que transfiguró a Georges Bataille. Moqor, Afghanistan, Winter 1986) de Jeff Wall, citada por Sontag
Y esto es lo que creo que, como defendí en mi carta inicial, pretende Sirât: transformar al espectador para que, acompañando a Luis emocionalmente en su viaje de negación, shock, huida, confrontación dolorosa y aceptación de la pérdida, logre también resignarse espiritualmente ante la muerte, reconociéndola como irremediable. Para ello, como dices, Iker, Laxe nos sumerge en el dolor del padre, liberándose personaje y espectador cuando aceptamos lo infructífero e incluso fatal de la huida (al contrario que Xabi, creo por tanto que el sufrimiento puede disfrutar de escapatoria, al aceptarse), que, como señalas, rima con la huida de los raveros (y al hacerlo hace más comprensible esta segunda huida antisistema). Algo (sumergirnos en el dolor del padre, que no en su perspectiva durante toda la cinta, como Iker afirma, pues muchas secuencias enfocan a los raveros sin la presencia del personaje de Sergi López) que, como intenté argumentar en mi primera carta, Laxe logra con las resonancias sublimes que yo enumeraba, resonancias más emocionales y estéticas -desde la fuerza de las imágenes- que reflexivas, explotando el carácter esencialmente irracional, onírico y pregramatical del cine del que hablaba Pasolini. A ese respecto, como dice Xabi, el principal interés de Sirâ es estético o conceptual (desde la emoción, añado) antes que argumental, un endeble andamio conflictivo por su crueldad que “consigue llegar a difuminarse cuando la experiencia sensorial y dramática se abre a múltiples lecturas y consigue conquistar su propia organicidad”, como enuncia Carlos F. Heredero en su crítica para Caimán. En genérico, no creo que toda película requiera de tal cuidado argumental (reconozco en este punto sus debilidades, por ejemplo, en los diálogos, poco más que, en muchos momentos, constataciones superficiales de lo que les está ocurriendo, como mantiene Xabi, aunque hay excepciones), creo que puede focalizarse en otras virtudes y opino que en Sirât sus puntos fuertes opacan esta desatención. Pedirle que se centrara en lo argumental sería juzgar a Sirât por lo que no es, no por lo que es. Otra cosa, es que el macguffin, la trama vacía, suponga “engañar” y despreciar al espectador, de ello hablaré más adelante.
En cualquier caso, como también reconoce Xabi, lo que quiero decir con el párrafo precedente es que desde mi primera carta yo asumía que la crueldad en Sirât estaba justificada narrativamente, y argumentaba cómo. De hecho, y esto es profundamente problemático, asumía que, dada la exigencia de coherencia contextual que implicaba las premisas hermenéuticas de las que partía (la búsqueda de una interpretación según la intención de la obra, en términos de Umberto Eco), la crueldad no sería gratuita en ninguna película o su gratuidad respondería a una intención ulterior, por ejemplo, de reflexión sobre la gratuidad de la violencia (y por ende, en el fondo, no sería gratuita). Con Iker he hablado mucho de su relación paradójica o aparentemente incomprensible con la crueldad en el cine. Hay ciertas crueldades que le causan enorme rechazo y otras que no suponen obstáculo para su disfrute o alabanza de los filmes en que aparecen. ¿Es para ti, Iker, la percepción de gratuidad o de justificación de la crueldad la piedra de toque para diferenciar tu reacción a las diferentes clases de crueldad en el cine? Asumir que que la crueldad esté justificada narrativamente es suficiente para pasarla por alto es una forma de utilitarismo, el fin justifica los medios.
A riesgo de ser redundante, explicito y sintetizo que el fin que yo interpretaba en Sirât era transfigurar la mirada del espectador sobre la pérdida hacia la resignación, haciendo que acompañara a Luis, de cerca, en su dolor, amplificándolo en el trabajo estético de lo sublime. Esto supone, como concluye Xabi, obligar al espectador “a adoptar una mirada concreta para poder lidiar con la tragedia” presentada. La mirada resignada que Laxe parece creer que es la buena para enfrentarse a la muerte. Es decir, si Laxe ejerce la crueldad hacia los espectadores es “por su bien”, para mejorarles, como Fargeat, en su gloriosa La sustancia, hacía uso del body horror más gráfico e impactante para insensibilizarnos, tras generarnos profundos desagrados, y finalmente permitirnos disfrutar del catártico y festivo baño de abyección final, superando, junto a la protagonista, los canones de belleza tradicionales que convierten en monstruo a cualquier persona que se aleje de un ideal cada vez más inalcanzable. O como Alejandro Jodorowsky (no en vano muy influenciado por el teatro de la crueldad de Artaud en sus efímeros pánicos) en La montaña sagrada, su obra maestra, proponía un viaje alquímico hacia una liberadora y amorosa autenticidad a través del engaño cruel y la manipulación totalitaria, violenta y patriarcal de sus personajes (y a través del uso sin remordimientos de animales no humanos durante la realización del filme, como el matar a 100 ovejas para conseguir una imagen de impacto). Situando a Sirât en esta estela y bajo esta interpretación queda claro que, como mínimo, el largometraje hace gala de un escandaloso paternalismo. Ya si queremos ser más contundentes podríamos hablar de despotismo ilustrado: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo".
La sustancia La montaña sagrada
Y el “sin el pueblo” es a lo que creo que hace mención Xabi cuando critica el desprecio del espectador, esa infravaloración del público que obliga a Laxe a manipularle ofreciéndole una premisa que no cumple en favor del giro argumental. Si ya queremos situarnos en la perspectiva de lo que Laxe quiso decir (en la intención del autor, no de la obra), es bastante representativa a este respecto sus declaraciones en la entrevista del programa Otra ronda de Sensacine (minuto 25:20): “Los cineastas tenemos que bajarnos de nuestro puto caballo y tener la generosidad de ayudar al espectador a subir a nuestro caballo. Puede sonar un poco paternalista, pero no lo es. [...] Luego, sí, ahí [desde el caballo] ya lo llevo a los horizontes donde yo quiero”. O en otro momento (minuto 13:00): “Es como si los cineastas tuviéramos al espectador atado con un anzuelo y hay un momento en que se corta el sedal, en esa mitad de la peli en que el espectador está obligado a abandonarse y entrar en una corriente como de un río que te precipita”. Es decir, Laxe agarra al espectador y no lo suelta, engañándole, hasta que llega a sentir algo parecido a lo que él siente (esa experiencia trascendental vinculada a lo sublime y la muerte). Xabi, ¿he entendido bien a qué te referías con eso de despreciar al espectador? Ya que hablaba antes de La sustancia, ¿tiene que ver tu perspectiva con algunos de los esbozos críticos sobre la cinta de Fargeat que hacía en El antepenúltimo mohicano Aarón Rodríguez Serrano? Por ejemplo, cuando dice: “¿Es la película de la Fargeat un alegato humanista-monstruoso en su último tercio? ¿Y cómo podría serlo, me pregunto, si se ha dedicado sistemáticamente a despreciar a la humanidad y a su propio espectador durante los ciento veinte minutos anteriores? [...] Fracasa estrepitosamente porque resulta imposible, creo, levantar un proyecto ético a partir de su película.”
Si te he entendido bien, Xabi, entonces, he de admitir que soy una clase de espectador que se expone a que una película me arrolle, me haga sufrir, me manipule “generosamente” con el fin de llevarme a un determinado lugar, por doctrinal que sea. Y desde luego, esto no pretende ser una muestra de elitismo, de que pertenezco a ese elevado, poco acomodado y culto grupo de cinéfilos (frente al “común de los mortales”) con inquietudes y criterio que referencia Miguel Echarri, el autor del condescendiente, simple y terrible artículo de El país que citas. Cuán elevado y culto es este grupo, si puede dejarse manipular irreflexivamente, acomodándose acríticamente en los placeres crueles del cine de festivales que mencionas. Quiero decir, leer críticas como la tuya, Xabi, me hace replantearme, ¿por qué acepto que un grupo de personas, que crean una cinta, sean crueles y manipuladores conmigo, si en la vida extracinematográfica me cabrearía u ofendería que me dispensaran ese mismo trato? Más allá de que creo que no haya ninguna película que no manipule al espectador en cierta medida (solo habría una diferencia de grado), ¿cuál es el pacto que hago con la ficción para asumir que en el espacio de un visionado/lectura/escucha de una obra de arte el creador tiene impunidad para hacerme daño? Un daño que no es ficticio, sino real y que en ocasiones no se alivia al racionalizar el carácter ficticio de su origen. Y aunque aceptara que haya placer en cierto dolor (que es posible, esa fascinación por lo repulsivo de la que hablaba Sontag), ¿cómo doy por supuesto que también vale la exposición a tal atrocidad cuando no hay una advertencia que avise al espectador que no siente tal deleite de que va a suceder el horror, y le “mienta” con falsas promesas (como bien titula su carta Xabi)? No sé… Pero sí que por alguna razón, en lo personal, que una película me desprecie no me resulta injurioso. Aunque que lo haga, claro, lleve a que muchos espectadores se bajen del barco (o del caballo).
Oliver Laxe en el Otra ronda de Sensacine La imagen con que se abre el artículo de El país
Por eso, poniendo en paréntesis si es tolerable éticamente (en tanto completamente utilitarista, paternalista, despreciativa, etc.), reconozco los riesgos de la crueldad ya solo a nivel puramente práctico: reduce la cantidad de público potencial de un filme. Y desde aquí hacía mi pregunta original: si tan problemática puede ser y tantas deserciones provoca, ¿es necesaria la crueldad de Sirât? Creo que puedo reformular mi pregunta para convertirla en una invitación a jugar con nuestra imaginación: ¿pudo Sirât haber conseguido sus mismos efectos o fines (todos probablemente sea imposible, pongamos al menos los que identificamos nosotros tres: sumergirnos en el dolor del padre, sentirlo amplificado en lo sublime, sugerir y hacer sentir la resignación ante la pérdida, expresar, criticar y hacer comprensible el impulso de huida, presentar un viaje espiritual trascendental alrededor del concepto de sirat, etc.) sin utilizar los medios crueles que utiliza? ¿Cómo pudo haberlo hecho? ¿Qué alternativas a la crueldad podría haber desarrollado Laxe para que los espectadores subieran a su caballo? Os invito a imaginar, os tiro la pelota. También podéis proponer un crisol de referencias fílmicas que sirvan como contra-ejemplo a Sirât. O decidir no responder, eso siempre es una opción.
Supongo que contestar a mi pregunta implica demarcar exactamente cuál es la crueldad de Sirât. En el caso de Iker, entiendo, por tu texto, que para ti lo cruel se trata de la tragedia de la pérdida drástica y dolorosa de Esteban, el niño (y de Pipa, la perra, añado, que poco peso le dáis), no tanto la manera de mostrarla, además de las muertes de los raveros. En el caso de Xabi, entiendo que es el sadismo con que Laxe se ensaña en las muertes de los raveros, tan extremas, alargando el sufrimiento de los cuerpos ya magullados (según comenta Caldera); el hecho de que mate a los personajes que ha construido con mayor simpatía; y a su brutalidad y arbitrariedad, que presente la muerte fuera de una narrativa que le dé sentido. En mi caso, sin embargo, no es tanto el hecho de las muertes, que quizás no me impactaron tanto como a mis compañeros de fila por las expectativas que tenía (aunque, por momentos, hubiera deseado tener una respuesta tan visceral), como una imagen que me parece de una crueldad (casi) insoportable: la de Esteban con un pavor insuperable antes de fallecer, que comentaba en mi primer mensaje.
Quiero acabar esta larga carta (perdón, no lo puedo evitar, y eso que hablamos off the record que nos estábamos extendiendo demasiado) respondiendo a un par de cuestiones laterales de vuestros comentarios que me quedaron pendientes. Primero, con Iker y al contrario que Xabi, sí que creo que a Sirât le importan sus personajes. Sí, pueden llegar a ser un atrezzo emocional, sí, la construcción de la empatía sirve para hacer más cruel la crueldad, pero no creo que la conexión con los personajes se limite a eso. No creo que la posterioridad de la crueldad invalide el cariño que cogemos anteriormente a la troupe de raveros, aunque aquella se alimente de tal simpatía. Es cierto que el filme no se preocupa de trazar una personalidad característica fuerte para cada personaje y que su pasado está elidido mayoritariamente (no es difícil especular que quizás huyan del pasado o encuentren en la comunidad una forma de dejarlo ir, como, en Cerrar los ojos de Erice, Miguel Garay en su hogar de la costa andaluza, con su troupe de almas libres, reprime la muerte de su hijo), pero es que le basta el carisma apariencial, la presencia de sus actores, especialmente la fuerza de sus rostros y cuerpos, enfatizada en primeros planos o en planos medios cercanos formados por dos o más personajes en diálogo (como ya apunté en mi primera carta).
Y si algo le interesa a Laxe, desde luego, es su forma de relacionarse. Aparentemente interesada y hedonista en un principio (al cuestionar, aprovecharse o no ayudar a Luis y Esteban), vamos descubriendo el afecto y ayuda mutua que se profesan en el fondo, su espíritu liberador. Igual que me cuesta olvidar la imagen de Esteban y Pipa cayéndose al abismo, también se me quedó grabado, en términos de Xabi, “un plano para alumbrar el mundo”: el de Luis despertándose, entre desconcertado, taciturno y conmovido (perfecto aquí Sergi López, más atinado para mí en su despojamiento corporal que en su dicción un tanto forzada por momentos), rodeado por los tiernos cuerpos del restos de raveros, que le abrazan.
Más allá de esto, sí que hay dos momentos donde el grupo de raveros expresan su interioridad de manera clara: cuando hablan de ciertas experiencias pasadas en relación con la muerte, en círculo, y, sobre todo, cuando sí muestran su compromiso político desertor: la secuencia en que, cómica y tiernamente con su muñón, Tonin Javier (si no me falla la memoria, ni me equivoco de actor) interpreta la canción antimilitarista Le Déserteur, del escritor, cantante y músico de jazz francés Boris Vian. El tema, compuesto en el último año de la colonial, letal e impopular Guerra de Indochina (1946-1954) -tras la batalla de Diên Biên Phu (1953) que se saldó con la sonada derrota de la Unión Francesa-, fue censurado en la radio por su “antipatriotismo” y sería cantada en las manifestaciones pacifistas contra la guerra de Vietnam por Joan Baez o Peter, Paul and Mary o en 1991 contra la intervención occidental en la Guerra del Golfo. La letra (que ha contado con numerosas versiones y adaptaciones, y sería interesante reveer Sirât para determinar a cuál se asimila más) no deja de ser significativa: se trata de una carta al Presidente de un hombre que acaba de recibir sus papeles militares para dirigirse al frente, pero que se niega a ir a la guerra y a matar a gente pobre, desertando. Manifiesta que desde que nació vio morir a sus seres cercanos y que prefiere mendigar por los caminos y difundir la desobediencia antimilitarista. Y termina con un “Monsieur le Président / Si vous me poursuivez / Prévenez vos gendarmes / Que je n'aurai pas d'armes / Et qu'ils pourront tirer” (“Señor presidente / Si usted me persigue / Avisad a vuestros gendarmes / de que no tendré armas / y de que pueden disparar”). ¿Es este un adelanto de la resignación que defiende Sirât en vinculación a la muerte? ¿Es, por tanto, tal cuestión de aceptar la muerte una cuestión política, de asumir las consecuencias de la deserción?
En cualquier caso, esta referencia intertextual me hace pensar en que, quizás, no haya en la película una condena moralista tan marcada, coincidiendo con Xabi al contrario que con Iker (o, sobre todo, con Caldera). Y este es el segundo punto al que quería llegar. No veo que haya más argumentos para admitir que Sirât sentencia de modo moralista el hedonismo y la huída delirante e ignorante de sus personajes (haciéndoles sufrir las consecuencias fatales de su desconocimiento geopolítico de los campos minados alrededor del muro de la vergüenza del Sahara Occidental), que para interpretar que el largometraje busca mostrar que es posible (y no necesario) que tal huida o deserción acabe acarreando la muerte, y que quienes tomen esta decisión política hayan de ser conscientes de ello (“de que pueden disparar”, que dirá Boris Vian) y aceptarlo como forma de destino (al estilo del desenlace de Mimosas). Bien es cierto que, en el islam, la manera de cruzar ese puente hacia el Paraíso que es el Sirat depende de las acciones y creencias en este mundo, sirviendo de recompensa o castigo moral. Pero uno no encuentra las razones concretas para que ciertos personajes del filme merezcan más sufrimiento que otros. El universo de Sirât parece ser, antes de un mundo con sentido moral ordenador que distribuya sus sacrificios bajo principios férreos, un espacio donde las muertes son arbitrarias, inmediatas, accidentales e inexplicables, donde las criaturas se ven sometidas al capricho de su implacable creador. Si la muerte del niño no es un castigo, ¿por qué van a serlo la de los raveros?
A su vez, la muerte por circunstancias naturales (la caída al abismo) no se distingue de la generada directamente por el hombre: esa zona minada que ha dejado más de 2500 víctimas desde 1975, en los alrededores de un muro -financiado en los 80 por EE.UU. y Arabia Saudí con ayuda de expertos israelíes y cuya vigilancia supone el 4,6% del PIB marroquí- que separa los territorios ocupados por Marruecos del Sahara Occidental, de las zonas del Frente Polisario (representante político del pueblo saharaui al que se le sigue negando su derecho de autodeterminación, décadas después de que España cediera a Marruecos y Mauritania la soberanía de lo que entonces era su colonia: el Sáhara Español). Es decir, Sirât asimila ambos peligros o amenazas (la natural y la humana/armamentística/bélica) de manera que, si homogéneamente condenara algo, no sería la ignorancia política (puede leerse esta noticia de 2017 de rtve para constatar que incluso los más conocedores del problema pueden acabar sufriendo los efectos de las minas), sino la huída o negación de la muerte, en general, el impulso tanatofóbico.
Y eso es todo (por ahora), que no es poco. Lo siento mucho por enrollarme tanto, siento que me ha quedado un texto muy redundante y embarullado, pero espero que os dé para seguir debatiendo.
PD: No comento ya directamente la reseña de Pablo Caldera a la que enlazaba Xabi porque hay mucha tela que cortar y entonces sí que esto sería eterno. Pero sé que a Iker le encendió un poco así que a lo mejor quiere poner los puntos sobre las íes, je je.
PD2: Ardo en deseos de leer El cine de la crueldad de André Bazin, la verdad.