La Tour de glace
- Manuel Hevia Carballido
- 1 oct
- 3 Min. de lectura


En la conferencia de 1953 “El cine, instrumento de poesía”, el genial director calandino Luis Buñuel criticaba esa producción audiovisual mainstream que imitaba las novelas y el teatro (síntoma de “vacío moral e intelectual”), dejando de lado el elemento esencial de toda obra de arte: el misterio. En su lugar, señalaba que “el cine es un arma maravillosa y peligrosa si la maneja un espíritu libre. Es el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, de las emociones, del instinto. [...] La noche paulatina que invade la sala equivale a cerrar los ojos: entonces, comienza en la pantalla, y en el hombre, la incursión por la noche de la inconsciencia; las imágenes, como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de disolvencias y oscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se encogen y alargan a su voluntad, el orden cronológico y los valores relativos de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir, en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos. El cine parece haberse inventado para expresar la vida subconsciente, que tan profundamente penetra por sus raíces, la poesía”.
Desde que vi la obra maestra Eargiw, situé a la autora francesa Lucile Hadzihalilovic en esta tendencia poética que abraza la capacidad del cine para la creación, a fuego lento, de mundos oníricos cargados de misterio. Tanto en Earwig como en Evolution, el espectador se sumía con incontenible curiosidad en hipnóticos y pesadillescos universos, entre lo simbólico y lo ambiental, regidos por rutinas y normas extrañas que poco a poco se quebraban. Atmósfericos mundos imaginarios irreales en los que la audiencia tenía mucha menos información que sus personajes, incluidos los niños protagonistas.
En la magnífica La Tour de glace (ganadora de la sección Zabaltegi-Tabakalera), inspirada muy libremente en La reina de las nieves de Hans Christian Andersen, siguen presentes tropos y alucinantes decisiones estilísticas habituales de la obra de Hadzihalilovic: la infancia robada, relaciones materno-filiales “difíciles” (cuanto menos), sinestésicas texturas (aquí, del hielo y la nieve), presentación de espacios dislocados, expresiva dirección de fotografía que juega con el claroscuro o la gradiación del color (con un gran manejo de la luz en las escenas nocturnas, en este caso), presencia de reflejos, detallista y espectral diseño sonoro cercano al ASMR y al trance… Pero hay una diferencia fundamental: partir de un ambiente y sociedad realista (un orfanato en medio de las montañas), para introducir progresivamente los elementos fantásticos u oníricos, que descubrimos a la par que la joven protagonista, Jeanne, de 16 años, quien huye del hospicio para acabar refugiándose en un mágico estudio de cine en que se rueda “La reina de las nieves”.
Quizás esta aproximación desde cierto realismo, junto a la deriva de la fantasía inefable hacia la explicación psicológica, hace que se pierda algo de la fascinación y el misterio que abundaban en la obra anterior de Hadzihalilovic. Pero, desde luego, se gana en reflexión poética-estética sobre el propio cine que tanto ha cultivado la realizadora, al mezclarse hasta la indistinción, desde el punto de vista de la niña, el rodaje, lo filmado y lo soñado. A su vez, entre Jeanne y la enigmática Christina, estrella de la película (interpretada por Marion Cotillard), surge una ambigua relación de seducción, obsesión y dependencia reflejada en la propia historia que ruedan, añadiéndose en la trama arquetipos como el del doppelgänger o el poseído, en vinculación a la cuestión de la actuación.
Todo, se entiende, para reflexionar sobre el cine como instrumento de poesía. Desde ahí abordó Hadzihalilovic la obra de Andersen, pues preguntada sobre el por qué de la forma metatextual (de cine dentro del cine) de la cinta, respondía (traducción libre del francés): “esto vino del cuento, de una cierta manera, porque este comienza con la descripción de un diablo que fabrica un espejo que refleja el mundo y que deformaba la imagen del mundo. Ese espejo se rompe y sus pedacitos acaban en el corazón de la gente, en los ojos, y la gente ve las cosas deformadas. Yo me dije que amaba mucho esa imagen porque me hacía pensar en las pantallas del cine”. Lejos de la negatividad del espejo demoniaco, con todo, la onírica y misteriosa deformación cinematográfica es en Hadzihalilovic fuente de deseable placer. Una deformación vinculada, claro, a la mirada infantil. Esa con la que concluía Andersen su cuento: “Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón”.
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