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En un momento de Dahomey, segundo largometraje de la directora franco-senegalesa Mati Diop, alumnos de la Universidad de Abomey-Calavi (Benín) discuten sobre algunos de los efectos más perecederos del colonialismo. “Los colonizadores nos hicieron esclavos de nosotros mismos”, dice una joven al mencionar la imposición de la lengua del colonizador (el francés, lengua oficial del Estado), que impide decir todo lo que se puede expresar en sus propios idiomas. Varios compañeros refuerzan su postura añadiendo que la implantación de un modelo educativo basado exclusivamente en el aprendizaje de los hitos de la cultura europea absorbió la capacidad de excelencia de los propios benineses, y, al mismo tiempo, convirtió sus costumbres más asentadas en objeto de rechazo y miedo. “¿Por qué ahora le tenemos tanto miedo al vudú? ¿De dónde viene ese miedo?”, dice uno. El montaje de Gabriel González corta y ofrece una respuesta, dada por otro estudiante: “Lo que nos saquearon hace más de un siglo es nuestra alma. El alma del pueblo. Es nuestra capacidad de sentirnos orgullosos”. 


En una secuencia de Pepe, tercer largometraje del realizador dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se muestra sin tapujos el modo de ejecución de este poder colonial. Estamos aproximadamente a 3500 km de distancia de Abomey-Calavi, en los alrededores del río Okavango en África del Sudoeste, la actual Namibia, antigua colonia alemana -tras la Conferencia de Berlín (1884-85)-, donde se produjo el genocidio herero y namaqua, considerado el primer genocidio del siglo XX. Es 1981. En un bus turístico, un grupo de alemanes, de safari, se ríen cómplicemente de las “bárbaras” creencias de un nativo. “Excentricidades” o “funny stories” que su guía ridiculiza y juzga con profundo paternalismo, además de censurar las palabras de su subordinado cuando este da instrucciones de cómo actuar en caso de que un hipopótamo se acerque a tu barco. “¡No digas eso! ¿Eres estúpido? Siéntate” le recrimina y ordena, para después dirigirse a su venerable público con un “Son historias, son fábulas africanas. A la población local les apasionan sus mitos. Tienen una gran imaginación”. 


Numerosos hilos temáticos y estructurales unen Dahomey y Pepe, presentadas en Donosti en la sección Zabaltegi-Tabakalera tras ser estrenadas mundialmente en la Sección Oficial de la Berlinale. Dos estimulantes reflexiones sobre la identidad y el colonialismo que, a través de muy dispares aproximaciones a los tópicos abordados, dan voz a realidades olvidadas o marginadas bajo el prisma hegemónico. 



Dahomey es el nombre de un reino desaparecido, probablemente fundado en el siglo XVII y situado en la actual Benín. Esta monarquía, conocida por contar con un ejército de mujeres guerreras (las Amazonas) y por el comercio de esclavos, cayó en 1894, con el derrocamiento del rey Behanzi por parte de las milicias francesas, dos años después de que la metrópoli comenzara sus campañas militares. Había sido entonces, en 1892, cuando decenas de objetos reales del Palacio Abomey fueron saqueados por las tropas dirigidas por Alfred Dodds, general de brigada y Gran Oficial de la Legión de Honor. 


Desde 2006, muchas de esas obras acabaron engrosando la abundante colección del museo etnológico Quai Branly-Jacques Chiriac (París), cuyo catálogo, formado por más de un millón de piezas, incluye 70000 objetos del África subsahariana provenientes de antiguas colecciones del Museo del Hombre y del Museo Nacional de las Artes de África y Oceanía. Entre ellas, se encontraban tres estatuas antropozoomorfas que representaban, con atributos animales, a los últimos reyes de Dahomey: Ghezo (pájaro), Glélé (león) y Béhanzi (tiburón). El 9 de noviembre de 2021, fueron restituidas, junto a otras 23 obras, a Benín, siendo expuestas en una muestra en el Palacio Presidencial de Cotonú que tuvo que ser prorrogada por la gran afluencia de visitantes. 




Pepe es el nombre del primer hipopótamo asesinado en América. Era un macho joven, descendiente de una de las seis parejas de hipopótamos originales que el conocido capo de la droga Pablo Escobar, incumpliendo cualquier convenio internacional sobre tráfico de especies, había traído a su Hacienda Nápoles. Creada en 1978 por Escobar y su primo Gustavo Gaviria, la Hacienda Nápoles fue una propiedad de unas 3000 hectáreas situada en Puerto Triunfo (Antioquía, Colombia), que contaba con numerosos edificios, carreteras, piscinas, lagos artificiales, etc., además de una pista de aterrizaje, plaza de toros y, desde principios de los años 80, un zoo privado, un Arca de Noé particular. Desde África y el Wildlife Park de Dallas, el narcotraficante mandó transportar más de 1500 especies de jirafas, tigres, leones, avestruces, cebras, canguros, elefantes… Tras la muerte de Escobar, en 1993, la Hacienda fue abandonada y la fauna desprotegida. Fue a mediados de 2007 cuando comenzaron a construirse las primeras atracciones en el lugar, convertido en un Parque Temático. 


Alrededor de estas fechas, Pepe fue derrotado en una pelea con El Viejo, el macho dominante de su grupo de hipopótamos. Ello hizo que tuviera que escapar de la Hacienda junto a su pareja, Matilda, para establecerse a unos 150 kilómetros, en el río Magdalena (río por el que los conquistadores españoles llegaron a la actual Colombia), donde vivió dos años. Pero las autoridades regionales y las del Ministerio de Medio Ambiente, preocupadas por la presunta peligrosidad del animal y por el mantenimiento de la propiedad privada, decretaron su pena de muerte. Dos ejecutivos, de nuevo, alemanes -de la multinacional automovilística Porsche e inscritos en la Federación Colombiana de Caza- lideraron el batallón del Ejército que liquidó a Pepe. El suceso despertó manifestaciones de grupos ecologistas, así como quejas de numerosos colectivos o de la Defensoría del Pueblo de Colombia. 




Oso de Oro en la 74ª Edición del Festival de Berlín, Dahomey es un metódico documental que retrata los pormenores, así como las reacciones de celebración y discusión, que suscitó el citado proceso de restitución a Benín, en 2021, de 26 piezas reales de Dahomey que se encontraban en el museo Quai Branly-Jacques Chiriac. Con una claridad, precisión, transparencia y concisión admirable, Diop resume la situación en breves intertítulos para después centrarse en la labor de los operarios que embalan, cargan, transportan, colocan, vigilan, protegen, examinan o describen las obras, ocupando estas usualmente el centro de las composiciones (generalmente primeros planos o planos medios), enfatizándose su materialidad. 



Y, de repente, una misteriosa voz emerge desde la oscuridad, hablándonos en el idioma fon. Se trata de la pieza número 26 (según la catalogación francesa), de la estatua del rey Ghézo (tal y como se nombra en Benin). Huella de un pasado olvidado en tanto despojado, “folclorizado” y convertido en estático en un museo que entraña su muerte. Con la pantalla en negro, nuestra atención se focaliza en las palabras, sugerentes reflexiones poéticas, en sintéticas frases cortas, que dotan de subjetividad concreta a la realidad colonial colectiva. Las imágenes podrán acompañar sus monólogos, solo cuando la obra recupere su identidad y su vitalidad en tanto objeto metamórfico de discusión presente, confirmándose el carácter y el potencial rebelde, cambiante y activo de la tradición y el patrimonio cultural. Se escucha: “Camino. Ya no me detendré en cada cruce, donde se desafiará mi humanidad. Ya no me preocuparé más por mi encarcelamiento en las cavernas del mundo civilizado. Nunca me detendré. Nunca me fui. Estoy aquí. No olvido.” Se ve un bello montage de coloridas luces en la noche, movimientos en cámara lenta o alegre cotidianidad. 



En Dahomey, así, las salidas poéticas o fugas oníricas y fantasmagóricas interrumpen la metódica claridad expositiva del documental canónico, en favor del goce estético, el impacto reflexivo o la dislocación de la cronología temporal, indicando una pervivencia del pasado, en constante transformación, en el presente. En cambio, en Pepe, es la voz del hipopótamo protagonista la que convierte la laberíntica y apasionante propuesta de Carlo de los Santos Arias en un relato, más o menos, lineal. 


Oso de Plata a la mejor dirección en la Berlinale de 2024, el hipnótico y muy divertido ensayo experimental Pepe comienza lanzando al espectador piezas de un puzzle que progresivamente irá montando. La voz de dos militares intentando comunicarse por sus walkie talkies durante la operación Nápoles, mientras vemos la pantalla en blanco. Una televisión en que aparecen fragmentos tanto de la noticia de la muerte de Pablo Escobar, como de la serie de dibujos animados de Hanna Barbera Pepe Pótamo, protagonizada por un hipopótamo violeta vestido como un explorador africano. Los rostros de soldados, esperando a entrar a matar. Y, entonces, escuchamos una voz fantasmagórica. La de Pepe, quien se pregunta por qué está muerto. 



La profunda, sabia y poética voz de Pepe (Jhon Narváez), entre la onomatopeya y los idiomas mbukushu, español y afrikáans, nos guía a lo largo de la historia de su vida y muerte, en busca de una respuesta. Una que pasa por esa condición de Otro radical y anormal que le une, en tanto oprimido y marginado, a los esclavos transportados desde África hacia el Nuevo Mundo, a las víctimas de genocidios coloniales, a los obreros bajo las órdenes de Pablo Escobar, a la población pobre de Estación Cocorná. Pero que también le separa, en un sistema en que, frustrados, los más desamparados parecen condenados a desarrollar un discurso inteligible y respetado solo cuando se oponen violentamente a una alteridad más recóndita y monstruosa. 



Dice Pepe, a este respecto, en un monólogo para el recuerdo [con partes omitidas, en la cita]: “Complejo problema este de la palabra “ellos”. Es lo más confuso de todo. ¿Quién es este “ellos” que interviene en mi oración? ¿Otros? Hay un “ellos” que puede ser un nosotros y un “ellos” que impide cualquier posibilidad de un nosotros”. Y sigue: “Mi historia solo tiene sentido porque se convirtió en su historia. En su historia me convertí en una sombra. Un trozo de madera. Un monstruo. Un “Otro” que aterrorizó a todos. Es como si este lugar rompiera todas las reglas de lo que éramos. Un nuevo mundo que rasgó toda nuestra existencia. Nada volvería a producir nuestros sonidos, solo el silencio quedó de lo doblemente desconocido. El para ellos y el para nosotros.” 



Nelson Carlo de los Santos Arias, realizador, productor, guionista, montador, director de fotografía, compositor y diseñador del sonido de la cinta, rompe el silencio de Pepe a través de la cacofonía. Pero, al hacerlo, invita también a difuminar la frontera entre el ellos y el nosotros, a romper con la centralidad de la alteridad en la articulación de la narración. Para ello, se sitúa siempre en el límite. Entre la verdad del caso real en que se inspira y el ejercicio de la imaginación más desbordante (su subtítulo: estudios de la imaginación). Entre el documental y el sueño. Entre la palabra y el ruido ininteligible (“¿cómo sé lo que es una palabra?”). Entre la oralidad y la transmisión no verbal (“No sé cómo recuerdo esta historia. Quizás, los ojos de los mayores me la contaron, o las cicatrices de sus cuerpos viejos”). Entre el retrato de la comunidad de Pepe y el del tejido social que hizo posible la desgracia (de transportistas a pescadores y cazadores). Entre lo cotidiano y lo insólito. Entre la seriedad y lo juguetón. Entre la concentración conceptual y la relajación narrativa. Entre un género cinematográfico y el otro. Porque Pepe fluye, con sorprendente desparpajo, del idílico y preciosista documental de animales, al natural horror; de la denuncia social más inesperada, al cine de acción más vibrante; del drama costumbrista, a la hilarante comedia negra; de la lúdica e impulsiva experimentación audiovisual (con cambios de formato, color, etc.), al meditado y reflexivo soliloquio filosófico (antropológico, sociológico, histórico, lingüístico y biológico). Todo desde la heterodoxia y la impureza fílmica más subyugante. 



Y es que Pepe es pura resistencia. Una barroca, rizomática, excesiva, sensorial y bastarda muestra de cine decolonial que se encuentra hasta cuando se pierde. Porque, en un momento, la voz de Pepe desaparece, y pasamos a observar una nueva periferia: la precaria realidad de los habitantes de Estación Cocorná, lugar presentado en un impresionante travelling lateral. De lo implícito a lo explícito, un concurso para la coronación de la reina del bocachico se convierte en plataforma de protesta por el deterioro urbanístico, el abandono, el olvido de la historia de los trabajadores, el mal servicio de abastecimiento de agua potable, etc. 



De manera similar, en Dahomey, nos alejamos de la exposición de las 26 piezas en el Palacio de Cotonú para asistir, como espectadores, al interesante y entretenido debate postcolonial de la comunidad universitaria de Abomey-Calavi, en que se cuestiona la ausencia de referentes de la propia cultura para la infancia; los eufemismos con los que se relató su historia; la noción de patrimonio; el sistema educativo y económico; la necesidad de una revolución o la suficiencia de la diplomacia;, lo insultante de una restitución tan parcial; el carácter histórico o político del acto de devolución; etc. Lejos de ofrecer aleccionadoras soluciones únicas, Diop muestra la emoción que despierta en el público cada postura, desempatando levemente la disputa con la voz en off de la escultura del rey Ghezo. 



Análogamente, la posición de Pepe no se ignora completamente en Estación Cocorná, sino que, aunque callada, pasa a identificarse con la de la cámara. Desde su perspectiva, observamos la facilidad con la que emerge la violencia. Nuestra mirada capta, ahora, lo ordinario y la cotidianidad con una extrañeza crítica y mordaz, que cuestiona lo dado como obvio. Porque ese era el punto. Como Pepe nos confirmará, la idea era retratar un espacio “donde todo está constantemente relacionado, desvaneciéndose la misma idea de una transparencia aplastante, que, como una maldición no para de repetir la misma historia”, llena de luchas de machos, dictaduras y muertes. 


Así, si Dahomey confía en la transparencia como medio para despertar la conciencia social, Pepe parece alejarse de esa transparencia explicativa que genera alteridades en violento conflicto. Desde ambas premisas, Diop y Carlo de los Santos Arias ofrecen dos extraordinarios trabajos en fructífero diálogo que visibilizan realidades Otras, no hegemónicas y olvidadas. Dahomey y Pepe rescatan nuevas voces que claman con contundencia por una descolonización definitiva que parece no llegar nunca. Voces cuya irresistible fuerza ya no puede ser ignorada. Es hora de escucharlas.


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Actualizado: 26 oct


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Tras The florida project y Red rocket, el cineasta norteamericano Sean Baker ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes con Anora, una obra maestra tan luminosa como desoladora, tan ligera como política, tan divertida como profundamente triste. Baker vuelve a dirigir su mirada comprensiva y desestigmatizadora hacia personajes que, desde los márgenes de la sociedad estadounidense, intentan alcanzar un sueño americano que acaba por resultar inalcanzable. 


En este caso, seguimos a Ani/Anora (Mikey Madison), una profesional y carismática trabajadora sexual de Brooklyn cuya vida da un vuelco cuando conoce a Ivan/Vanya (Mark Eydelstheyn), el caprichoso, impulsivo y malcriado hijo de un oligarca ruso. Su idilio de ensueño pronto se convertirá en pesadillesco, cuando los padres de Vanya intenten acabar con la relación sentimental de su heredero, enviando a una excéntrica y “coeniana” panda de matones de pacotilla, integrada por Igor (Yura Borisov), Toros (Karren Karagulian) y Garnick (Vache Tovmasyan). 


Dividiendo la película en tres segmentos claramente diferenciados, Baker nos permite acompañar muy de cerca a Ani en su viaje desde la ilusión inicial, hasta el desencantamiento progresivo, pasando por la desconcertada confrontación. Análogamente, el espectador pasa del festín de hedonismo inicial, al drama discursivo y realista que se va imponiendo paulatinamente, sin olvidar, en el segundo acto, la screwball comedy más hilarante. 



La cinta comienza haciendo uso de un elíptico montaje y de una dinámica puesta en escena que, con una playlist de rítmicos temas pop y trap de fondo, muestra tanto la rutina laboral de Anora como su ruptura en favor del gozoso embelesamiento que le (y nos) produce la superficial, excesiva y frívola sucesión de lujos que le ofrece el entorno de Vanya.


Pero es en la segunda parte, cuando el largometraje conquista. Baker entiende el enorme potencial humorístico del barullo, el desacuerdo y el enfrentamiento, y diseña una divertidísima set piece de más de 30 minutos, donde, mediante el slapstick, estridentes diálogos superpuestos y la comedia de situación, cada personaje es reducido a su modo particular de reaccionar ante la persistente y gritona protagonista. Uno se disculpa, el otro la recrimina; uno se muestra desconcertado y lleno de estupefacción, el otro expresa una firme convicción monosílaba; uno tiene parsimonia conciliadora, el otro improvisa celeridad represora. Los choques son tan inevitables como las carcajadas que provocan. 


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Y, entonces, poco a poco, la burbuja empieza a romperse. Baker sigue generando cómicos conflictos a partir de cualquier minucia o complicación repentina, sigue componiendo planos generales donde las estrambóticas acciones o discusiones secundarias de ciertos personajes no se difuminan y sigue encuadrando en primeros planos las reacciones más célebres y divertidas. Pero, gradualmente, y a través de la mirada dolorida y cada vez menos esperanzada de Anora, la tristeza va apareciendo. 



Tras la fisicidad del lap dance, la dualidad expresiva en su trabajo y la comicidad más chillona, Mikey Madison muestra ahora su versatilidad actoral en la variación emocional que expresa su rostro. Madison brilla en un sobresaliente reparto, en que Mark Eydelsteyn encandila y desespera en su infantil jovialidad, Karren Karagulian divierte en su paródico patetismo y Yura Borisov entusiasma, al interpretar a un personaje que dialoga con el que encarnó en Compartimento Nº 6 (Juho Kuosmanen). 



Es con Igor, el personaje interpretado por este último, con quien Anora discute, en los compases finales del filme, sobre la posibilidad de la violación o la agresión vivida, revelando la profunda violencia de las secuencias anteriores. El conflicto, antes objeto de risa, se convierte, en retrospectiva, en expresión de desazonadora angustia y de la comprensión más dramática, que alcanza su culmen en una árida secuencia final para el recuerdo. 


Con todo, uno nunca llega a tener la impresión de que el largometraje presente una espectacularización del sufrimiento de una víctima indefensa, debido a que, con su férrea resistencia a ser humillada, Ani no pierde en ningún momento la admirable entereza y dignidad que le quieren arrebatar. Pero, también, debido a que, lejos del patrón esperado, los gorilas del padre de Vanya son trabajadores sin un ápice de sadismo. Perdedores sociales cuya condición de clase permite a Baker sugerir la posibilidad de la reconciliación, la empatía y el cariño desinteresado. Ese entendimiento común que los más impunes, con su manipulación, cosificación y desprecio, han llegado a convertir en dolorosamente inconcebible. 


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Quien escribe estas líneas experimentó en la proyección del Teatro Principal de Donosti una sensación de entusiasmo y entrega generalizada similar a la que, un lustro antes y en el mismo festival, había sentido en la proyección de Parásitos. Una película que, como Anora, distribuye Neon en Estados Unidos, ha ganado tanto la Palma de Oro como el tercer puesto en el Premio del Público de Toronto, y cuenta con cambios tonales bastante llamativos. Parásitos terminó llevándose el Oscar a la mejor película. Veremos si Anora sigue el mismo camino.



 
 

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“I was observing your gaze” (Emmanuelle, Audrey Diwan)

-Traduce: "Estaba observando tu mirada"-


“Para empezar (y para terminar), habrá que socavar la propia mirada voyeurista-escopofílica, que constituye un elemento fundamental del placer fílmico tradicional”. Con esta contundente afirmación concluía su influyente artículo “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, la teórica feminista Laura Mulvey. Utilizando la teoría psicoanalítica como arma política, la autora introdujo en dicho texto el fértil concepto cinematográfico de la male gaze (la mirada masculina).


El cine narrativo tradicional, según Mulvey, habría desarrollado una estructura placentera de la mirada consistente en dos fenómenos simultáneos: la identificación con la imagen contemplada “a través del narcisismo y la constitución del ego” y el uso de otras personas “como objeto de estimulación sexual a través de la observación”. La cuestión es que el sistema patriarcal, mediante la división heterosexual del trabajo activo/pasivo, generaba un ordenamiento de tales fenómenos bajo el cual el hombre se convertía en portador de la mirada determinante (la male gaze) con que se identifica el espectador y la mujer, en objeto sexual de exhibición poseído por tal mirada. 


Ante tal código cinematográfico dominante, Mulvey proponía la insurrección. Cincuenta años después, la programación de la 72ª Edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián nos ofreció heterogéneos abordajes de esta tarea. Desde el body horror más festivo, el cine erótico intertextual más discursivo o la cruda perturbación más vanguardista, Coralie Fargeat (The substance), Audrey Diwan (Emmanuelle) y Dea Kulumbegashvili (April) parecen haber seguido los consejos de Mulvey, proponiendo nuevas miradas con las que arremeter contra la male gaze más patriarcal.


EMMANUELLE

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La cineasta Audrey Diwan ganaba en 2021 el León de Oro de la Mostra de Venecia con su magistral El acontecimiento, terrorífico y oportuno testimonio feminista sobre las consecuencias de la ilegalidad del aborto en la Francia de los años 60. Adaptando la novela homónima de Annie Ernaux (Premio Nobel de Literatura), Diwan creaba una atosigante puesta en escena -formato 4/3, planos muy cercanos (y seguimiento constante) del rostro y del cuerpo de la protagonista, impactante diseño sonoro del fuera de campo- para sumergirnos en la angustiosa vivencia de la confrontación entre una persona y su opresivo entorno. 


La exploración de la relación entre un sujeto y su ambiente permanece en Emmanuelle, el interesante nuevo largometraje de la realizadora que inauguró la Sección Oficial de la Zinemaldia. Pero la cuestión ya no se aborda desde la emoción descarnada y la fisicidad, sino desde disquisiciones intelectuales explícitas en torno a la cuestión de la mirada, de cómo miramos y de cómo nos miran. Más concretamente, Emmanuelle es un viaje de liberación sexual (y laboral) de una mujer en busca de su propio placer. Una búsqueda que pasa por la emancipación frente a una male gaze que debe ser confrontada. 



Y la confrontación se particulariza en la novela y la película que Diwan revisa con celebrable empeño. Porque sí, como El acontecimiento, Emmanuelle es, de nuevo, una adaptación. En este caso, de la novela erótica publicada oficialmente bajo el pseudónimo de Emmanuelle Arsan en 1967, tras circular durante casi una década, bajo gran escándalo, de manera anónima. Años más tarde, se desveló que la escritora era Marayat Rollet-Andriane, novelista tailandesa casada a los 16 con el diplomático francés Louis-Jacques Rollet-Andriane, a quien luego se atribuyó la escritura real del libro. 


La obra tuvo varias secuelas, así como numerosas versiones cinematográficas, siendo la más icónica y polémica la dirigida por Just Jaeckin en 1974, con Sylvia Kristel como protagonista. Un anodino, rancio, racista e irreal soft-porn que decía contribuir a la liberación de la mujer, mientras radicalizaba progresivamente la cosificación y sumisión machista de su protagonista. Todo para la male gaze, claro. 



Emmanuelle era entonces una inocente, desempleada y casi adolescente joven que viajaba a Bangkok para reunirse con su marido, quien abogaba por la libertad de su esposa para experimentar el placer sexual de la mano de varios personajes, pero que, celoso y posesivo, acababa por dirigir sus actos sexuales de la mano del muy adulto Mario. Un hombre que guiaba una práctica de “erotismo puro” que acababa por incluir violaciones y la plena pasividad de la mujer. 


Emmanuelle (Noémie Merlant) es ahora, para Diwan, una muy capaz y competitiva directiva de la industria turística que viaja a Hong Kong para evaluar el funcionamiento de uno de los hoteles de lujo de su empresa, a la par que se enfrenta a cierta insatisfacción sexual. 



Las escenas de sexo, en muchos casos remakes de secuencias del filme original, son ahora vistas desde una mirada completamente diferente. Por ejemplo, la despreocupación de la protagonista al masturbarse (acompañada) es sustituida por el temor ante la posibilidad de estar siendo observada, de ser objeto de miradas voyeurísticas. O lejos de falsos gemidos en el baño de un avión, ahora se enfoca la tensa espera y el sonido enfatiza la posterior desconexión e incomodidad durante la impersonal repetición rítmica del coito. Posteriormente, en un plano secuencia para el recuerdo, una correcta Noémie Merlant relata y describe con pelos y señales dicho momento de manera deserotizada, analítica y fría. Muy fría. 



Y es que probablemente lo que más sorprendió de la propuesta a quien escribe estas líneas fue la frialdad y lo aséptico de Emmanuelle. Lejos de la emoción febril, el puro dolor, la tensión o el miedo de El acontecimiento, aquí se impone una monotonía muy poco disfrutable. Pero quizás ahí esté el punto, en la necesidad de enfriar cualquier estructura placentera tradicional de la mirada (masculina y patriarcal), antes de transformarla en un antisistema y memorable (aunque poco radical) desenlace, que contrasta con el de la cinta de Jaeckin y que encauza el discurso. Un final donde un travelling circular da cuenta de la libertad de un personaje que ha invertido los roles que impedían su conversión en sujeto deseante.



Aún así, hasta tal desenlace, sin anclaje emocional, al espectador solo le queda abandonarse a un montaje tan errático como su protagonista, en el que los eventos se suceden sin una lógica interna sólida, y a unas imágenes que bien podrían pertenecer al spot publicitario del hotel, con una exaltación del lujo en fetichistas planos detalle, fundidos encadenados, nitidez digital, etc. Y aunque despierta cierta curiosidad saber si el móvil real de Emmanuelle es buscar un fallo en el funcionamiento del hotel o su placer personal, esta es la única pregunta que conduce el interés del espectador por el argumento de una película que, con tan pocos alicientes, acaba por ser profundamente anodina. 




LA SUSTANCIA

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Decía Laura Mulvey que, a lo largo de su filmografía, Alfred Hitchcock mostró repetidamente el lado perverso de la fascinación ante la imagen erotizada. Esa imagen que somete a la mujer a la mirada voyeurista del héroe masculino -asociado al orden simbólico-, con el que el espectador se identifica, convirtiéndose en cómplice. En Vértigo, siniestra obra maestra del realizador británico, el obsesivo detective protagonista forzaba a una fantasmal y arrepentida “figura de belleza y misterio femeninos” a adecuarse a la apariencia física real de su fetiche, a convertirse en la “perfecta imagen hecha para-ser-mirada”. 


La conocida partitura de Bernard Herrman que aparecía cuando tal imagen impactaba nuestras retinas suena en un momento de The substance, de Coralie Fargeat, presentada en la sección Perlak tras ganar el Premio al Mejor Guión en Cannes. Pero lo que emerge de los muertos es ahora un grotesco monstruo que se opone diametralmente a la imagen deseada por la mirada dominante. Y es que The substance es un glorioso baño de abyección como crítica feroz y antídoto ante los opresivos y misóginos cánones de belleza normativos. Uno que subvierte sus numerosas referencias cinéfilas, de Kubrick a Lynch, de Cronenberg a Billy Wilder. 



Se nos cuenta la historia de Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una estrella de Hollywood en horas bajas que, tras la efímera fama y el reconocimiento crítico, ha sido olvidada y relegada a presentar un soso programa de fitness. Cuando, en su quincuagésimo cumpleaños, recibe la noticia de que va a ser despedida debido a su avanzada edad, decide inyectarse “La sustancia”, un producto que promete generar “una versión mejor de ti misma: más joven, más bella, más perfecta”, un alter-ego llamado Sue (Margaret Qualley). 



Esta sustancia, presentada por una apática y grave voz masculina, se convierte en metáfora de ese patriarcado que excluye, deshecha y afea a cualquier mujer que se aleje de un ideal de belleza cada vez más inalcanzable. De ese sistema que enemista a las que lo sufren, enfrentadas por alcanzar una posición de poder que solo lo es aparentemente. 


Pero, más allá de la precisa alegoría, lo que verdaderamente sacude al espectador de la propuesta de Fargeat es la audaz, enérgica, visceral e impresionante puesta en escena, con un estilo muy marcado, que genera tensión, incomodidad e impacto. Mucho impacto. Un dinámico montaje que mantiene un ritmo imparable, un maquillaje memorable que da cuenta de los cambios corpóreos de la protagonista, unas sobresalientes actuaciones que trabajan la expresividad de la impulsividad, una vibrante e inmersiva banda sonora techno, un sonido que amplifica cada mínimo ruido para convertirlo en atronador, un heterogéneo aprovechamiento de un artificioso, impoluto y saturado diseño de producción. 



Y, sobre todo, una proliferación de planos detalles, sea para expresar el ordenado proceso técnico que se ha de seguir en un correcto funcionamiento de la sustancia, o para abrumarnos por el caos que se acaba imponiendo cuando este se rompe. Sea para satirizar hasta la caricatura la puerilidad invasiva de Harvey (Dennis Quaid), machirulo magnate de la industria del entretenimiento poseedor de la mirada hipersexualizadora a ser confrontada, o para retratar compasivamente el rostro entristecido de una Elisabeth cada vez más disgustada con su propio cuerpo. Sea para encuadrar los efectos de la edad en el cuerpo, la movilidad, la salud y la expresividad de Elisabeth, o para emular la male gaze endiosando la irreprochable figura apolínea de Sue. 



La película juega con las repeticiones (de planos y composiciones, en lo formal, y acciones rutinarias, en lo narrativo) para generar un marcado contraste entre el desenvolvimiento en el mundo de la protagonista y de su doble, con reacciones del entorno antitéticas (el desprecio, la admiración) que revelan la cara misógina de la tiranía de la juventud. 



Demi Moore se expone hasta niveles insospechados en un papel con varios elementos que remiten a su propia historia vital, pero es Margaret Qualley, la doppelgänger de la función, la que brilla. Qualley logra, al mismo tiempo, identificarse auto-conscientemente en la posición de objeto pasivo del deseo masculino y hacer creíble tanto su identificación con el personaje de Moore, como sus sucesivos distanciamientos. Hasta el punto en que estos sean irreparables, y a la película solo le quede entregarse a la violencia y acción más loca, gore, festiva, salvaje y catártica. 



APRIL


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Nina (Ia Sukjitashvili), desde el asiento de su coche, se encorva para hacer una mamada (fuera de campo) al desconocido que la acompaña, de quien escuchamos su respiración excitada. La sensación es extraña. Las miradas de Nina no se dirigen al espectador, pero la frontalidad de la composición y la cercanía del sonido pueden producir una identificación con el desconocido, como si estuviéramos ante un plano subjetivo. Y, de repente, estalla la violencia. Nina comienza a masturbarse y demanda: “Lámeme”. Ante esta orden, el hombre aparece ofendido en pantalla y estampa con fuerza el rostro de Nina ante el volante. La identificación se vuelve imposible y la distancia con su subjetividad insalvable. 


Así, el segundo largometraje de la georgiana Dea Kulumbegashvili, April, solo ha necesitado de un largo y minimalista plano secuencia para separarnos radicalmente de la male gaze. Ya Mulvey decía que la ruptura (en la modernidad cinematográfica) de la subordinación de las miradas de la cámara y del público a la mirada de los personajes era un medio de destruir “la satisfacción, el placer y el privilegio del «huésped invisible», a la vez que [de poner] de relieve la forma en que el cine ha dependido de mecanismos voyeuristas activos/pasivos”. ¿Y cómo llevar a cabo tal ruptura? En el caso de la cámara, destacando su materialidad en el espacio y en el tiempo (de ahí, prolongar la duración del plano como modo de resistencia). En el caso del espectador, con una conciencia crítica de su distanciamiento. Rompiendo la ilusión del plano subjetivo (mirada personaje = cámara = espectador), Kulumbegashvili revela la violencia. Está todo dicho. 


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Y lo mejor es que todavía quedan dos exigentes horas más llenas de hallazgos audiovisuales, que son también actos políticos y feministas profundamente estimulantes. Pero que quizás no llegan al nivel de conmoción de Beginning, ópera prima de la directora, por la ausencia del efecto sorpresa de descubrir una nueva voz tan contundente y prodigiosa. Porque de ahí venimos. De un milagro que arrasó en la Zinemaldia de 2020 con la Concha de Oro a la mejor película y los galardones a la mejor dirección, mejor actriz (Ia Sukhitashvili) y mejor guión. Un récord histórico para una desafiante propuesta en la que la crisis personal de una miembro de una comunidad de Testigos de Jehová atacada por un grupo extremista, servía para mostrar variaciones en torno a la violencia patriarcal. 


Hace 4 años, Luca Guadagnino presidía el Jurado que quedó encandilado por la cinta. Hoy produce April. De nuevo, una historia muy simple. Nina es una ginecóloga obstetra de un hospital de provincias que es acusada de mala praxis cuando un recién nacido muere bajo su supervisión. Enfrentada a una investigación, se extienden los rumores de que atiende a pacientes que buscan abortar clandestinamente. 


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Y esto es, de nuevo, una excusa para revelar el clima emocional de miedo, soledad, vergüenza o impotencia que sienten las mujeres a lo largo del metraje. Habitantes de una realidad conservadora con un modo de vida que les impide realizar sus propios deseos. Una abusiva y violenta situación reforzada institucionalmente, en la que cualquier alternativa es condenada al ostracismo y en la que la mala reputación se convierte en mortal. Todo implícito en las imágenes hasta que se hace verbalmente obvio en un diálogo austero. Se dice: “Pero es su derecho convertirse en madre”. Se responde: “Si mi marido descubre que alguien la dejó embarazada, no sé lo que haría”. Cuánto contenido en tan poco. 


En April, ganadora del Premio Zabaltegi-Tabakalera en Donosti y del Premio Especial del Jurado en Venecia, Kulumbegashvili consolida su lenguaje cinematográfico propio, su mirada particular. Una mirada basada en mínimos gestos audiovisuales que invitan al espectador a completar con su imaginación lo que no ve, dotando a tales gestos de enorme densidad. Ahí están los sugerentes manejos de las elipsis, de la luminosidad espectral, del cambiante punto de vista, del fuera de campo, de la superposición de capas sonoras… Así, en un momento de la cinta, los precisos y agobiantes movimientos de una mujer recostada de quien solo vemos su costado y el sonido de su respiración entrecortada junto al de instrumentos metálicos, nos hace entender a la perfección qué es lo que se nos está representando. Todo, con el respeto de no hacer de la tragedia un espectáculo de pornografía emocional. Y ello sin perder un ápice de escalofriante tensión sostenida. 


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Una secuencia que contrasta con la pura, carnal y visceral explicitud, en la primera parte del filme, de un parto rodado en plano cenital. Y es que la mirada de Kulumbegashvili también está basada en ese contraste que produce distanciamiento y dispara la atención de quien ve y escucha. Primero la pura ambigüedad ante la aparición en un entorno irreal de una misteriosa criatura que bien podría representar (o no) la monstruosidad con la que el patriarcado designa a Nina. Luego, la transparente claridad y el realismo del parto. 


Primero, nítidos y fríos planos generales, composiciones con puntos de fuga y profundidad de campo en que cada elemento del diseño de producción cobra igual importancia e invita a nuestra observación. Luego, primeros planos de hieráticos rostros en los que cualquier matiz o ápice de movimiento se magnifica. Primero, terroríficos momentos de plena oscuridad en los que no parece haber salida. Luego, aliviadoras imágenes documentales, con cámara en mano, del bello e imponente paisaje georgiano, donde la fertilidad primaveral invita a la esperanza. Sí, la vida sigue, por más difícil que parezca. 




 
 
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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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