La trama fenicia
- Manuel Hevia Carballido

- 26 ago
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Influenciado por su trabajo con la animación stop motion en Fantastic Mr. Fox (2009), el cineasta texano Wes Anderson radicalizó posteriormente su particular estilo visual en sus películas de acción real, creando meticulosas composiciones simétricas y precisos travellings o paneos; reduciendo el uso de tambaleantes cámaras en mano al mínimo; priorizando la edición en cámara frente a los cortes de montaje; utilizando miniaturas y decorados con profusos detalles y colores pastel; subordinando las acciones de los actores al movimiento de cámara y no a la inversa; diseñando personajes hieráticos que declaman diálogos rápidos estilizados, con una gestualidad milimétrica mínima; variando entre diferentes relaciones de aspecto y gamas cromáticas; o cuidando y sofisticando las acciones del fondo del plano de manera que los elementos relevantes en la composición se multipliquen (un análisis más detallado de esta evolución estilística puede encontrarse en este vídeo-ensayo de The discarded image).
Junto a estos recursos, se mantiene el uso puntual de la narración en off, los planos detalles cenitales, la composición planimétrica, la presencia de repartos plagados de estrellas de Hollywood, la predilección por escenarios exóticos (en ocasiones, cayendo en el orientalismo y la apropiación cultural), la estructura capitular o la invención de personajes pintorescos.
El resultado es un barroquismo formalista no incompatible con la pulcritud, un maximalismo inquebrantable que genera mundos perfectamente ordenados con reflexivos mecanismos de distanciamiento brechtiano que hacen al espectador consciente de su artificiosidad y de la huella de su creador. Mundos que sirven de felices refugios apacibles, tranquilizadores y coloristas, aún valiendo en ocasiones para denunciar cuestiones políticas como el auge del totalitarismo (claras al respecto son El gran hotel Budapest, 2014, o Isla de perros, 2018). En cualquier caso, no parece extraño que este radical despliegue de artificiosas y rimbombantes ficciones de orden se haya convertido en asunto central de sus últimos filmes. Es decir, que el mismo hecho de narrar, dando orden de una determinada manera, sea puesto en primera plana temática y argumental.
Así era en El gran hotel Budapest, que comenzaba con una triple puesta en abismo, o en La crónica francesa (2021), una indagación acerca del condicionamiento de la narración según quien la relate, acerca del peso, la participación y la influencia autoral del narrador sobre su historia. Y también en su colección de cortometrajes The Wonderful Story of Henry Sugar and Three More (2024), cuentacuentos teatral donde exploraba las vicisitudes del fenómeno de la adaptación cinematográfica, haciendo brillar la pluma de Roald Dahl. Pero era en la magistral Asteroid city (2023), su anterior largometraje, donde Anderson rompía, ampliaba, subvertía y volvía a romper la cuarta pared de manera más radical, mostrando que estas meditaciones sobre la narración trataban también, en el fondo, sobre nuestra relación con la vida.
Anderson hacía uso de un dispositivo narrativo laberíntico en el cual un programa de televisión (en blanco y negro) en forma de falso documental se convertía en crónica de la creación de una obra teatral ficticia (incluso dentro de la ficción, pues es “un drama imaginario creado expresamente para esta emisión”, como anuncia el cronista), que ocupaba la mayor parte del metraje (en color). El personaje protagonista de la obra, Augie Steenback, estuvo “célebre e indeleblemente ligado al actor que creó el papel” (que diría el cronista), de manera que la herida del personaje se transmitía al actor y el melancólico vacío existencial, sin respuestas sobre el sentido de la “obra”, del actor se trasladaba a la personalidad de su personaje. Cargada de escepticismo, Asferoid city asimilaba el arte y la vida para defender la necesidad de seguir interpretando nuestro papel teatral o cotidiano aún sin saber nada en un mundo que se desmorona, una vida caótica sin certezas ni propósito, marcada por la desgracia y la muerte. Pero también entendía la ficción, ordenadora, como un espacio de sentido en que crear posibles respuestas, como un ensueño al que hay que sumirse para poder despertar (“you can´t wake up, if you don´t fall sleep” se repetirá como consigna en la cinta).

En La trama fenicia, la última película de Wes Anderson, el realizador deja de lado estas reflexiones estéticas, vitales y epistemológicas sobre la narración, proponiendo, de todas formas, una actitud alternativa a la ficción ordenadora como otorgadora de propósito en un mundo sin sentido. Y lo hace retomando tanto sus exploraciones sobre el impacto de la muerte, presentes en Asteroid city, The royal Tenenbaums (2001) o Viaje a Darjeeling (2007), como, sobre todo, uno de sus temas más recurrentes desde sus primeros trabajos: la reconciliación familiar, entendida como manejo de egos, traumas y disfuncionalidades, como viaje de autodescubrimiento hacia la aceptación y la apertura emocional ante los demás.
En este caso, se trata del reencuentro paterno-filial entre el multimillonario magnate sin escrúpulos Zsa-zsa Korda (Benicio del Toro) y su hija, la devota monja Liesl (Mia Threapleton), después de que aquel quede afectado por un accidente aéreo que estuvo a punto de dejarle sin vida. Tras esta experiencia, el manipulador, cruel y poderoso empresario decide nombrar a su primogénita como heredera de su enorme emporio, con su consiguiente periodo de pruebas aprendiendo las características de su negocio familiar, así como siguiéndole en sus intentos por llevar a término su ambicioso, monumental e injusto (involucra el esclavismo, la explotación no sostenible de la naturaleza, etc.) proyecto de ingeniería industrial: el Plan Fenicio de Infraestructura Terrestre y Marítima Korda, en la Gran Fenicia Independiente Moderna.
En una de las simpáticas viñetas que estructuran episódicamente el filme, Liesl arriesga su vida por acompañar a su padre. Este, sorprendido, expresa que no sabe si sentirse halagado o entristecido, ante ese acto hecho “como si tal vez importara”. Para quien escribe estas líneas, es en esta declamación donde reside el corazón de la nueva propuesta de Anderson. En ese hacer como si nuestras acciones tuvieran sentido, centrándonos en el cuidado de nuestros seres queridos bajo el peso de nuestra finitud, saliendo del despiadado cinismo con el mandato de hacerse el más fuerte que rige el sistema capitalista voraz en que Zsa-zsa Korda tan bien se maneja.
El esquemático viaje de redención, de la villanía a la heroicidad, del protagonista va acompañado de un progresivo acercamiento al rostro cada vez más vulnerable de Benicio del Toro, pues al inicio de la cinta, los primeros planos daban cuenta solamente de una expresividad amenazante, enfatizada por la rítmica partitura de Alexandre Desplat, pero al final nos conectan con su emoción genuina, como se lograba también con el mismo recurso en los momentos climáticos de The Life Aquatic with Steve Zissou (2004) o Moonrise Kingdom (2012), en los que la artificialidad se dejaba de lado momentáneamente, para que la interpretación brillara y la sentimentalidad subyacente se colara a la perfección. A su vez, la evolución del personaje se va articulando y expresando en una serie de diálogos sobre la devoción, la creencia y la fe, que completan esas repentinas y poco aprovechadas fugas surreales en blanco y negro al Cielo, que recuerdan a la A vida o muerte de Michael Powell y Emeric Pressburger. Por último, tal arco de redención y transformación es paralelo al buñueliano proceso de liberación de Liesl, descubriendo los placeres terrenales y las alegrías que su religión le prohibía, especialmente en ese pasaje en la selva en que las confesiones se cruzan y las máscaras se caen, al más puro estilo de La muerte en este jardín del propio Buñuel.
Es en el cruce entre ambos tránsitos vitales donde se produce la reconciliación familiar, como si tal vez tuviera un sentido. Los violentos tejemanejes geopolíticos en un mundo putrefacto quedan en segundo plano, en una inconcreción referencial, mientras que, al más puro estilo made in Hollywood, es el cambio individual del “alma” y de la relacionalidad familiar, en lugar de las mutaciones estructurales del sistema, lo que acaba siendo objeto de atención y motor central de la transformación social. Esta supeditación del conflicto macro-social a lo micro-familiar es coherente con la estrategia de condensación que Wes Anderson acomete, en diferentes niveles, a lo largo del largometraje.
Por un lado, la emoción enmascarada de los personajes acaba revelándose con pasmosa claridad y muy sintéticamente (es decir, condensada) en recitaciones como la citada (el sentirse halagado o entristecido, como si tal vez importara). A este respecto, toda la emoción sentida acaba por verbalizarse, dada la tendencia de los personajes, a pesar de la mentira o del ocultamiento estratégico argumental puntual, de contar las intenciones, frustraciones y acciones que experimentan o realizan mientras las viven. Una tendencia que solo es parte de la propensión más general de Wes Anderson hacia la superficialidad, es decir, hacia dejar en la superficie verbal e icónica la mayoría de significados, rasgos psicológicos, datos, etc. La forma es el fondo y el fondo no es más que la forma. Es en este sentido en que se puede concebir el ordenado universo ficticio andersoniano como un artefacto o mundo de autenticidad y sinceridad (de manera similar, quizás, a Aki Kaurismäki). Por ejemplo, los libros que lee Korda reciben como título una descripción de su contenido o, equivalentemente, son “cualquier” libro sobre el tema cuyo título desvela. O, otro ejemplo, un paneo hace visibles las cajas de zapatos que incluyen los diferentes pasos del plan de Korda cuando este las nombra, de manera que tales cajas existen en tanto mentadas y son mentadas en tanto que existen. Redundancias como esta, junto a los caricaturescos personajes secundarios, las ocurrentes situaciones o las repeticiones de gags, que constituyen las principales herramientas humorísticas de una película que no llega a las cotas de hilaridad con poso melancólico de muchas de las anteriores obras de Anderson.
Por otro lado, lejos del parcial horror vacui de La crónica francesa (con su abigarramiento ordenado de información y detalles decorativos) o de la densidad coral y estructural de Asteroid city, La trama fenicia se caracteriza por un despliegue lineal y casi minimalista, condensado, del artificioso e idiosincrático estilo formal del director, ya desgranado. El resultado es, para los que somos acólitos del cine de Wes, una cinta desafortunadamente menos cargada de originales estímulos visuales y sonoros, menos divertida y reflexiva, menos radical, menos gozosa estéticamente y menos catártica emocional e intelectualmente que, por ejemplo, Asteroid city. Pero quizás también, dada su linealidad, su clara condensación, su pura superficialidad o sus canónicos arcos de personaje, más digerible para el espectador ocasional.
































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