Hay películas que tienen un "mode" peculiar y son difíciles de clasificar; esas que uno duda en recomendar a un amigo, o que cuesta explicar lo que transmiten. La película co-producida entre España y Estados Unidos, Un monstruo viene a verme (o en inglés A Monster Calls) tiene un poco de esa esencia. Es como si en su fuero interno habitara la necesidad de hacer una película de domingo familiar, usando tintes "hipsterosos" de cine independiente, pero con la elucubración del alma de un niño al estilo europeo. En cualquiera de los casos, la película arrastra al espectador dentro de su cadencia, y lo lleva de la mano a un estallido de emociones, a veces intencionalmente lacrimógeno, que incluyen la rabia, la culpa y la tristeza. De hecho, con este precedente, se puede entrar en el debate de si se trata una película dirigida al público infantil, pues su historia y los tiempos que maneja durante la tensión de la película, persigue adentrarse en una metáfora cinematográfica del fin de la infancia más que contarle el proceso a un niño.
Juan Antonio Bayona, director español de El Orfanato (2007) y Lo imposible (2012), es quien se encarga de llevar a la pantalla la adaptación cinematográfica de esta novela fantástica del mismo nombre publicada en el 2011. El libro fue escrito por Patrick Ness quien además se encarga de adaptar el guión del film. Esta novela cuya adaptación al cine es bastante respetuosa, estaba inspirada en una idea original de la autora Siobhan Dowd, escritora de libros para jóvenes y víctima mortal del cáncer de mama. Fue bajo esta angustiosa premisa que nació el relato de la película: la mamá de Conor, el niño protagonista, tiene cáncer y está coqueteando de forma constante con la muerte. Los 108 minutos del film resumen este momento crítico desde la perspectiva del niño de doce años, que encuentra un interlocutor en un viejo árbol del cementerio que está cerca de la casa. Este árbol, tras lo que parece una invocación de Conor, se transforma en un monstruo que comienza a acosarlo con la condición de que debe oírle tres historias; aunque la última se la debe contar el protagonista.
El joven actor Lewis MacDougall interpreta a Conor, un niño triste y con atisbos de abandono ante la separación de sus padres y la enfermedad de su madre, con la que vive. La interpretación de este pequeño actor es quizás uno de los asuntos no resueltos de la película, es decir, contiene tanto dolor dentro de sí que uno no llega a definir si es un truco del director para mantener, con manipulación, el vínculo con el público; o es la forma astuta que tiene el niño de mantener un tono necesario para la revelación final de este personaje en la película. Por lo que vale destacar que el actor es británico y que sus facciones, al natural, transmiten una profunda melancolía. Pero independientemente de la razón, el niño es la columna vertebral de la película y la relación que se establece con él es la guía para mantener en vilo el desarrollo de los acontecimientos. Y eso, al fin y al cabo, se logra. El espectador, sin darse cuenta, forma parte de este recorrido y siente tanta injusticia como propia.
Y es que la película transita por un juego de emociones muy complejas: la soledad, la posibilidad de la muerte pero, sobre todo, la conciencia de que la infancia se acaba. Nadie nunca advierte que hay un momento en la vida en el que ocurre un quiebre, en el que se busca entender al mundo, de ordenarse bajo sus reglas, pero este mundo es implacable y las decisiones de los adultos dejan de depender del niño. Eso le ocurre a Conor: su papá no puede estar con él, su mamá hace todo por sobrevivir, su abuela trata de hacer hasta lo imposible por proteger a la mamá; y nadie se da cuenta del bulliyng que le hacen en el colegio, o de los sentimientos de ira que va almacenando y revelando a través de actos que en principio no se sabe si pertenecen al monstruo, o si responden simbólicamente al monstruo que habita en él.
Sólo Sigourney Weaver entra a participar de esta intimidad. Ella, quien siempre nos recordará a Alien, deja la fuerza a un lado para mostrar su espacio más vulnerable. A pesar de ser una abuela distante, poco asertiva y emocionalmente compleja; es la que generará los espacios de conflicto en el protagonista y quien observará desde la intimidad cotidiana y real las reacciones de Conor. Tanto así que, una de las grandes escenas de la película, se la deben a ella junto al niño en el carro mientras esperan que cruce el tren. Es un espacio en el que no hay más excusas para ponerle nombre a los sentimientos, y dejar en claro la posición de ambos en la vida del otro.
A esta intimidad también pertenece -con el apoyo de grandes y logrados efectos especiales- el monstruo, a veces árbol, otras cuentero y casi siempre psicoanalista, y cuya voz la hace Liam Neeson. El monstruo siempre está junto a él, formando parte de su mundo de forma natural. Pero también los relatos que el monstruo le cuenta están acompañados de pequeños cortos animados muy bien logrados, que generan un tono diferente a la película. En estos relatos, el monstruo también filósofo cuenta sobre la humanidad desde las emociones y la subjetividad de las mismas: a veces lo bueno puede ser malo o viceversa. Esto enfrenta a Conor a las ambigüedades del mundo, y lo hace ir alejándose cada vez más al niño que era. Se va construyendo un criterio propio, descubriendo, dentro de sí, sensaciones que no se atreve a nombrar. Y es en este aspecto donde la película se crece: en ese última historia que debe contar Conor y donde se revela ese estado compungido en el que vive el niño desde el inicio de la película. Es una forma muy valiente y sensible de contar las emociones que puede almacenar un niño, aunque esto implique saltar a la adolescencia y sus complejidades. Este ponerle nombre a los sentimientos, por más crueles que sean, es la mayor virtud del film.
El epílogo de la cinta nos sugiere que este monstruo que se invoca, que se pinta, en el que se habita, está también relacionado con la mamá (con una compasiva interpretación por parte de Felicity Jones). Como si ella fuera parte de este monstruo que, cuando vean la película, entenderán que sí lo es.
Un monstruo viene a verme es extraña y, a ratos, da la sensación de quiere abarcar muchos temas, y esto hace que queden cosas volando alrededor. Pero si algo consigue su historia, es sensibilizar y reflexionar, quizás con recursos de psicología simple pero con una potente imagen y un recurso fantástico que calza perfectamente con la historia. Con doce nominaciones al Goya del 2017 que incluye mejor película, Bayona habla del cierre de una trilogía con sus dos anteriores películas en el que se profundizan los lazos entre madres e hijos; tema que considero se maneja a profundidad y de forma asertiva en esta película aunque no sea la mejor de las tres. Eso sí, aunque no quieras, dejarás caer alguna lagrimita.
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