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Aprendiendo a dibujar la libertad

Foto del escritor: Gonzalo WanchaGonzalo Wancha

Actualizado: 4 sept 2021


Hasna Kaar habla español perfectamente. Aunque nació en Trípoli, Libia, estudiaba Medicina en Bilbao hasta hace unos meses y se defiende con soltura en el euskera. Hijo de exiliados de la dictadura del Coronel Gadaffi, en casa siempre oyó historias de represión, injusticias y vergüenzas que le empujaron a ser diferente. Hasna no solía salir mucho con sus amigos del instituto o la Universidad, sino que se refugió en el gimnasio. En una rutina espartana de esfuerzo y tesón, su cuerpo de adolescente se convirtió en el de un fornido guerrero. Entró en contacto con otros exiliados que vivían en Inglaterra, hijos de unos amigos de sus padres. El levantamiento de los libios al letargo de la dictadura gadafista no le sorprendió. Dejó los estudios para pasar a la acción y se embarcó en un viaje con sus amigos, soldados profesionales y pertenecientes a la Armada Británica. La impotencia les invadía en la frontera tunecina de Ras Jdir mientras esperaban durante días el permiso del ejército británico para poder entrar en Libia, el país de sus padres que nunca habían podido disfrutar. Las horas de espera en la frontera las pasaban afilando machetes, viendo el trasiego de los que huían de los combates y los que volvían a la sublevación.

Al entrar en Libia se encontró encuentran con un ejército de aficionados. Su grado de entrenamiento militar les convierte de inmediato en asesores de las milicias que se han levantado contra el régimen gadafista. Son los Rebeldes, que se hacen llamar Revolucionarios. Libia es un país joven; un tercio del país tiene menos de quince años y los soldados no son una excepción. Inconscientes, creen que van a un juego repitiendo las mismas consignas que sus mayores sin saber plenamente que quieren decir ni que implica todo aquello por lo que arriesgan su vida, pero su inconsciencia no es más que ilusión cuando hacen la formación, infunden temor cuando queman un cuadro del dictador, imagen a la que había venerado obligatoriamente desde que tienen uso de razón. Lo más importante para los rebeldes es la negación de Gadafi; es lo que une a un ejército dispar y descabezado pero que bulle por todo el país. Ni siquiera hay que rellenar un formulario de alistamiento; los jóvenes amarran su kalashnikov y ya forman parte del entramado que se extiende por el desierto. Sin embargo, el uniforme es vital. Y ante la ausencia de uno oficial en este ejército improvisado, todos se apresuran a confeccionarse uno. El uniforme del rebelde es la proyección de su Revolución, que evoca unos valores bélicos procedentes de un imaginario colectivo, lleno de ideales. Los jóvenes van vestidos con pantalones militares heredados de la Guerra Fría, un boina roja en la cabeza con reminiscencias sesenteras y, por supuesto, un añadido personal, un distintivo único que rubrica esa actitud desafiante pero abierta, una mezcla entre Che Guevara y gangster del Harlem neoyorkino: un pañuelo en la cabeza, una estrella roja, unas gafas de sol, etc. Los nuevos soldados saben que esta guerra es el centro de la atención mundial y que en cualquier momento pueden ser protagonistas de una secuencia de la BBC o Al Jaazera, nunca dejan de posar y adoptar actitudes de hombre furioso e hierático, en un gesto de odio contenido que se desarma a la mínima señal de complicidad con una risa estrepitosa.

Abduladim Moharram tiene 19 años y sabe perfectamente inglés y algo de japonés, su sonrisa es llana y viste su uniforme con unos clásicos Converse All Star. Es una manera de distinguirse de los soldados rasos porque a su edad es el encargado de la seguridad del principal cuartel general de las Brigadas Rebeldes en la capital. No tiene muchos pájaros en la cabeza, despierta cierto recelo tanta madurez en un chico que maneja su Ak47 con indiferencia. Él salió a la calle el primer día del levantamiento en el vecino Egipto para escribir Free Libya en un muro. No era una mera gamberrada, era un acto temerario. Las pintadas eran duramente castigadas por la policía gadafista; si lo hubieran atrapado se habría expuesto a cualquier humillación. Poco a poco, por generación espontánea, esa misma frase fue floreciendo por las calles de las ciudades libias en la llegada de la Primavera Árabe. Misrata, Bengazhi o Trípoli vivían en una pornografía de grafitis y eslóganes. Los sentimientos amanecían a la vista de todo el mundo en las principales calles de la capital y nadie podía parar el susurro de los sprays.

Las armas entraban a escondidas y de cualquier manera en el país mientras la otra batalla ya se plasmaba en los muros. A medida que los combates se sucedían, y el ejército de Gadafi iba perdiendo terreno en una incesante guerrilla urbana, los rebeldes nunca cambiaban el ritual: una vez que la manzana se había tomado, apostaban a una cuadrilla de soldados en cada esquina, barriles y contenedores de basura tapaban el paso al tráfico y a las personas. Ellos eran los dueños de la calle y nada que tuviera que ver con Gadafi podía transitar por allí. El bautizo de la reconquistada ciudad fue continuo, en cada pared había una evolución del lenguaje pictórico, del Free Lybya o Libia Al Hurra, se pasaba a esbozar los colores de la nueva bandera Libia, que Gadafi había desterrado de la identidad nacional en 1969. Tres franjas horizontales en rojo, verde y negro coronaban todas las esquinas; después las pintura reflejaron directamente una bandera, a veces alzada por una mano, a veces ondeando bajo un nuevo amanecer. Los muros cosidos a balazos durante semanas se colmaban de color a medida que los combates se alejaban. Aparecían niños, soldados con el puño en alza, retratos de los mártires que habían perecido por defender esa misma calle en la que ahora eran inmortalizados.

A la salida de Trípoli hacia el este, en Sharia Al Shat hay un extenso complejo militar de más de diez kilómetros de extensión con campo de golf, piscina y mansiones con vistas al Mediterráneo, todo perteneciente a la oligarquía que rodeaba a Gadafi. Sin embargo, en un chiste del destino, solo unas semanas después, los soldados han abandonado el puesto y las familias corretean por una de las pocas zonas verdes que se pueden encontrar en esta capital de un millón y medio de habitantes. Pandillas de chavales se agolpan junto a los muros que aislaban este vergel del resto de la ciudad. En un bullicio canallesco, los jóvenes ríen mientras ven como Halima Hangar finaliza el retrato de Gadafi sobre un burro, montando al revés y gritando “¡Al frente!”, una parodia. Tras años de censura el humor llega a la expresión popular. Halima tiene 16 años, está pletórica. Todos estos meses de guerra ha estado encerrada en casa, pues la violencia sexual con la que las tropas gadafistas vengaban la sublevación hizo que ella y su hermana no salieran a la calle por miedo. Ahora comparte esa sensación liberadora con otros chicos de su edad. No es habitual que las pandillas de diferentes sexos convivan con una actitud tan desenfadada. De hecho, Halima está muerta de vergüenza al estar rodeada de otros chavales que la miran con curiosidad, apreciando su arte, su descaro y su belleza. La situación es bien provocadora, Trípoli parece ahora un escenario en el que todo vale, sin prohibiciones y con todos los tabúes temblando de miedo. Y este escenario está siempre coronado por grafitis de aspecto infantil; las figuras no tienen ese aire de deformaciones recargadas y exuberantes, pertenecientes al universo exclusivamente grafitero que conocemos en los entornos urbanos de las grandes ciudades. Aquí en Trípoli parecen más bien dibujos animados o cómics de la sección de 3 a 6 años: los colores son vivos, no hay sombras y aunque la escena represente la cara de un soldado rebelde muerto a balazos, o a Gadafi ahorcado, no pierden ese tono inocente del dibujo de un niño, quizás porque esta nueva libertad de expresión acaba de nacer y tiene espíritu de niño.

A más de 2.000 km hacia el este la situación no es muy diferente, pero sí el escenario. El Cairo es una ciudad estado con alrededor de 20 millones de habitantes en la que no hay guerra sino que, desde hace años, los jóvenes de clase media vienen desarrollando un movimiento antisistema que el Gobierno de Mubarak combate con técnicas delictivas. Desde 1981, si el régimen del exdictador, asociado íntimamente con el ejército, considera que alguien está haciendo algo ilícito que altere el orden público, pueden secuestrar al sospechoso sin pruebas ni motivos durante al menos 15 días.

Blogueros como Islám Maklti, de 19 años, habían oído muchas historias de palizas en los centros de detención, semanas en una celda sin nada que comer, o acoso sexual por parte de matones en las calles; sin embargo, tanto él como muchos otros, no se amedrentaron cuando el 25 de enero se inició la Revolución de Tahrir. En este caso, la expresión artística en la calle era el arma de muchos. Tahrir amaneció tatuada para siempre con miles de grafitis que aclamaban el fin de la opresión. En este caso, los trazos y personajes no tenían ese espíritu iniciático de Trípoli. Egipto llevaba 32 años viendo cómo su democracia devenía en un sistema corrupto que solo servía al dictador y al ejército. El movimiento antisistema en Egipto tiene varias décadas, y siempre había coqueteado con la libertad de expresión artística, ajena durante mucho tiempo a la represión militar. Los grafitis son auténticas obras de arte. “Irha!”, lárgate, rezan muchas caricaturas de un obeso y atorado Mubarak, respaldado por los capos del SCAF, la cúpula militar. La plaza Tahrir fue una pequeña civilización que se organizó a través de la resistencia a los militares y en torno a la negación de una democracia fraudulenta que empobrecía a la mayoría. En una azotea de la plaza, junto a la Calle Mohamed Mahmoud que conduce al Ministerio de Interior, Abdelfattah Elsaudii, un estudiante de arte y fotógrafo involucrado hasta el tuétano en las protestas, ha hecho de su casa una comuna abierta las 24 horas. Allí todos suben a tener una visión cenital de la plaza y a crear una gran exposición colectiva de pintadas y plantillas en aras a la libertad. Los estilos son diversos, pues en El Cairo hay muchas universidades y centros de estudios artísticos. La mayor parte de esta sociedad respira aires de cambio por su juventud, de hecho más del 50% tiene menos de 22 años. Los retratos naif conviven con el barroco más recargado, el blanco y negro del Guernika comparte lienzos con el colorido saturado e inverosímil de Basquiat; no hay una pauta común, pero la energía que desbordan estos trazos caótico y llenos de energía convierten las calles del Norte de África en un museo a cielo abierto, un monumento de poder, al fin, “formar parte de mi país”, uno de los gritos que claman los muros de Tahrir y el nuevo mundo árabe.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Foto cortesía de Gonzalo Wancha. 2. Graffiti en el Cairo de Mohamed Mahmoud. Foto de Marwan Abdel-Moniem, en The independent. 3, 4. Foto cortesía de Gonzalo Wancha. 5. Graffiti en Tripoli de Halima Hangar, foto de Gonzalo Wancha. 6. Intervenciones en las calles de El Cairo. Foto de Joanna Pollonais.


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