Hace unos cuatro años, con motivo de la Feria del libro en Bogotá, una joven periodista celebró con alegría que la Caperucita roja estaba cumpliendo 25 años de su primera edición -quizás la misma edad que tenía dicha corresponsal-. La saqué de su error, pensando que era un desliz del directo, y le expliqué que el aniversario era de una versión que había escrito Triunfo Arciniegas sobre el cuento original. Ella, algo desestabilizada, continúo con su rol de prensa y empezó a dar vueltas alrededor de la historia que tenía en su cabeza sobre el personaje de la niña que es alcanzada por el lobo. En su explicación, nunca mencionó a la abuela.
Indagué y no era que la había olvidado. Simplemente, en su cabeza, no estaba contemplada ese personaje dentro de la estructura de la historia. No formaba parte de su genética. Quedé alarmado. Mucho más cuando Pilar Posada, experta en la tradición oral de América latina, también me compartió su preocupación sobre el mantenimiento de los cuentos y juegos de cara al futuro. La tendencia no era que estos relatos siguieran transformándose con el tiempo, como había ocurrido hasta la actualidad, sino que parecían condenados a desaparecer.
La alerta no era novedad. Antonio Rodríguez Almodóvar lo había asomado en algún anterior artículo de prensa. Junto a él, una ristra de autores e investigadores no sólo han ido alertando por este atentado del siglo XXI a la cultura, sino que ponían en tela de juicio el uso y abuso de las versiones de estos cuentos con intenciones morales. Tema que asomó Phillip Pullman en el 2012 al escribir la introducción los cuentos de los Hermanos Grimm que recopiló. Esto es una posibilidad que, para muchos otros, es imposible. Como dijo León Felipe: "la cuna del hombre la mecen con cuentos (...) los huesos de los hombres los entierran con cuentos". Sólo que finalmente se puede creer que esto es improbable e irracional, e incluso leer y debatir las teorías de tantos expertos con algo de desconfianza; pero otra muy distinta es enfrentarse a ese olvido de una forma tan cotidiana. Nadie te lo está contando, acaba de ocurrir.
Esta advertencia también fue uno de los motores del discurso con el que Ana María Matute agradeció su ingreso a la Real Academia Española a inicios de 1998. Ella, previsora, dejó ver en su disertación una profunda inquietud acerca del descuido de los cuentos tradicionales pero también de la imaginación como recurso de la verdad. Enalteció, de manera preventiva y sin descuidar su voz literaria, el poder que la palabra y los relatos ejercen en el ser humano:
“No seamos tan descreídos, no tanto como para imponer la desmemoria al conocimiento, si no queremos encontrarnos, al final, con las manos vacías. No olvidemos que el diablo entra en todos los conventos, que Dios reside en todas las criaturas vivas del mundo, que la palabra descubre, desentierra del olvido o de la indiferencia futura aquello que nos hace distintos de las bestias”. (Matute: 23)
Este preámbulo puede parecer algo arbitrario, pero es una muestra del ejercicio que se activó en mi cabeza como lector al acercarme al libro En el bosque editado por Libros del zorro rojo. Porque más que un libro, es una propuesta estética con identidad propia que, sin reclamo, hace homenaje precisamente al núcleo de ese discurso de Ana María Matute en la Academia.
Al enfrentarse a la experiencia, el lector se encuentra en primer lugar con una caja roja o de color ladrillo, que encierra dos formas posibles de leer:
1. Un pequeño cuaderno, con espíritu folletinesco, en el que apenas habita un extenso párrafo extraído del discurso de Matute en la Real Academia Española. Sus letras, grandes y vistosas, están acompañadas de pequeñas ilustraciones de Elena Odriozola que, como seres del Bosque, recorren o sorprenden entre las letras. Al final, de manera más formal y con letra de imprenta, nos ofrecen una biografía de la autora coherente con el texto citado. El párrafo del cuadernillo, es una metáfora de la autora con la que reflexiona en la idea del bosque como generador de fantasías, espacio de la creatividad y amplificador de los mundos posibles de la palabra.
2. Las nueve ilustraciones de Elena Odriozola. O, para ser más justos, las tarjetas o barajas con las que la artista nos propone un juego que dialoga con el texto. Imágenes en las que prioriza el azul, el rojo, y el dorado que hace encender al bosque. Es una forma de representar la edad dorada del hombre, no su infancia, sino esa oralidad que se mantiene latente en la esencia de las cosas. La niña que es el centro de la historia está vestida con una camiseta amarilla. Ese color, particularmente, me invita a pensar si el simbolismo del color tenía alguna relación con su elección. Entre los significados, llego a uno que calza libremente: la intuición. Es una forma de representar a la niña que habita y se pierde en este bosque, como lo hacía Ana María, como lo hizo Alicia, como lo sigue haciendo Caperucita. Eso sí, lo más brillante que contiene estas barajas -porque me gusta imaginar que como objeto, las barajas tiene esa identidad de ver el futuro-, es que al conectarlas unas al lado de las otras, siempre calzan como un rompecabezas. El camino es infinito, dan alrededor de trescientas mil posibilidades, de historias. Incluso algunos de los animales se llegan a transformar en seres misteriosos. Es vivir en la fantasía.
Ambas lecturas, por separado, son poderosas. Pero si al leer el texto, se van desplegando las ilustraciones, es como ver un cortometraje musical. En esta forma de lectura tan cercana al juego, ambos discursos suenan en el mismo tono. Es un acercamiento sonoro en el que, además, resaltan las voces de las dos mujeres. Esto, de cara a la moda comercial de resaltar lo femenino desde el marketing, es una forma más contundente de elevar el mensaje reivindicativo de la mujer: Ana María Matute ingresó a la Real Academia de la Lengua a finales del siglo XX, e hizo un discurso que ahondaba en la humano y sus pasiones, pero ante todo de imponerse ante toda la grandeza y la miseria del ser humano.
Confieso que, en la primera impresión, me pareció un desacierto editorial que no publicaran el discurso completo. Quise que las palabras estuvieran completas, que pudiéramos acceder a esta defensa tan bien argumentada de la imaginación. Pero, al leerlo, entiendo que el resultado no hubiera sido el mismo. Este libro propone ser un juego exploratorio, una forma de pensar el bosque desde la activación de la fantasía. Su construcción es lógica en lo literario, y es desde ese punto que vale la pena leerla.
No por eso dejo de invocar a los jóvenes lectores, y también a los adultos -y a aquellos que coquetean constantemente con la escritura- que busquen el discurso y lo lean. Esa es una gran virtud de este libro versus al discurso completo, que son dos tipos de goces estéticos distinto.
La conclusión de esta entrada no ofrece respuestas a las inquietudes planteadas al principio, pero sí presenta una propuesta estética para la defensa de lo oral. Y apelando a la imaginación, si pudiera jugar con estas barajas en mi memoria, viajaría al pasado para encontrarme de nuevo con la periodista. Y así poder escarbar en la forma de cómo llegó a esa historia. Tal vez sí hubo una Caperucita en su vida más allá de una vista rápida al Wikipedia antes de iniciar la entrevista. A lo mejor, en esa versión de su familia o sus maestros, no hubo abuelas sino sólo lobos.
Quisiera poder invitarla al Bosque y oír juntos, como oímos a Matute en este libro, a “la antiquísima voz que se eleva de lo más profundo de la primera historia contada.
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