En un momento de C'est pas moi (Crossroads - SSIFF-FICX), el extraordinario y fascinante autorretrato en forma de collage de Leos Carax, el cineasta francés, comentando con nostalgia un travelling de la cinta Amanecer (de Murnau), lamentaba la pérdida de la sensación, presente en cierto cine clásico, de que la cámara se correspondía a la mirada de los dioses. Carax nos invitaba a rebelarnos ante la proliferación, en la actualidad, de imágenes rápidas y banales que no nos permiten parpadear, llevándonos a la ceguera. En su lugar, nos alentaba a recuperar dicha mirada de los dioses. En su sobresaliente Harvest (Pase especial), brillante adaptación de la novela homónima de Jim Grace, la directora, productora y programadora griega Athina Rachel Tsangari, premio de honor en el FICX de este año, cumple esta tarea con creces.
La deslumbrante dirección de fotografía de Sean Prince Williams (realizador de The sweet east), en celuloide y con luz natural, nos envuelve en una atmósfera extraña, inquietante y evocadora, entre el sueño y la pura fisicidad, sensorialidad y tactilidad, en que tan bellos son los tableaux vivants de la naturaleza, como los primeros planos de los rostros de los protagonistas y los simbólicos planos detalles de insectos, levemente difuminados. Con este empaque visual, acompañado en ocasiones de la sugerente música ambiental de Nicolas Becker (que alterna la armoniosa dulzura con la tensa atonalidad), Tsangari cuenta la historia de una comunidad agrícola que se verá trastocada por la llegada de un cartógrafo y de un grupo de extranjeros, a quienes se acusa infundadamente de un incendio que ha tenido lugar en el establo del pueblo.
Situándose entre el relato coral del fin de una comunidad y el arco individual del antiheroico y ambiguo personaje de Walter (Caleb Landry Jones), la película disecciona con precisión un proceso de aculturación y expropiación moderna del mundo rural, vinculándolo a la aparición del capitalismo, a la xenofobia y al patriarcado. Y, a pesar de que, por momentos, dado el detallismo del diseño de vestuario y de producción, parezca que estamos ante un retrato etnográfico de los ritos, costumbres y trabajos de un pueblo real, la atemporalidad del relato (enfatizada por los contrastes lingüísticos) se impone, y apunta a la vigencia del discurso en la actualidad.
Como decía Tsangari en el encuentro con el público, acerca de la indefinición espacio-temporal de su filme, “I worked Harvest as a fable, as a story that could take place in Asturias, Thessaloniki, Kenya, Alabama or Western Scotland. Like a fable that is very much real and keeps happening unchanged since forever and it would never change. And because I know it will never change, for me there was no point in making a movie about making the world a better place. I don´t believe that. I believe in those small gestures, almost fatalist gestures that keep us alive”.
Entre estas pequeñas cosas que significan una revuelta personal, podrían incluirse los gestos que Tsangari llevó a cabo en el proceso de preparación de su filme. “Because it was a film about a community, sort of an Eden, that loses its innocence during the first steps of capitalism, I was immediately interested in how making this film, the process of making this film, would be against the very content of the film. So, to me, it was very important to build a community to make a film that criticises the end of a community. With my producer, Rebecca O´Brien, we went to Scotland and for about two years we were building this community. So we found the land, all the people (mostly farmers) who became the villagers and the seeds of the barley and rye, crops that hadn't been cultivated there for 250 years. So we restituted that land. It's the first time that, actually, this land has been cultivated since the time where the movie is taking place. And since then, this land is now back into cultivation”.
El siguiente paso consistió en que la cineasta reunió a todo su reparto un mes antes del rodaje, para vivir juntos y ensayar todos los días. “Because to me the process is even more important than the script. The script is just the necessary canvass that I have to have in order to build the community around it. The perfect script exists only once you have the location, you spend time in the location, you find your cast and then you bring your cast and you do what I called the walkabout, which is walk for a couple of days talking about how I was thinking about staging each scene. This is important because when I start shooting, at the beginning of the day, I don’t stop. It’s almost like we get into a trance and I shoot the entire scene from the beginning to the end. With Sean (my director of photography), we don’t talk, and we just shoot, it’s almost like a dance that we do, and the actors never know whether they are gonna be on screen or off screen.”
Las primeras secuencias nocturnas de la película, realistas frescos corales de una comunidad muy viva, muestran que esta metodología ha dado sus frutos. Una vez presentado, de esta forma, el entorno y la población, el discurso, los conflictos y las relaciones interpersonales se clarifican a través de significativos y puntuales diálogos; apasionantes juegos de miradas (que hacen transparente la exclusión, desconfianza y desprecio que sufren ciertos personajes) y repentinos momentos de violencia explícita; y una narración que se acelera progresivamente, hasta alcanzar sus mayores cotas de grandeza en un elíptico montage que relata una gran cantidad de eventos simultáneos con soltura y sin dejar ningún cabo suelto.
El resultado es una especie de western tan fiel a la novela original de Grace (incluyendo citas textuales a través de la voz en off), como -en su análisis punzante, determinista y pesimista de las relaciones de poder- a la nueva ola de cine griego que Tsangari impulsó produciendo los primeros largometrajes de Lanthimos. Pero, el resultado, separándose del diseño del personaje de Walter y del monólogo interior de aquella novela y distanciándose del tono y la forma de la mayoría de obras de dicha corriente cinematográfica, es también profundamente original. Y personal. Pues no se nos debe escapar, en los títulos de crédito, la emocionante dedicatoria: “Para mis abuelos Dimitris y Vaïa Tsangari, cuyas tierras de cultivo son hoy una autopista” [“For my grandparents Dimitris and Vaïa Tsangari, whose farmland is now a highway”]. Queda claro, Harvest es un magistral gesto fatalista que, al menos, impedirá el olvido de una relación con la tierra, ignorada bajo el sueño de la modernidad.
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