La palabra como acompañante de la música tiende a comportarse de manera distinta a cuando se usa para tejer en otros ámbitos del lenguaje; se establecen sinergias espontáneas y se activan códigos entre sí que parecieran venir de su constante aparición en pareja desde hace varios siglos, como esos extraños procesos entre el hombre y el perro que no tienen otra explicación sino en la evolución paralela, de hombro con hombro, de la proximidad, información acumulada ya en manos de los genes. La palabra es como la nota musical: ella sola posee más limitaciones que posibilidades de alcance, ambas tienen la característica de funcionar en manada y a través de ella lograr estados elevados de balance y tímbrica, de autoseducción y de gracia para llegar a conformar grandes murallas cuya decoración está dada por elementos tan sencillos como el humor, el ángulo de enfoque, sus multipolaridades en carácter, caos, resoluciones y locura.
Al escribir una canción tenemos que decidir entre dos semillas: de música o de letras. La opción de colocarle texto a una música previamente escrita es la más usada; sin embargo, es lo de musicalizar textos lo que más me atrae. Desde niño me interesó la posibilidad de construir fragmentos musicales con letras que llegaran a emocionarme tanto como las canciones que escuchaba a través de lo que oía mi padre. Cada vez que sonaba la bomba de la aguja sobre el vinilo o el track de la casetera, o bien en sus enredos iniciales con los formatos digitales, sentía que la puerta se abría, que abarcaba algo similar al infinito, pero que en mí estaba avanzar en sus coordenadas, en organizar lo que quería conquistar y en seguir aprendiendo. La música asegura placer en el aprendizaje, asocia la disciplina con la construcción, estimulando como por centrífuga propia el entrenamiento que une el pensamiento con la acción, ese escuchar y traducir tan natural y fluido como mirar y reconocer, hablar o callar.
En el estado mental apropiado para hacer una canción existen seis elementos fundamentales: tres son básicos, tres son imprescindibles. Los básicos son lograr un mecanismo cabal de tensión y resolución, procurar un acercamiento cinematográfico a las secciones de la pieza y que en su desarrollo exista un flujo natural amparado por el ritmo y la instrumentación. El flujo incorporará de manera verosímil todos los elementos de tensión y resolución que delimitan las secciones, haciendo que los códigos se afiancen para poder formar un mundo propio en la misma canción. Pero todo esto no sería sino un taquicárdico intento de trofeos fallidos a no ser por los tres puntos imprescindibles: asunto de paciencia, humildad y desprejuiciamiento absoluto. Por ejemplo: puedes silbar sin obstáculos por más de media hora, puedes tomar un poema de Barba-Jacob o de Coleridge haciendo de éste la letra de una canción o sobre la música de “Strawberry fields forever” puedes recitar el son número 6 de Nicolás Guillén. El texto como punto de partida acoge miles de músicas; la música como punto de partida ofrece cobijo para una sola opción: el texto que le ajustó a través del uso del lenguaje como alambre dulce volviéndolo poema.
La música viste a la palabra en cada uno de sus géneros, y de las posibles combinaciones de su lenguaje, se frasea en una melodía, se frasea versando, hay entonaciones, alturas, silencios, largos halos, martillazos. Ambas van en la dirección que se les de: con la palabra se puede tanto maldecir a alguien como componer el Kubla Khan, con la música se puede hacer desde una irrelevante obscenidad hasta La Valse de Ravel. En las canciones de Georges Brassens la poética está impulsada por la palabra, pero en un solo de Lilí Martínez está llevada a cabo por el discurso sobre un piano, por lo tanto una pieza de Ahmad Jamal no carece de las cualidades poéticas de “El niño loco” de García Lorca, y esos sonidos que a través de la ruptura saltan de “La consagración de la primavera”, ¿acaso no disloca el lugar de la palabra, metamorfoseándole los límites tal como en los Cantares de Ezra Pound?
En el acto creativo suelen aparecer patrones de apoyo basados en las improntas que más nos han sacudido en el inevitable resultado (incluso sin búsqueda) de nuestro contacto con la capacidad creadora del ser humano, es ahí donde se archiva lo que logró pasar y tallar, los que hicieron la máquina del molde, tu manilla, tu refugio, como la música de Agustín Lara, los discos de Génesis con Peter Gabriel, las películas de Fellini, las míticas versiones de las grandes óperas, Bresson, La Sonora Matancera, las grabaciones de Leroy Carr & Scrapper Blackwell, las patinatas decembrinas, universos como el de Celibidache o Fürtwangler, tu primera muerte directa, Marquee Moon, el hielo endulzado, los cornos de la quinta de Mahler, el primer segundo de “I’m only sleeping”, tu primer hueso roto, El Cazador Novato, en fin, todo lo que suspiras y que luego con un poco de desdoblamiento lúdico y humorístico se reivindica en aquella práctica que inexplicablemente desterramos mucho tiempo atrás de nuestras vidas: el dibujo libre.
***Imágenes usadas en este artículo: Ilustración de José Ignacio Benítez titulada cara baruteña. Foto y video cortesía del cantante.
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