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Han pasado más de veinte años desde que leí Todos los detectives se llaman Flanagan. Para aquel entonces, era miembro del Comité de Jóvenes lectores del Banco del Libro, un espacio en el cual, una vez por semana, un grupo de adolescentes se reunía a discutir y evaluar las novedades editoriales dedicadas al público juvenil. Hablar de flechazo podría catalogarse como eufemismo. Y es que ¿quién en esas edades no se identifica con un personaje que, al igual que nosotros, debía pedir permiso para salir y, por supuesto, ayudar en casa? La diferencia es que Juan Anguera tenía una afición muy particular, lo que sin duda lo hacía más interesante: era detective y, aún más, tenía un alias. Flanagan, Johnny Flanagan.

Juan es un chico normal, que vive en un barrio obrero de Barcelona, tiene una hermana con la que se lleva estupendamente y sus padres son dueños de un bar, que funciona en la parte baja de la casa. Sus primeros pinitos como detective los realiza en las cercanías del barrio y para sus compañeros de instituto, ubicando mascotas extraviadas o descubriendo a los autores de anónimas declaraciones amorosas. Sin embargo, no todo es tan sencillo. Su bien ganada fama le hace involucrarse en casos cada vez más complejos y, claro está, cometer con recurrencia un error imperdonable: enamorarse de sus clientes.

Esta saga, que ya cuenta con nueve títulos publicados, compagina las plumas de Andreu Martín y Jaume Ribera, quienes desde su reconocida vinculación con la novela negra, deciden crear este personaje y ofrecer una nueva perspectiva del género. Flanagan, junto a Nines, el “Charche”, María Gual, y otros tantos personajes, conforman ya la banda sonora de, al menos, dos generaciones. El escenario urbano, las situaciones cotidianas y la decidida imperfección de este detective, tan alejado de la flema de un Philip Marlowe, generan en el lector una empatía casi instantánea.

Al poco tiempo de la publicación de los primeros títulos, ya existían clubes de fans de Flanagan. Muchos lectores intercambiaban correspondencia con los autores, en las cuales sugerían argumentos, discutían los finales o apuntaban los errores que encontraban en la narración (nunca olvidaré la carta en la cual les decían que Nines no tenía edad para conducir una motocicleta).

Desde el robo de bebés, pasando por el abuso infantil, secuestros, violencia racista e incluso asesinatos, los libros de Flanagan exponen una realidad social que busca alejarse de lo panfletario y los lugares comunes para promover una reflexión honesta. Las situaciones a las que se enfrenta el joven detective, sin duda, no corresponden a su edad ni a la de sus amigos. La tensión narrativa se agudiza con el ingenio y la permanente cercanía al fracaso que implica no tener dinero para un taxi, quedarse sin saldo en el móvil (la tecnología aparece como aliada y enemiga en las obras más recientes) o tener acceso restringido a muchos lugares por minoría de edad. Pero el afán por hacer justicia convoca a los personajes a realizar hazañas, si bien complejas, no imposibles, no si el propósito es resolver un caso y, sobre todo, atrapar a los culpables.

El mundo que aparece en las obras de esta saga no está idealizado. Sin caer en un pesimismo absurdo, presentan el mundo tal como es. Con sus aciertos y contradicciones, con temas difíciles y realidades incómodas que también precisan de una voz y un reconocimiento. Porque sólo desde el reconocimiento de esa incomodidad podemos ser agentes del cambio necesario. Alejada de los estereotipos, la saga Flanagan establece un diálogo con el joven lector (y también con el adulto que recuerda) que resulta verosímil en la medida en que la denuncia no se apoya en el moralismo, sino en la solidaridad y la aceptación de que todos, de alguna u otra manera, somos falibles.

Hoy en día, la editorial Anaya cuenta con un portal Web dedicado a estas aventuras.También existe una página oficial del personaje. Cuentas en Twitter y Facebook, así como en distintas redes sociales abren las puertas a Johnny a la 2.0. Andreu Martín y Jaume Ribera han dicho públicamente que seguirán escribiendo mientras Flanagan tenga cosas que contar. A pesar de las dos décadas, este eterno adolescente (recién ronda los 18 años) tiene la intención de seguir conquistando lectores. Quizás sólo sería pertinente seguir el sendero tan bien andado y evitar tentaciones como El diario rojo de Flanagan, versión “masculina” de El diario rojo de Carlota, editadas por Planeta, que responde más a una necesidad de mercado que a la consecuencia con un personaje que se ha ganado, con méritos, un lugar en la literatura escrita para jóvenes.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Detalle de portada de la primera edición de la novela Flanagan deluxe editado por Anaya. 2. Detalle de portada de la colección Espacio Flanagan, con el diseño de cubierta de Javier Serrano y Miguel Ángel Pacheco y editado por Anaya. 3. Portada de novela Flanagan 007, diseño de cubierta de Manuel Estrada y editado por Anaya. 4. Portada del libro El diario rojo de Flanagan, editado por Planeta.


 
 

La primera de las características que Italo Calvino atribuía a su literatura, y primera de las conferencias que dictó en 1985 en la Universidad de Harvard, recogida en su inacabada obra Seis propuestas para el próximo milenio, editorial Siruela, Madrid (1989), era “La Levedad”, y en un momento de la misma textualmente dice: “(…) mi operación ha consistido las más de las veces en sustraer peso; he tratado de quitar peso a las figuras humanas; he tratado sobre todo de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje.”

Algo similar define, a mi juicio, la evolución del trabajo de Cristina Müller.

Conocí a Cristina Müller en el año 2004, cuando era director de publicaciones infantiles de la editorial Anaya, en Madrid. Se presentó en mi despacho con la escritora Ana Tortosa, y un proyecto de ambas: Desde mi ventana, obra que vio la luz en la colección Sopa de Libros, dos años más tarde. No recuerdo ahora mismo si ya había visto algún trabajo de esta ilustradora, pero aquellas imágenes, aún en ese camino de la búsqueda y la indefinición formal, me parecieron llenas de sugerencias estéticas valiosas, y por ello decidí publicar un trabajo claramente aún inmaduro, pero riguroso, a mi juicio, en términos indagatorios.

Un año más tarde, en 2007, Cristina me mostró su, en aquel momento, reciente publicación Nilo y Zanzíbar, sobre texto de Javier García Sobrino, publicado en la editorial Edelvives: un álbum de gran formato en el que convivían los mismos rasgos pictóricos, ya presentes en su obra anterior. Si bien eran más seguros en su factura, aquí se definía la composición, salpicada de elementos gráficos ajenos al discurso, pero estableciendo un diálogo interesante. Si el vacío quedaba ausente en el primero de los libros por la texturas y las atmósferas pictóricas que llenaban cada página, en esta obra eran los elementos gráficos, en muchas ocasiones repetidos de una manera pautada, los que propiciaban unas composiciones barrocas y abigarradas, pero llenas de belleza. La vista no podía reparar en lugar alguno en el que no hubiera un detalle de forma o de color.

En 2009 comencé la tarea de armar un proyecto editorial personal, trabajo que cristalizó un año más tarde con la aparición de Ediciones El Jinete Azul. Como no podía ser de otro modo, en esa aventura editorial tenía que haber una colección de libros de poesía, siendo el primero de ellos Versos que el viento arrastra, de Karmelo C. Iribarren. Cuando leí aquellos mínimos y escuetos poemas, rotundos en su imaginario, sentí que si Cristina se permitía incluir el vacío en sus composiciones, su discurso gráfico, descargado de muchos elementos, bien podría ser el que iluminara aquellas leves composiciones.

Así se lo propuse y se mostró interesada, una vez leídas las poesías y seducida por ellas.

Tiempo después conocí otro libro en cuya página de créditos aparece el mismo mes y año —abril 2010— que en Versos que el viento arrastra, otro poemario, en este caso de Juan Carlos Martín Ramos, La alfombra mágica, en la editorial Anaya. En él encontré las mismas imágenes leves y sugerentes, si bien en un bitono azul y negro.

Desconozco cuál de ambos libros fue realizado antes, o si lo fueron a simultáneo. En todo caso, da igual. Interpreté, entonces y ahora, que el discurso estético de Cristina había madurado en este tiempo, y supongo que lo seguirá haciendo, dada su juventud, y creo que aún estamos por ver sus obras más clásicas pues, de alguna manera, estas contienen aún esa fascinante imperfección de lo arcaico.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Detalle de portada del libro Versos que el viento arrastra (El Jinete Azul, 2010) de Karmelo Irribaren. 2. Ilustración del libro Versos que el viento arrastra. 3. Ilustración del libro Desde mi ventana (Anaya, 2006) de Ana Tortosa 4. Detalle de la portada del libro o Nilo y Zanzibar (Edelvives, 2006) de Javier García Sobrino. 5. Ilustración del libro de presentación de la editorial El Jinete azul que corresponde a Cristina Müller.


 
 

Actualizado: 2 sept 2021


-¡Demasiados niños! –exclamó James dando portazo.

Así da comienzo el libro Los seis signos de la luz de Susan Cooper, una de las escritoras que acompañó con sus novelas la infancia del director de cine Wes Anderson. Él asume en diversas entrevistas que Cooper forma parte de los temas que lo inspiraron para la creación de los espacios imaginados de su última película Moonrise Kingdom. Un film, por cierto, donde la mayoría del reparto está compuesto por niños. Tampoco es una sorpresa, el director había incursionado en el universo infantil con Fantástico Sr. Fox, su anterior película basada en el libro de Roald Dahl, nominada al globo de oro y al Óscar como mejor película animada. Más que animación Anderson se vale de las posibilidades del stopmotion para legitimar su particular estética, generando una atmósfera perfectamente válida para el espectador infantil sin dejar de atraer al adulto, valiéndose también del humor -como en todas su obras- de matiz a ratos absurdo, camino arriesgado de cara al espectador menos acostumbrado. Se trata de una comedia fina, como sus anteriores películas Rushmore (1998), The Royal Tenenbaum (2001) -por la que fue nominado al Óscar como mejor guión-, Vida acuática (2004) o Viaje a Darjeeling (2007). Con este historial, es curioso que aún no se hayan reconocido sus trabajos con grandes premios cinematográficos, y es que –seamos sinceros- los discursos de Wes Anderson no son del interés de todos los público. Algunos lo consideran cine de culto –gemas raras para gente rara-, pero cual sea la razón, la fórmula estilística de este director texano escaló hasta la consolidación de un discurso propio, tan poco frecuente en estos días en las salas, y más cuando de cine estadounidense se trata.

Si en Fantástico Sr. Fox cuenta la historia de un vivaz zorro adulto y la relación con su hijo, un pequeño zorro que hará todo lo posible por ganarse el reconocimiento del padre, en Moonrise Kingdom los niños se liberan de la necesidad de ser aceptados y toman sus propias decisiones a pesar de los adultos. La historia se encarga de construir el amor entre Suzy y Sam, interpretados por los actores Kara Hayward y Jared Gilman, quienes se apropian de las interpretaciones como si formaran parte del singular staff fetiche del director. Sin embargo, en esta película Anderson solo usa a un par de estos actores emblemáticos (Bill Murray y Jason Schwartzman), y presenta un cartel renovado con algunas figuras conocidas de Hollywood: Bruce Willis, Edward Norton, Frances MacDormand y Tilda Swinton. Los personajes adultos sirven apenas como telón de fondo, importantes en el guión, con historias y caracterizaciones propias del universo de Anderson, pero con el fin claro de ambientar el viaje de estos dos niños protagonistas. Algunos son fundamentales como Edward Norton, el capitán del campamento que logra transmitir el equilibrio justo entre el patetismo y la ternura; y otros tan elementales como Servicios Sociales (Tilda Swinton), que apenas son nombrados por su función en la historia, pero que sirven como eslabón en esta cadena de humor absurdo en cada una de sus apariciones.

Decir telón de fondo en este caso no es, en lo absoluto, un asunto despectivo; por el contrario, es parte fundamental del discurso de Anderson. Recordemos que en la década de los cincuenta y sesenta, Vojtech Kubasta se convirtió en uno de los artistas más fértiles de la editorial Artia, creadora de libros pop-up. Los libros más conocidos de este autor, pertenecen a la serie Tip + Top, que narra sus historias por medio de la ingeniería de papel, y dan cuenta de las aventuras de dos niños con perro incluido.


Muy parecido, por cierto, al perro del campamento en el que se concentra uno de los puntos de tensión álgida en Moonrise Kingdom. La película se filma en estudios al mejor estilo de una casa de muñecas, construidos a base de detalles cuidados con lupa, donde no parece escapar nada. Basta con recordar la secuencia de presentación habitual, para imaginar que los traveling de cámara nos despliegan la casa de Suzy en solapas, como construidas en papel. Lo mismo ocurre con el campamento, cuya primera toma de seguimiento al jefe scout nos descubre el lugar de donde Sam, el protagonista, ha huido. De igual forma, Suzy abandona a la familia para vivir aventuras similares a los libros que lee. Ambos niños representan una obvia contraposición a la historia cobarde de Bruce Willis y Frances MacDormand. Quizás porque todos los adultos de Anderson parecen gente exitosa, centradas en sus vidas pero que están hundidos en cierto fracaso emocional.

Suzy, en este caso, huye de su realidad a través de los libros, esos que lee con avidez y que terminan formando parte de una maleta de artículos de primera necesidad para su huída. Son seis los libros que roba de la biblioteca, y que luego lee a Sam como nexo de amor y compañía entre ambos. Ella se va convirtiendo, sin darse cuenta, en una especie de Wendy “indie”, que al mejor estilo Peter Pan termina, en una escena, leyendo a todos los niños del campamento, como niños perdidos pero esta vez no a consecuencia de la muerte sino desde la defensa contra la derrota emocional de los adultos.


Originalmente, la idea de Anderson era fusionar la animación dentro del película, haciendo breves micros de los fragmentos de los libros que se leen en el film, pero prefirió quedarse con la imagen de la contemplación del oyente ante la lectura de Suzy. Sin embargo, en abril usó a Bob Balaban quien hace de narrador de la película, para introducirnos en las seis animaciones que el director presentó como un pequeño cortometraje. Los libros usados para la película son invenciones del director, los fragmentos son escritos por él y sus carátulas fueron creadas por diversos artistas que se inspiraron en las publicaciones infantiles de la época. Ver las portadas de estos libros es como estar frente a la biblioteca de Enid Blyton o de la misma Susan Cooper (haz click en la foto y verás el corto).

Anderson no se conforma con contar una historia, sino que se apropia de los objetos para reforzar el arte en cada detalle. Por eso nos encontramos con el viejo tocadiscos, los binoculares de Suzy, una lata de Tang, la brújula, la pipa, las tijeras para zurdos, la moto, el mapa, los zarcillos de insectos, el megáfono, las cartas y los libros. Es un recolector nostálgico por excelencia que genera un bombardeo visual, donde cada fotograma es una composición propia. Detenerse en alguno de ellos, prácticamente al azar, permitiría disfrutar de la dimensión de su cuidado fotográfico. Esto se aprecia desde el primer encuentro de ambos niños en el campo con el molino en el centro, e incluso en la pantalla partida para mostrar las conversaciones telefónicas donde unifica el tratamiento de la luz, creando un díptico con visos de teatrino.

La banda sonora de Alexander Desplat, nominado al Óscar por Fantástico Mr. Fox, también es usada con la precisión de un relojero en la película. El hilo conductor de la musicalización es tan potente que no puedes levantarte del asiento hasta que termine el último crédito, pues las lecciones musicales no te lo permitirán. Anderson llegó a clasificar a la música como el “color de la película”; y es que ciertamente la música contribuye con la creación de una atmósfera propia a la paleta de colores de esta historia. El uso de composiciones del inglés Benjamín Britten, interesado en crear música infantil, también contribuye en gran medida a esta ambientación.

Sam, el protagonista, tampoco se libera de las referencias infantiles, pues sobre él recae la carga del héroe clásico infantil, a ratos con pinceladas de un personaje de Dickens: huérfano, solo en el mundo y con la valentía de emprender un viaje a costa de lo que sea, incluso construyendo un propio reino para la querencia. Asunto que además trata con seriedad debido al rechazo al que siempre ha estado sometido. Pero el director no se detiene en estos detalles, no investiga la psicología del niño, sino que lo muestra con temperamento frío y carácter decidido. Si Sam ofrece prendas hechas a mano como regalo, también las coloca en los lóbulos de su compañera aunque deba abrir los huecos. Es primitivo en su decisión, pero metódico y siempre listo como todo buen scout. Por lo que si Suzy imagina mundos posibles, Sam los construye en una playa.


Ambos, niños de 12 años, están cruzando un umbral hacia la adolescencia, y lo erótico forma parte de este encuentro en medio de la soledad aunque no sea ésta el fin último del relato. Parecen dos seres fríos, pasivos-agresivos, que se encuentran en un refugio donde solo ellos dos se entienden con la serenidad de un sentimiento sincero, sin complicación. Vistos en el contexto global de la obra ofrecida por Wes Anderson, asemejan el recuerdo de Richie y Margot, esos personajes de su anterior película The Royal Tenenabaum, que en el 2001 eran incapaces de quererse y que de adultos conversan sobre sus sentimientos dentro de la tienda de campaña de su infancia. Sam y Suzy se evitan unos cuantos años de soledad, se internan en la tienda de campaña, y construyen un reino vintage donde todo es posible.

***Imágenes usadas para este artículo: 1. Un cartel no oficial hecho por Ben Whithesell. 2. Póster promocional de la película Moonrise Kingdom. 3, 4, 5. Fotogramas de la película. 6. Trailer de la película.


 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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