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Actualizado: 2 sept 2021


-¡Demasiados niños! –exclamó James dando portazo.

Así da comienzo el libro Los seis signos de la luz de Susan Cooper, una de las escritoras que acompañó con sus novelas la infancia del director de cine Wes Anderson. Él asume en diversas entrevistas que Cooper forma parte de los temas que lo inspiraron para la creación de los espacios imaginados de su última película Moonrise Kingdom. Un film, por cierto, donde la mayoría del reparto está compuesto por niños. Tampoco es una sorpresa, el director había incursionado en el universo infantil con Fantástico Sr. Fox, su anterior película basada en el libro de Roald Dahl, nominada al globo de oro y al Óscar como mejor película animada. Más que animación Anderson se vale de las posibilidades del stopmotion para legitimar su particular estética, generando una atmósfera perfectamente válida para el espectador infantil sin dejar de atraer al adulto, valiéndose también del humor -como en todas su obras- de matiz a ratos absurdo, camino arriesgado de cara al espectador menos acostumbrado. Se trata de una comedia fina, como sus anteriores películas Rushmore (1998), The Royal Tenenbaum (2001) -por la que fue nominado al Óscar como mejor guión-, Vida acuática (2004) o Viaje a Darjeeling (2007). Con este historial, es curioso que aún no se hayan reconocido sus trabajos con grandes premios cinematográficos, y es que –seamos sinceros- los discursos de Wes Anderson no son del interés de todos los público. Algunos lo consideran cine de culto –gemas raras para gente rara-, pero cual sea la razón, la fórmula estilística de este director texano escaló hasta la consolidación de un discurso propio, tan poco frecuente en estos días en las salas, y más cuando de cine estadounidense se trata.

Si en Fantástico Sr. Fox cuenta la historia de un vivaz zorro adulto y la relación con su hijo, un pequeño zorro que hará todo lo posible por ganarse el reconocimiento del padre, en Moonrise Kingdom los niños se liberan de la necesidad de ser aceptados y toman sus propias decisiones a pesar de los adultos. La historia se encarga de construir el amor entre Suzy y Sam, interpretados por los actores Kara Hayward y Jared Gilman, quienes se apropian de las interpretaciones como si formaran parte del singular staff fetiche del director. Sin embargo, en esta película Anderson solo usa a un par de estos actores emblemáticos (Bill Murray y Jason Schwartzman), y presenta un cartel renovado con algunas figuras conocidas de Hollywood: Bruce Willis, Edward Norton, Frances MacDormand y Tilda Swinton. Los personajes adultos sirven apenas como telón de fondo, importantes en el guión, con historias y caracterizaciones propias del universo de Anderson, pero con el fin claro de ambientar el viaje de estos dos niños protagonistas. Algunos son fundamentales como Edward Norton, el capitán del campamento que logra transmitir el equilibrio justo entre el patetismo y la ternura; y otros tan elementales como Servicios Sociales (Tilda Swinton), que apenas son nombrados por su función en la historia, pero que sirven como eslabón en esta cadena de humor absurdo en cada una de sus apariciones.

Decir telón de fondo en este caso no es, en lo absoluto, un asunto despectivo; por el contrario, es parte fundamental del discurso de Anderson. Recordemos que en la década de los cincuenta y sesenta, Vojtech Kubasta se convirtió en uno de los artistas más fértiles de la editorial Artia, creadora de libros pop-up. Los libros más conocidos de este autor, pertenecen a la serie Tip + Top, que narra sus historias por medio de la ingeniería de papel, y dan cuenta de las aventuras de dos niños con perro incluido.


Muy parecido, por cierto, al perro del campamento en el que se concentra uno de los puntos de tensión álgida en Moonrise Kingdom. La película se filma en estudios al mejor estilo de una casa de muñecas, construidos a base de detalles cuidados con lupa, donde no parece escapar nada. Basta con recordar la secuencia de presentación habitual, para imaginar que los traveling de cámara nos despliegan la casa de Suzy en solapas, como construidas en papel. Lo mismo ocurre con el campamento, cuya primera toma de seguimiento al jefe scout nos descubre el lugar de donde Sam, el protagonista, ha huido. De igual forma, Suzy abandona a la familia para vivir aventuras similares a los libros que lee. Ambos niños representan una obvia contraposición a la historia cobarde de Bruce Willis y Frances MacDormand. Quizás porque todos los adultos de Anderson parecen gente exitosa, centradas en sus vidas pero que están hundidos en cierto fracaso emocional.

Suzy, en este caso, huye de su realidad a través de los libros, esos que lee con avidez y que terminan formando parte de una maleta de artículos de primera necesidad para su huída. Son seis los libros que roba de la biblioteca, y que luego lee a Sam como nexo de amor y compañía entre ambos. Ella se va convirtiendo, sin darse cuenta, en una especie de Wendy “indie”, que al mejor estilo Peter Pan termina, en una escena, leyendo a todos los niños del campamento, como niños perdidos pero esta vez no a consecuencia de la muerte sino desde la defensa contra la derrota emocional de los adultos.


Originalmente, la idea de Anderson era fusionar la animación dentro del película, haciendo breves micros de los fragmentos de los libros que se leen en el film, pero prefirió quedarse con la imagen de la contemplación del oyente ante la lectura de Suzy. Sin embargo, en abril usó a Bob Balaban quien hace de narrador de la película, para introducirnos en las seis animaciones que el director presentó como un pequeño cortometraje. Los libros usados para la película son invenciones del director, los fragmentos son escritos por él y sus carátulas fueron creadas por diversos artistas que se inspiraron en las publicaciones infantiles de la época. Ver las portadas de estos libros es como estar frente a la biblioteca de Enid Blyton o de la misma Susan Cooper (haz click en la foto y verás el corto).

Anderson no se conforma con contar una historia, sino que se apropia de los objetos para reforzar el arte en cada detalle. Por eso nos encontramos con el viejo tocadiscos, los binoculares de Suzy, una lata de Tang, la brújula, la pipa, las tijeras para zurdos, la moto, el mapa, los zarcillos de insectos, el megáfono, las cartas y los libros. Es un recolector nostálgico por excelencia que genera un bombardeo visual, donde cada fotograma es una composición propia. Detenerse en alguno de ellos, prácticamente al azar, permitiría disfrutar de la dimensión de su cuidado fotográfico. Esto se aprecia desde el primer encuentro de ambos niños en el campo con el molino en el centro, e incluso en la pantalla partida para mostrar las conversaciones telefónicas donde unifica el tratamiento de la luz, creando un díptico con visos de teatrino.

La banda sonora de Alexander Desplat, nominado al Óscar por Fantástico Mr. Fox, también es usada con la precisión de un relojero en la película. El hilo conductor de la musicalización es tan potente que no puedes levantarte del asiento hasta que termine el último crédito, pues las lecciones musicales no te lo permitirán. Anderson llegó a clasificar a la música como el “color de la película”; y es que ciertamente la música contribuye con la creación de una atmósfera propia a la paleta de colores de esta historia. El uso de composiciones del inglés Benjamín Britten, interesado en crear música infantil, también contribuye en gran medida a esta ambientación.

Sam, el protagonista, tampoco se libera de las referencias infantiles, pues sobre él recae la carga del héroe clásico infantil, a ratos con pinceladas de un personaje de Dickens: huérfano, solo en el mundo y con la valentía de emprender un viaje a costa de lo que sea, incluso construyendo un propio reino para la querencia. Asunto que además trata con seriedad debido al rechazo al que siempre ha estado sometido. Pero el director no se detiene en estos detalles, no investiga la psicología del niño, sino que lo muestra con temperamento frío y carácter decidido. Si Sam ofrece prendas hechas a mano como regalo, también las coloca en los lóbulos de su compañera aunque deba abrir los huecos. Es primitivo en su decisión, pero metódico y siempre listo como todo buen scout. Por lo que si Suzy imagina mundos posibles, Sam los construye en una playa.


Ambos, niños de 12 años, están cruzando un umbral hacia la adolescencia, y lo erótico forma parte de este encuentro en medio de la soledad aunque no sea ésta el fin último del relato. Parecen dos seres fríos, pasivos-agresivos, que se encuentran en un refugio donde solo ellos dos se entienden con la serenidad de un sentimiento sincero, sin complicación. Vistos en el contexto global de la obra ofrecida por Wes Anderson, asemejan el recuerdo de Richie y Margot, esos personajes de su anterior película The Royal Tenenabaum, que en el 2001 eran incapaces de quererse y que de adultos conversan sobre sus sentimientos dentro de la tienda de campaña de su infancia. Sam y Suzy se evitan unos cuantos años de soledad, se internan en la tienda de campaña, y construyen un reino vintage donde todo es posible.

***Imágenes usadas para este artículo: 1. Un cartel no oficial hecho por Ben Whithesell. 2. Póster promocional de la película Moonrise Kingdom. 3, 4, 5. Fotogramas de la película. 6. Trailer de la película.


 
 

Actualizado: 17 ago 2021


Ha muerto el pasado 5 de junio el gran escritor/soñador estadounidense Ray Bradbury. Algunos sostienen que no es cierta la noticia de su muerte, que simplemente el hombre dio por concluido su experimento de 91 años en esta Tierra, se subió entonces a su nave espacial particular y despegó rumbo a esos mundos que tanto soñó y con los que nos hizo soñar. Seguirá, seguramente, escribiendo sus Crónicas marcianas pero ahora desde otro tiempo y otros espacios.Para quienes nos gusta la ciencia ficción es inevitable sentir con la partida de Bradbury una suerte peculiar de orfandad, más aún cuando en marzo de este mismo año fuimos sacudidos por la desaparición física de otro de nuestros grandes padres, el prodigioso ilustrador de cómics Jean Giraud, mejor conocido como “Moebius”.

Quizá los escritores que nos apasionan se puedan dividir en dos grandes especies: aquellos que nos dan ganas de leer y aquellos que nos estimulan las ganas de escribir. Bradbury era de una raza aún más especial y entrañable: la de los que nos producen, por igual, ganas de leer y de sentarnos a escribir.

Ray Bradbury, el eterno niño de Waukegan -esa pequeña población de Illinois de menos de cien mil habitantes que casi ni aparece en los mapas- fue siempre un animal extraño entre los raros. Su formación, más que en la escuela o en cualquier universidad, ocurriría en el seno de una biblioteca pública donde se encerró durante una década para leerse todo lo que allí se encontraba: clásicos, best sellers, revistas, folletines, publicaciones científicas, cómics. Y allí en ese lugar, rodeado de libros y siendo un joven bibliotecario, conocería también a quien fuera su compañera de vida en este mundo. Curiosamente, a pesar de la extensa obra, los galardones y las alabanzas, Bradbury nunca se consideró a sí mismo un autor de ciencia ficción; para él sus obras eran “fantasía”, tal vez como un mecanismo de defensa que supo desarrollar a partir de las críticas y desprecios por parte de sus contemporáneos adeptos a la ciencia ficción dura, quienes consideraron a Bradbury un representante por excelencia del subgénero de la ciencia ficción “blanda”.

La ciencia ficción de Bradbury, esa que nos ha legado en obras maravillosas como sus Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451 (título que corresponde a la temperatura a la que arde el papel), Las doradas manzanas del sol, El ruido del trueno y El verano de la despedida, entre tantísimas otras producciones –Bradbury escribió muchísimo, una obra heterogénea y prácticamente inabarcable donde también incursionó en el ensayo como en el sublime Zen en el arte de escribir- distaba en gran medida de las propuestas más duras de autores consagrados del género como Isaac Asimov, Frank Herbert, Arthur C. Clarke o Brian W. Aldiss. Se parecía más bien, con sus diferencias y particularidades, claro está, a esas propuestas más filosóficas o esos ensayos literarios de naturaleza antropológica de escritores como el polaco Stanislaw Lem. La ciencia ficción para Ray Bradbury no era un fin, era más bien un accidente. Un accidente sublime y afortunado (que también los hay). Por eso el sempiterno muchacho de Illinois no se preocupaba mayor cosa en explicar cómo funcionaba exactamente la nave que llevaba a los expedicionarios a Marte, a cuántos pársec por segundo viajaba y cómo hacía para dar los saltos por el hiperespacio evitando caer en agujeros negros o supernovas. Tampoco le quitaba el sueño (ni nos lo quitaba a sus lectores) el estarse explayando en las descripciones tecnológicas o en las bases científicas que supuestamente sirven para dar un piso sólido a las especulaciones ficcionales típicas de la ciencia ficción. La nave volaba y llegaba a Marte, y en Marte el paisaje se parecía al de la Tierra, punto. O era tal la desemejanza entre lo dejado atrás y lo recién conocido que los terrícolas no teníamos conceptos ni patrones de referencia ni palabras para poder comprender ese mundo extraño en el que habíamos ido a parar. Éramos incapaces, dada nuestra ceguera terrenal, incluso de verlo, mucho menos de aprehenderlo. Al contrario de la inmensa mayoría de los escritores de ciencia ficción, no le interesaba prever el futuro, se contentaba simplemente con sembrarnos la advertencia (y ya le tocará cosecharla a cada quien).

Quizá la fascinante peculiaridad de Ray Bradbury se deba a que hacía uso de ciertas convenciones características de la ciencia ficción pero para darles un giro de tuerca que acababa proponiendo una reflexión sobre las esencias más profundas de la humanidad. Por eso sus bomberos de Fahrenheit 451 no apagaban fuegos sino que los provocaban, los provocaban además para quemar libros (una historia inspirada en la anécdota histórica de aquella gran quema de libros ordenada por Hitler en Berlín, hecho que angustió terriblemente a Bradbury). Y por eso mismo, en El Picnic de un millón de años, la última de sus Crónicas Marcianas, el padre se lleva a su familia a ver finalmente a los marcianos, y los encuentran en su propio reflejo sobre las aguas: ¿quiénes son los marcianos? Los marcianos somos nosotros.

Pienso que precisamente en este extraño arte de convertir zapatos en sombreros (una cosa que en teoría parece sencillísima pero que en la práctica solo les queda bien a aquellos que cuentan con la maestría del gran Ray) se encuentra el meollo del asunto de por qué es tan importante que jóvenes y adultos se asomen a la obra de Bradbury. Hay que leerlo. Bradbury es, sin duda alguna, un imprescindible, independientemente de que nos guste mucho o poco la ciencia ficción. Porque es el gran maestro que nos lanza al futuro, al pasado remoto o a los confines del espacio exterior simplemente para que nos encontremos con nosotros mismos y nos demos cuenta de que los seres humanos no somos otra cosa que unas criaturas temerosas, perdidas en un mundo extraño (no hay que irse tan lejos, este planeta nos sigue siendo y pareciendo extrañísimo), buscando siempre explicaciones y formas de control -ya sean culturales, ideológicas, morales o literarias-, porque al final le tenemos pánico al sinsentido, franco pavor al absurdo, a que las cosas no se parezcan –o se parezcan en exceso- a las cuatro ideas que tenemos “claras” en la cabeza.

A lo largo de sus noventa años de vida –una vida por demás feliz, en permanente estadio de enamoramiento por la simple gracia de sentirse vivo, porque Bradbury tampoco fue jamás un autor atormentado ni poeta maldito, alcohólico o drogadicto ni un escritor de los que responde al estereotipo ya tan gastado del genio huraño “porque esta vida en este mundo miserable es asquerosa y yo vengo aquí a echarles la verdad en cara”- fueron muchos los fans de Ray que se le acercaron para agradecerle por todos los avances tecnológicos vaticinados en sus libros, y que finalmente se corporeizaron en la realidad. Le agradecían así por los walkman y los auriculares, también por las tabletas electrónicas, por los libros digitales, por los televisores de pantalla plana, por los circuitos cerrados de vigilancia, e incluso por el muro del Facebook y por los cajeros automáticos. Y a cada una de estas adjudicaciones Bradbury respondía: “yo no inventé el futuro, yo simplemente estaba hablando del amor que siento por la vida”.


Por lo visto el viejo Ray no estaba haciendo otra cosa que filtrar sus propias memorias y sus propias emociones (las angustiosas pero las más vibrantes y cálidas también) por medio de la imaginación. La ficción y la escritura le habían servido de don y de medio para hablar de sí mismo, de las cosas que le preocupaban y también de aquellas que atesoraba y se negaba en redondo a dejar perder. Será por eso que incluso en el más futurístico o intergaláctico de los relatos de Bradbury hay siempre algo de nostalgia, un toque vintage, algo muy analógico y muy humano que subyace, algo que nos remite al pasado al tiempo que nos dispara hacia el futuro. Las artes contemporáneas –quizás sin saberlo, porque Bradbury es una especie de pionero invisible, la referencia de la que somos deudores pero que casi siempre termina alcanzándonos por medio de otros– parecieran estarse nutriendo de esta hermosa paradoja bradburiana: la alta tecnología necesita de un espíritu, de una piel caliente, un fantasma entrañable que habite dentro de la máquina, algo intangible bajo el maquillaje y el disfraz que nos conecte con la infancia y con tiempos felices; porque así realmente es la única manera en la que somos capaces de abrazarla y nos logra conmover. La ciencia ficción de Bradbury, como pocas, emocionan y conmueven.

Los relatos de Bradbury están llenos de memorias de su propia infancia, de recuerdos de su juventud, de instantes memorables grabados en su corteza cerebral y, sobre todo, en su generosa alma. Hace un año escaso, durante una entrevista a razón de sus noventa vueltas alrededor del sol, le preguntaban a Bradbury -con cierta ironía- qué planes tenía para el futuro: “Estoy planificando mi obra para los próximos diez años y espero que ustedes sigan aquí para acompañarme”. Qué belleza. Lástima que las risas, las del nonagenario y la de todos, no hayan quedado registradas; pero ciertamente las podemos imaginar y sentir.

El mundo soñado, experimentado y propuesto por Bradbury, para bien y para mal, es un lugar extraño poblado por una gente rarísima. “Bueno, comenzando por nosotros mismos, querido lector”, nos susurra la voz del gran Ray desde otro planeta que curiosamente sabemos se halla orbitando en lo más profundo de uno mismo.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Portada de Fahrenheit 451, ilustrado por Joseph Mugnaini, editado por Ballantine Books. 2. Ilustración de Mars is Heaven por Lew Keller. 3. Ilustración The Gift por Ren Wicks. 4. Ilustración The Halloween Tree (1988) ilustrado por Joseph Mugnaini editado por Knopf Books for Young Readers.


 
 

Resulta sorprendente que en este siglo digital, en el que los jóvenes hiperconectados pasan gran parte de su tiempo de ocio leyendo o viendo contenidos en pantallas, no haya una oferta sustancial de contenidos literarios que se aprovechen de este medio… Todavía. El nicho de mercado es claro, al menos en el área de consumo: los jóvenes están acostumbrados a usar pantallas constantemente (no hay más que observar la facilidad con la que andan por la calle mientras manejan su teléfono) y a escoger su contenido (en la medida de lo posible). Las pantallas abren puertas a nuevas formas que pueden acercar a los no lectores, que demás son numerosos en esas edades, a contenidos literarios.

Aunque es el mercado del libro infantil el que se ha disparado con mayor fuerza en los entornos digitales, ciertos usos básicos de las pantallas en relación con la literatura pueden empezar a considerarse establecidos. Algunas editoriales ya han comenzado el proceso de digitalización de sus fondos. Numerosas novelas juveniles como Campos de fresas de Jordi Sierra i Fabra pueden adquirirse tanto en formato impreso como en digital.

Los lectores jóvenes se relacionan hoy en día con sus iguales a través de redes sociales, lugares donde potencialmente pueden ir a buscar información sobre los libros que se leen en su círculo e incluso recomendar libros. Las editoriales lo saben y algunas ya lo rentabilizan a través de concursos o citas virtuales con autores. Un ejemplo de ello es el Reto Pandemonium que promociona la saga Delirium en el que, como anuncia su página web, hay «72 participantes. 18 equipos. Un único objetivo: leer Pandemonium antes que nadie». Las páginas web de colección o los booktrailers, donde se presenta a los personajes y algunos aspectos básicos de la trama antes de leer el libro, como sistema para tratar de enganchar al lector, es otra fórmula de promoción que se nutre de la red: Los juegos del hambre o la saga Divergente son algunos ejemplos del uso de pantallas para promoción. En todos estos casos se observa cómo estas han entrado claramente en el mundo del libro, aunque sin modificar la obra.

Sin embargo, también existen ejemplos, puntuales por el momento, en los que el entorno digital altera el libro juvenil tal y como lo conocíamos hasta ahora. Algunos autores y editoriales han comprendido las especificidades de la lectura en pantalla, las posibilidades que esta abre, y se han dejado llevar por las características del nuevo entorno. Las obras se acoplan a las particularidades de los medios digitales, a sus posibilidades y limitaciones, de diferentes maneras. En este artículo comentaré cuatro ejemplos de libros que introducen las pantallas de manera más o menos profunda en la historia, y a través de diferentes recursos, haciendo que la transición a la pantalla influya directamente en la forma de contar.

Soportes digitales y el papel de la imagen

Formas artísticas como el cómic o el cine, las nuevas facilidades técnicas y una cultura con preponderancia de lo visual han contribuido a la introducción de la imagen en formas que solían constar únicamente de palabra escrita, como la novela. El silencio se mueve, de Fernando Marías, combina una forma de novela en papel construida de manera tradicional con un cómic, además de imágenes esporádicas, un blog y dos páginas web, todo ello íntimamente ligado a la historia y con carácter absolutamente ficcional.La novela aparece, por un lado, enriquecida con los añadidos digitales y, por otro, modificada con respecto a su forma habitual a través de la introducción del lenguaje visual. En una conferencia pronunciada el pasado año por al autor, este reflexiona sobre la obra y el proceso creativo consiguiente al encargo:

«Lo primero que vi fue que la novela tenía que preservar su, llamémoslo así, protagonismo frente a los añadidos tecnológicos, que, sin embargo, debían tener un contenido solvente, sólido, algo que sumase a la novela y no fuese un mero adorno dictado por circunstancias transitorias que antes o después se volverían obsoletas».

El resultado funciona en la historia; las imágenes son expresivas, transmiten información y contribuyen a la tensión narrativa. También es cierto que la salida al ordenador para consultar el blog y las páginas web de la historia obliga a abandonar momentáneamente el soporte en papel o a aplazar su consulta una vez finalizado el capítulo o la página o el libro, lo cual resulta en una ruptura de la continuidad de la lectura.

Finalmente serán los propios lectores quienes decidirán si realizar o no el esfuerzo para aprovechar la oportunidad digital de este libro. Sírvanos sencillamente el análisis para reflexionar acerca del papel del editor en el nuevo contexto: por ejemplo, sobre los modos de dar facilidades al lector para entrar plenamente en la historia, sin dificultades instrumentales añadidas.

Juego con las fronteras entre realidad y ficción

En la ponencia mencionada anteriormente, el autor declaraba la intención de jugar con el lector a la ficción/realidad a través del personaje de Pertierra, lo cual, comentaba, provocó alguna que otra confusión por parte de coleccionistas y editores.Un efecto muy similar produce la lectura de la novela juvenil Pomelo y limón, de Begoña Oro. Este libro se encuentra publicado en papel y en forma de aplicación y juega también con el equívoco entre realidad y ficción. En el caso de la aplicación, la lectura íntegra en soporte digital con conexión a Internet favorece la continuidad de la lectura, al no forzar el cambio físico de soporte por parte del lector. Una de esas facilidades que comentábamos más arriba.

La historia, de corte costumbrista y actual, en la que aparecen institutos, ordenadores y personalidades célebres acosadas por los medios de comunicación, facilita esta confusión, esta línea borrosa entre la realidad y la historia de ficción.

También en esta novela se mezclan imágenes, videoclips y un blog: Pinillismos, el blog de la protagonista, que nos ofrece algunos datos que muestran las reacciones de los jóvenes lectores ante el juego de confusiones. En él, se acumulan comentarios de lectores despistados como el que sigue:

«Es genial ya me encanto el libro y ahora canto mas tu blog, y pensar que esta historia tan bonita es real. por cierto ¿q madres famosas son? siempre m lo pregunte».

Además de sacar una sonrisa al lector, la anécdota pretende provocar la reflexión ante la pregunta de si realmente estarán preparados los jóvenes para leer con criterio las obras con las que se encuentran y se encontrarán. Si aquellos que les acercan la lectura estarán teniendo en cuenta dificultades como esta, tan natural como exigente, y a la vez inherente a la cultura digital que nos rodea. O si tal vez a los lectores les faltan recursos -recursos que seguramente las propias obras pueden favorecer a desarrollar- para interpretar correctamente estas obras como ficción.El juego es fabuloso, la obra propicia la duda y ofrece la respuesta -si se sabe encontrar-, el tema favorece la discusión en grupo; solo queda que los mediadores informados moderen el debate para que los lectores jóvenes que no lo hayan logrado ya puedan comprender.

Música y movimiento

La aparición de las pantallas en el terreno de la literatura juvenil también está ayudando a explorar en modos de contar diferentes a la palabra escrita y la ilustración estática. En la línea de los álbumes ilustrados en papel dirigidos a un público juvenil, e influidas por la comunión de la palabra con otras formas más visuales de comunicación propias de nuestra cultura, algunas obras se nutren de otros lenguajes más dinámicos, como el la animación y el sonido, para desarrollar sus historias.

Las casas perdidas es una obra digital ilustrada publicada el año pasado. A través de un lenguaje poético y cuidado, se presenta una serie de casas fantásticas y algunos pedazos de historias que se relacionan o suceden en ellas. Las ilustraciones tradicionales se mezclan con algunos efectos de animación, que a veces afectan al texto, y con músicas que se integran en la historia. La maqueta, que podría corresponder a un diseño tradicional de un libro en papel, se rompe en algunos momentos mediante la introducción de estructuras de «página» más libres; en ocasiones tan libres que no se pueden llamar «páginas».

Tal vez gracias a las pantallas, el libro ilustrado, de reducida lectura en estas edades, pueda encontrar un hueco donde desarrollarse, y quizá sea capaz de despertar la curiosidad lectora y observadora de los lectores adolescentes a través de los nuevos elementos introducidos.

Innovaciones estructurales

Para finalizar, comentaremos una obra extranjera: Chopsticks de la editorial Penguin, que en cuanto a innovación formal se lleva la palma. Una historia publicada tanto en papel como en pantalla sobre jóvenes y para jóvenes, y contada a través de fotografías, objetos, vídeos, canciones… sin apenas texto. La escasa presencia de la palabra, junto a los saltos temporales y las referencias internas poco explicadas abren mucho las opciones de interpretación de los detalles de la historia y pueden llegar a desorientar al lector.

Sin embargo, el manejo es magistral en algunos elementos de esta historia, que apunta hacia un futuro libro digital que aprovecha las capacidades tecnológicas de manera artística y creativa. La ambientación, la caracterización de los personajes principales, la carga emocional, el peso del elemento musical en una historia que comparte título con un vals para piano, la actualidad de los escenarios y de los objetos seleccionados, la simbología que conecta con el mundo juvenil… hacen de esta una obra única, a pesar de la dificultad de los vacíos del texto.

La estructura es la de un libro dividido en páginas, pero también es una historia narrada en fragmentos: sesiones de chat entre los protagonistas, notas y dibujos que se intercambian los personajes y que son las formas de diálogo de esta obra. Es una historia narrada mediante enlaces: hay continuas salidas del texto a vídeos musicales de diferentes épocas; y es una historia narrada a través de pistas: el libro está poblado de fotografías de objetos que se relacionan con la historia y que ofrecen oportunidades de interpretación al lector.

Si, antes de irnos, tratamos de dar respuesta a la pregunta de si la literatura juvenil digital es ya una realidad, hemos de contestar que puede ser que la literatura juvenil digital sea todavía un reducto mínimo de la producción general pero también podemos concluir que las obras existentes y la implicación de sus creadores y productores revelan una enorme responsabilidad creadora.

En las obras comentadas, entre otras, se observa una intención de realizar una innovación productiva aprovechando el cruce entre literatura juvenil y pantallas, lo cual apunta a unas posibilidades artísticas y literarias de lo más esperanzadoras, a la producción de obras que nos aproximen como sociedad a lo que todos deseamos: que quieran leer.

Obras citadas

ANTHONY, J. y CORRAL, R. (2011). Chopsticks. Nueva York: Penguin Group.

MARÍAS, F. (2010). El silencio se mueve. Madrid: Ediciones SM.

MARÍAS, F. (2011). “La literatura en la era digital”. Encuentros en Verines. Disponible en: http://www.mcu.es/archivoswebmcu/verines/pdf/v11_fernando_marias.pdf

ORO, B. (2011). Pomelo y limón (versión aplicación). Madrid: Ediciones SM.

SERRAT, X.; OBON, A. (il.) y ALEGRET, D. (mús.) (2011). Las casas perdidas. Barcelona: La Tortuga Casiopea

SIERRA I FABRA, J. (1997; versión aplicación, 2010). Campos de fresas. Madrid: Ediciones SM.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Ilustración del menú interactivo del libro Las casas perdidas (2011), editorial La Tortuga Casiopea. 2. Detalle de la portada El silencio se mueve (2010) de Fernando Marías, Ediciones SM. 3. Ilustración de Las casas perdidas. 4. Imagen de Chopsticks (2011) de editorial Penguin.


 
 

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