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Actualizado: 17 ago 2021


Ha muerto el pasado 5 de junio el gran escritor/soñador estadounidense Ray Bradbury. Algunos sostienen que no es cierta la noticia de su muerte, que simplemente el hombre dio por concluido su experimento de 91 años en esta Tierra, se subió entonces a su nave espacial particular y despegó rumbo a esos mundos que tanto soñó y con los que nos hizo soñar. Seguirá, seguramente, escribiendo sus Crónicas marcianas pero ahora desde otro tiempo y otros espacios.Para quienes nos gusta la ciencia ficción es inevitable sentir con la partida de Bradbury una suerte peculiar de orfandad, más aún cuando en marzo de este mismo año fuimos sacudidos por la desaparición física de otro de nuestros grandes padres, el prodigioso ilustrador de cómics Jean Giraud, mejor conocido como “Moebius”.

Quizá los escritores que nos apasionan se puedan dividir en dos grandes especies: aquellos que nos dan ganas de leer y aquellos que nos estimulan las ganas de escribir. Bradbury era de una raza aún más especial y entrañable: la de los que nos producen, por igual, ganas de leer y de sentarnos a escribir.

Ray Bradbury, el eterno niño de Waukegan -esa pequeña población de Illinois de menos de cien mil habitantes que casi ni aparece en los mapas- fue siempre un animal extraño entre los raros. Su formación, más que en la escuela o en cualquier universidad, ocurriría en el seno de una biblioteca pública donde se encerró durante una década para leerse todo lo que allí se encontraba: clásicos, best sellers, revistas, folletines, publicaciones científicas, cómics. Y allí en ese lugar, rodeado de libros y siendo un joven bibliotecario, conocería también a quien fuera su compañera de vida en este mundo. Curiosamente, a pesar de la extensa obra, los galardones y las alabanzas, Bradbury nunca se consideró a sí mismo un autor de ciencia ficción; para él sus obras eran “fantasía”, tal vez como un mecanismo de defensa que supo desarrollar a partir de las críticas y desprecios por parte de sus contemporáneos adeptos a la ciencia ficción dura, quienes consideraron a Bradbury un representante por excelencia del subgénero de la ciencia ficción “blanda”.

La ciencia ficción de Bradbury, esa que nos ha legado en obras maravillosas como sus Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451 (título que corresponde a la temperatura a la que arde el papel), Las doradas manzanas del sol, El ruido del trueno y El verano de la despedida, entre tantísimas otras producciones –Bradbury escribió muchísimo, una obra heterogénea y prácticamente inabarcable donde también incursionó en el ensayo como en el sublime Zen en el arte de escribir- distaba en gran medida de las propuestas más duras de autores consagrados del género como Isaac Asimov, Frank Herbert, Arthur C. Clarke o Brian W. Aldiss. Se parecía más bien, con sus diferencias y particularidades, claro está, a esas propuestas más filosóficas o esos ensayos literarios de naturaleza antropológica de escritores como el polaco Stanislaw Lem. La ciencia ficción para Ray Bradbury no era un fin, era más bien un accidente. Un accidente sublime y afortunado (que también los hay). Por eso el sempiterno muchacho de Illinois no se preocupaba mayor cosa en explicar cómo funcionaba exactamente la nave que llevaba a los expedicionarios a Marte, a cuántos pársec por segundo viajaba y cómo hacía para dar los saltos por el hiperespacio evitando caer en agujeros negros o supernovas. Tampoco le quitaba el sueño (ni nos lo quitaba a sus lectores) el estarse explayando en las descripciones tecnológicas o en las bases científicas que supuestamente sirven para dar un piso sólido a las especulaciones ficcionales típicas de la ciencia ficción. La nave volaba y llegaba a Marte, y en Marte el paisaje se parecía al de la Tierra, punto. O era tal la desemejanza entre lo dejado atrás y lo recién conocido que los terrícolas no teníamos conceptos ni patrones de referencia ni palabras para poder comprender ese mundo extraño en el que habíamos ido a parar. Éramos incapaces, dada nuestra ceguera terrenal, incluso de verlo, mucho menos de aprehenderlo. Al contrario de la inmensa mayoría de los escritores de ciencia ficción, no le interesaba prever el futuro, se contentaba simplemente con sembrarnos la advertencia (y ya le tocará cosecharla a cada quien).

Quizá la fascinante peculiaridad de Ray Bradbury se deba a que hacía uso de ciertas convenciones características de la ciencia ficción pero para darles un giro de tuerca que acababa proponiendo una reflexión sobre las esencias más profundas de la humanidad. Por eso sus bomberos de Fahrenheit 451 no apagaban fuegos sino que los provocaban, los provocaban además para quemar libros (una historia inspirada en la anécdota histórica de aquella gran quema de libros ordenada por Hitler en Berlín, hecho que angustió terriblemente a Bradbury). Y por eso mismo, en El Picnic de un millón de años, la última de sus Crónicas Marcianas, el padre se lleva a su familia a ver finalmente a los marcianos, y los encuentran en su propio reflejo sobre las aguas: ¿quiénes son los marcianos? Los marcianos somos nosotros.

Pienso que precisamente en este extraño arte de convertir zapatos en sombreros (una cosa que en teoría parece sencillísima pero que en la práctica solo les queda bien a aquellos que cuentan con la maestría del gran Ray) se encuentra el meollo del asunto de por qué es tan importante que jóvenes y adultos se asomen a la obra de Bradbury. Hay que leerlo. Bradbury es, sin duda alguna, un imprescindible, independientemente de que nos guste mucho o poco la ciencia ficción. Porque es el gran maestro que nos lanza al futuro, al pasado remoto o a los confines del espacio exterior simplemente para que nos encontremos con nosotros mismos y nos demos cuenta de que los seres humanos no somos otra cosa que unas criaturas temerosas, perdidas en un mundo extraño (no hay que irse tan lejos, este planeta nos sigue siendo y pareciendo extrañísimo), buscando siempre explicaciones y formas de control -ya sean culturales, ideológicas, morales o literarias-, porque al final le tenemos pánico al sinsentido, franco pavor al absurdo, a que las cosas no se parezcan –o se parezcan en exceso- a las cuatro ideas que tenemos “claras” en la cabeza.

A lo largo de sus noventa años de vida –una vida por demás feliz, en permanente estadio de enamoramiento por la simple gracia de sentirse vivo, porque Bradbury tampoco fue jamás un autor atormentado ni poeta maldito, alcohólico o drogadicto ni un escritor de los que responde al estereotipo ya tan gastado del genio huraño “porque esta vida en este mundo miserable es asquerosa y yo vengo aquí a echarles la verdad en cara”- fueron muchos los fans de Ray que se le acercaron para agradecerle por todos los avances tecnológicos vaticinados en sus libros, y que finalmente se corporeizaron en la realidad. Le agradecían así por los walkman y los auriculares, también por las tabletas electrónicas, por los libros digitales, por los televisores de pantalla plana, por los circuitos cerrados de vigilancia, e incluso por el muro del Facebook y por los cajeros automáticos. Y a cada una de estas adjudicaciones Bradbury respondía: “yo no inventé el futuro, yo simplemente estaba hablando del amor que siento por la vida”.


Por lo visto el viejo Ray no estaba haciendo otra cosa que filtrar sus propias memorias y sus propias emociones (las angustiosas pero las más vibrantes y cálidas también) por medio de la imaginación. La ficción y la escritura le habían servido de don y de medio para hablar de sí mismo, de las cosas que le preocupaban y también de aquellas que atesoraba y se negaba en redondo a dejar perder. Será por eso que incluso en el más futurístico o intergaláctico de los relatos de Bradbury hay siempre algo de nostalgia, un toque vintage, algo muy analógico y muy humano que subyace, algo que nos remite al pasado al tiempo que nos dispara hacia el futuro. Las artes contemporáneas –quizás sin saberlo, porque Bradbury es una especie de pionero invisible, la referencia de la que somos deudores pero que casi siempre termina alcanzándonos por medio de otros– parecieran estarse nutriendo de esta hermosa paradoja bradburiana: la alta tecnología necesita de un espíritu, de una piel caliente, un fantasma entrañable que habite dentro de la máquina, algo intangible bajo el maquillaje y el disfraz que nos conecte con la infancia y con tiempos felices; porque así realmente es la única manera en la que somos capaces de abrazarla y nos logra conmover. La ciencia ficción de Bradbury, como pocas, emocionan y conmueven.

Los relatos de Bradbury están llenos de memorias de su propia infancia, de recuerdos de su juventud, de instantes memorables grabados en su corteza cerebral y, sobre todo, en su generosa alma. Hace un año escaso, durante una entrevista a razón de sus noventa vueltas alrededor del sol, le preguntaban a Bradbury -con cierta ironía- qué planes tenía para el futuro: “Estoy planificando mi obra para los próximos diez años y espero que ustedes sigan aquí para acompañarme”. Qué belleza. Lástima que las risas, las del nonagenario y la de todos, no hayan quedado registradas; pero ciertamente las podemos imaginar y sentir.

El mundo soñado, experimentado y propuesto por Bradbury, para bien y para mal, es un lugar extraño poblado por una gente rarísima. “Bueno, comenzando por nosotros mismos, querido lector”, nos susurra la voz del gran Ray desde otro planeta que curiosamente sabemos se halla orbitando en lo más profundo de uno mismo.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Portada de Fahrenheit 451, ilustrado por Joseph Mugnaini, editado por Ballantine Books. 2. Ilustración de Mars is Heaven por Lew Keller. 3. Ilustración The Gift por Ren Wicks. 4. Ilustración The Halloween Tree (1988) ilustrado por Joseph Mugnaini editado por Knopf Books for Young Readers.


 
 

Resulta sorprendente que en este siglo digital, en el que los jóvenes hiperconectados pasan gran parte de su tiempo de ocio leyendo o viendo contenidos en pantallas, no haya una oferta sustancial de contenidos literarios que se aprovechen de este medio… Todavía. El nicho de mercado es claro, al menos en el área de consumo: los jóvenes están acostumbrados a usar pantallas constantemente (no hay más que observar la facilidad con la que andan por la calle mientras manejan su teléfono) y a escoger su contenido (en la medida de lo posible). Las pantallas abren puertas a nuevas formas que pueden acercar a los no lectores, que demás son numerosos en esas edades, a contenidos literarios.

Aunque es el mercado del libro infantil el que se ha disparado con mayor fuerza en los entornos digitales, ciertos usos básicos de las pantallas en relación con la literatura pueden empezar a considerarse establecidos. Algunas editoriales ya han comenzado el proceso de digitalización de sus fondos. Numerosas novelas juveniles como Campos de fresas de Jordi Sierra i Fabra pueden adquirirse tanto en formato impreso como en digital.

Los lectores jóvenes se relacionan hoy en día con sus iguales a través de redes sociales, lugares donde potencialmente pueden ir a buscar información sobre los libros que se leen en su círculo e incluso recomendar libros. Las editoriales lo saben y algunas ya lo rentabilizan a través de concursos o citas virtuales con autores. Un ejemplo de ello es el Reto Pandemonium que promociona la saga Delirium en el que, como anuncia su página web, hay «72 participantes. 18 equipos. Un único objetivo: leer Pandemonium antes que nadie». Las páginas web de colección o los booktrailers, donde se presenta a los personajes y algunos aspectos básicos de la trama antes de leer el libro, como sistema para tratar de enganchar al lector, es otra fórmula de promoción que se nutre de la red: Los juegos del hambre o la saga Divergente son algunos ejemplos del uso de pantallas para promoción. En todos estos casos se observa cómo estas han entrado claramente en el mundo del libro, aunque sin modificar la obra.

Sin embargo, también existen ejemplos, puntuales por el momento, en los que el entorno digital altera el libro juvenil tal y como lo conocíamos hasta ahora. Algunos autores y editoriales han comprendido las especificidades de la lectura en pantalla, las posibilidades que esta abre, y se han dejado llevar por las características del nuevo entorno. Las obras se acoplan a las particularidades de los medios digitales, a sus posibilidades y limitaciones, de diferentes maneras. En este artículo comentaré cuatro ejemplos de libros que introducen las pantallas de manera más o menos profunda en la historia, y a través de diferentes recursos, haciendo que la transición a la pantalla influya directamente en la forma de contar.

Soportes digitales y el papel de la imagen

Formas artísticas como el cómic o el cine, las nuevas facilidades técnicas y una cultura con preponderancia de lo visual han contribuido a la introducción de la imagen en formas que solían constar únicamente de palabra escrita, como la novela. El silencio se mueve, de Fernando Marías, combina una forma de novela en papel construida de manera tradicional con un cómic, además de imágenes esporádicas, un blog y dos páginas web, todo ello íntimamente ligado a la historia y con carácter absolutamente ficcional.La novela aparece, por un lado, enriquecida con los añadidos digitales y, por otro, modificada con respecto a su forma habitual a través de la introducción del lenguaje visual. En una conferencia pronunciada el pasado año por al autor, este reflexiona sobre la obra y el proceso creativo consiguiente al encargo:

«Lo primero que vi fue que la novela tenía que preservar su, llamémoslo así, protagonismo frente a los añadidos tecnológicos, que, sin embargo, debían tener un contenido solvente, sólido, algo que sumase a la novela y no fuese un mero adorno dictado por circunstancias transitorias que antes o después se volverían obsoletas».

El resultado funciona en la historia; las imágenes son expresivas, transmiten información y contribuyen a la tensión narrativa. También es cierto que la salida al ordenador para consultar el blog y las páginas web de la historia obliga a abandonar momentáneamente el soporte en papel o a aplazar su consulta una vez finalizado el capítulo o la página o el libro, lo cual resulta en una ruptura de la continuidad de la lectura.

Finalmente serán los propios lectores quienes decidirán si realizar o no el esfuerzo para aprovechar la oportunidad digital de este libro. Sírvanos sencillamente el análisis para reflexionar acerca del papel del editor en el nuevo contexto: por ejemplo, sobre los modos de dar facilidades al lector para entrar plenamente en la historia, sin dificultades instrumentales añadidas.

Juego con las fronteras entre realidad y ficción

En la ponencia mencionada anteriormente, el autor declaraba la intención de jugar con el lector a la ficción/realidad a través del personaje de Pertierra, lo cual, comentaba, provocó alguna que otra confusión por parte de coleccionistas y editores.Un efecto muy similar produce la lectura de la novela juvenil Pomelo y limón, de Begoña Oro. Este libro se encuentra publicado en papel y en forma de aplicación y juega también con el equívoco entre realidad y ficción. En el caso de la aplicación, la lectura íntegra en soporte digital con conexión a Internet favorece la continuidad de la lectura, al no forzar el cambio físico de soporte por parte del lector. Una de esas facilidades que comentábamos más arriba.

La historia, de corte costumbrista y actual, en la que aparecen institutos, ordenadores y personalidades célebres acosadas por los medios de comunicación, facilita esta confusión, esta línea borrosa entre la realidad y la historia de ficción.

También en esta novela se mezclan imágenes, videoclips y un blog: Pinillismos, el blog de la protagonista, que nos ofrece algunos datos que muestran las reacciones de los jóvenes lectores ante el juego de confusiones. En él, se acumulan comentarios de lectores despistados como el que sigue:

«Es genial ya me encanto el libro y ahora canto mas tu blog, y pensar que esta historia tan bonita es real. por cierto ¿q madres famosas son? siempre m lo pregunte».

Además de sacar una sonrisa al lector, la anécdota pretende provocar la reflexión ante la pregunta de si realmente estarán preparados los jóvenes para leer con criterio las obras con las que se encuentran y se encontrarán. Si aquellos que les acercan la lectura estarán teniendo en cuenta dificultades como esta, tan natural como exigente, y a la vez inherente a la cultura digital que nos rodea. O si tal vez a los lectores les faltan recursos -recursos que seguramente las propias obras pueden favorecer a desarrollar- para interpretar correctamente estas obras como ficción.El juego es fabuloso, la obra propicia la duda y ofrece la respuesta -si se sabe encontrar-, el tema favorece la discusión en grupo; solo queda que los mediadores informados moderen el debate para que los lectores jóvenes que no lo hayan logrado ya puedan comprender.

Música y movimiento

La aparición de las pantallas en el terreno de la literatura juvenil también está ayudando a explorar en modos de contar diferentes a la palabra escrita y la ilustración estática. En la línea de los álbumes ilustrados en papel dirigidos a un público juvenil, e influidas por la comunión de la palabra con otras formas más visuales de comunicación propias de nuestra cultura, algunas obras se nutren de otros lenguajes más dinámicos, como el la animación y el sonido, para desarrollar sus historias.

Las casas perdidas es una obra digital ilustrada publicada el año pasado. A través de un lenguaje poético y cuidado, se presenta una serie de casas fantásticas y algunos pedazos de historias que se relacionan o suceden en ellas. Las ilustraciones tradicionales se mezclan con algunos efectos de animación, que a veces afectan al texto, y con músicas que se integran en la historia. La maqueta, que podría corresponder a un diseño tradicional de un libro en papel, se rompe en algunos momentos mediante la introducción de estructuras de «página» más libres; en ocasiones tan libres que no se pueden llamar «páginas».

Tal vez gracias a las pantallas, el libro ilustrado, de reducida lectura en estas edades, pueda encontrar un hueco donde desarrollarse, y quizá sea capaz de despertar la curiosidad lectora y observadora de los lectores adolescentes a través de los nuevos elementos introducidos.

Innovaciones estructurales

Para finalizar, comentaremos una obra extranjera: Chopsticks de la editorial Penguin, que en cuanto a innovación formal se lleva la palma. Una historia publicada tanto en papel como en pantalla sobre jóvenes y para jóvenes, y contada a través de fotografías, objetos, vídeos, canciones… sin apenas texto. La escasa presencia de la palabra, junto a los saltos temporales y las referencias internas poco explicadas abren mucho las opciones de interpretación de los detalles de la historia y pueden llegar a desorientar al lector.

Sin embargo, el manejo es magistral en algunos elementos de esta historia, que apunta hacia un futuro libro digital que aprovecha las capacidades tecnológicas de manera artística y creativa. La ambientación, la caracterización de los personajes principales, la carga emocional, el peso del elemento musical en una historia que comparte título con un vals para piano, la actualidad de los escenarios y de los objetos seleccionados, la simbología que conecta con el mundo juvenil… hacen de esta una obra única, a pesar de la dificultad de los vacíos del texto.

La estructura es la de un libro dividido en páginas, pero también es una historia narrada en fragmentos: sesiones de chat entre los protagonistas, notas y dibujos que se intercambian los personajes y que son las formas de diálogo de esta obra. Es una historia narrada mediante enlaces: hay continuas salidas del texto a vídeos musicales de diferentes épocas; y es una historia narrada a través de pistas: el libro está poblado de fotografías de objetos que se relacionan con la historia y que ofrecen oportunidades de interpretación al lector.

Si, antes de irnos, tratamos de dar respuesta a la pregunta de si la literatura juvenil digital es ya una realidad, hemos de contestar que puede ser que la literatura juvenil digital sea todavía un reducto mínimo de la producción general pero también podemos concluir que las obras existentes y la implicación de sus creadores y productores revelan una enorme responsabilidad creadora.

En las obras comentadas, entre otras, se observa una intención de realizar una innovación productiva aprovechando el cruce entre literatura juvenil y pantallas, lo cual apunta a unas posibilidades artísticas y literarias de lo más esperanzadoras, a la producción de obras que nos aproximen como sociedad a lo que todos deseamos: que quieran leer.

Obras citadas

ANTHONY, J. y CORRAL, R. (2011). Chopsticks. Nueva York: Penguin Group.

MARÍAS, F. (2010). El silencio se mueve. Madrid: Ediciones SM.

MARÍAS, F. (2011). “La literatura en la era digital”. Encuentros en Verines. Disponible en: http://www.mcu.es/archivoswebmcu/verines/pdf/v11_fernando_marias.pdf

ORO, B. (2011). Pomelo y limón (versión aplicación). Madrid: Ediciones SM.

SERRAT, X.; OBON, A. (il.) y ALEGRET, D. (mús.) (2011). Las casas perdidas. Barcelona: La Tortuga Casiopea

SIERRA I FABRA, J. (1997; versión aplicación, 2010). Campos de fresas. Madrid: Ediciones SM.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Ilustración del menú interactivo del libro Las casas perdidas (2011), editorial La Tortuga Casiopea. 2. Detalle de la portada El silencio se mueve (2010) de Fernando Marías, Ediciones SM. 3. Ilustración de Las casas perdidas. 4. Imagen de Chopsticks (2011) de editorial Penguin.


 
 

Cuando Pa negre (Pan negro) sumó su novena estatuilla en la gala de los premios Goya en el 2011 como mejor película, se reseñó en distintos medios el triunfo de un film catalán en su idioma original. No se puede negar el acierto del director, Agustí Villaronga, en arriesgarse con la adaptación, a ratos oscura, de la novela escrita por Emili Teixidor, con un guión que también fue premiado con el Goya (la adaptación del libreto cuenta con elementos del libro Retrato de un asesino de pájaros, del mismo autor). La decisión no solo fue reconocida, sino compartida con el autor del betseller, escritor catalán y muchas veces traductor al castellano de sus obras. La novela originalmente fue publicada por Seix Barral en el 2003 y en su momento también fue reconocida como pieza literaria con los premios M. Àngels Anglada, el Lletra d’Or, el Joan Crexells y el Premi Nacional de Cultura de Literatura. El libro venía precedido de un gran historial de novelas donde resaltan Retrato de un asesino de pájaros (1988), Sic transit Gloria Swanson (1979), premio Serra d’Or, El libro de las moscas (1998), ganador del premio Sant Jordi, y su último libro publicado, Los invitados (2010). En sus obras para adultos solía conciliar la ficción con su memoria de la oscura época de la posguerra civil española. Solía infiltrarse en el silencio de las heridas, para contar las historias de un pueblo que apenas lograba reorganizarse como sociedad. Buscó en las palabras un espejo para reflexionar sobre el hombre en épocas de crisis. Oriol Izquierdo, en su elogio a Emili Teixidor en la página web de literatura catalana Lletra, se expresa acerca de esta línea temática de la siguiente manera:

Puede parecer que digo que Emili Teixidor escribe siempre la misma novela, la misma historia. Quizás sí. Pero a mí eso no me importa, porque su voz narrativa me seduce y porque su universo me atrae, a veces como suele atraer el vacío a los que tenemos vértigo: es esa atracción por lo que tendríamos que rechazar, el efecto de succión del espejo que nos devuelve la imagen menos amable de nosotros mismos, el monstruo que todos escondemos dentro (Izquierdo 2004: para. 5).

Emili Teixidor fue más que una voz narrativa del siglo XX español: había estudiado Comunicación, Derecho, Letras y Filosofía, para luego iniciarse en la Pedagogía. Más allá del campo literario, a él le preocupaba la formación del lector. Catalogado por muchos expertos como conocedor de la psicología infantil, él se encargó de revisar la niñez como un concepto deshabitado dentro de este espacio de la historia española. Junto a la tradición de autores como Juan Farias o Ana María Matute, Teixidor contaba desde la mirada, aparentemente inocente, del niño. Buscaba historias apartadas de la defensa de un ideal político, y se internaba en la gestación de las semillas a la sombra de una guerra. Su vocación de maestro lo llevó a colaborar en radio, televisión, teatro, periódicos, revistas, cine. Desde luego, fue reconocido como una importante figura dentro de la literatura infantil y juvenil en España.


Conocido, entre otras, por las aventuras de Miga, una tierna hormiga que decide romper con su ciclo natural e ir a recorrer el mundo. La amiga más amiga de la hormiga Miga, libro inicial de la serie, lo hizo merecer el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 1997. Antes había publicado El pájaro de fuego (1972), considerada como una de las mejores novelas del género, e incluida en la lista de las cien mejores obras en español del siglo XX por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. En esta larga lista también se pueden nombrar las premiadas novelas juveniles Las ratas enfermas (1967) o Corazón de roble (1996), dejando por fuera mucha de su amplia producción. Mucho antes del éxito de la película en el 2011, Teixidor ya estaba consagrado en el inconsciente de los lectores españoles. El uso de la palabra modesta y directa dentro de su voz narrativa recrea un mundo referencial en detalles de la cotidianidad rural, un espacio donde recoger la memoria. El éxito de Pan negro, en cualquiera de sus dos formatos, radica en los códigos propios de una niñez sincera, o como expresó el mismo autor en una entrevista para El País: “Pese a todo, [los niños] lograban ser felices, en parte porque vivíamos en un mundo real y en otro oculto: la guerra no existía, era un misterio del que nunca nos hablaban” (Teixidor 2004: para. 4).

Andreu es el protagonista de Pan negro, eje en la película gracias a la dura e impecable interpretación del joven actor Francesc Colomer. Andreu es un niño que, sin proponérselo, cuenta su experiencia de la postguerra, restándole toda la fuerza dramática de los acontecimientos crueles de la Historia, pero no desde la edición, sino desde la práctica de una memoria infantil que vive a través de los juegos, relatos y descubrimientos, compartiendo una irreal época dorada. El personaje de Andreu forma parte entonces de dos ficciones yuxtapuestas: la suya creada naturalmente a partir de la memoria de la infancia, y la otra ficción que lo cuenta como parte del relato, siendo un artificio de la literatura y del cine:

Aprendemos a leer nuestras vidas como si fuera un libro, una novela con su inicio, su desarrollo, sus dificultades, sus éxitos y fracasos y su final. Cuando el espejo refleja otras realidades, todo ese universo a menudo está en contradicción con el mundo que nos ha tocado vivir: la vida impuesta por la realidad es como la cara fea y rutinaria de la vida imaginada, soñada, deseada, que hallamos en la literatura (Teixidor 2011: para. 33).

A raíz del triunfo de la película, otras críticas condenaban el agotamiento de la Guerra Civil como tema en el cine español. Las apariencias engañaban. Así como la exitosa novela Soldados de Salamina de Javier Cercas en el 2001 (también adaptada al cine) debatía el rol del ser humano y del héroe más allá de las banderas durante la Guerra Civil española, Pan negro cuenta sobre la niñez y la identidad como verdad y búsqueda después de la guerra. Andreu es hijo de padre republicano, vigilado, perseguido y detenido. Su madre, para sobrevivir, se dedica a trabajar en las fábricas de Cataluña, dejando a su hijo en la zona rural junto a su abuela y primos. Andreu cuestiona la inocencia de sus padres, se enfrenta al mundo de las apariencias de su familia, sus vecinos y de la sociedad que se construye: la propia y la ajena. Sus experiencias de la vida cotidiana en el campo, los juegos, o la “nada” de la rutina, se irán revelando en un viaje iniciático terrible colmado de pequeños pero impactantes sucesos que le trastornan la niñez. La violencia y las pasiones son cuestionadas por un niño que se apropia de la historia de su pueblo, para identificarse en ella. Andreu, sus primos y amigos forman parte de una generación que se encuentra flotando en un abismo “casto”, un purgatorio carente de palabras. Ellos viven en la aparente libertad que, en teoría, ofrece el final de la guerra:

Los mayores hablaban delante de los niños con total libertad, decían lo que tenían que decir y callaban lo que tenían que callar, pero la frontera entre la libertad total y el secreto absoluto quedaba un terreno yermo, desierto, en el que de vez en cuando caían señales, quejas, gritos, frases, comentarios… que cruzaban de un lado a otro, de la orilla de la libertad a la del secreto, antes de desaparecer fundidos en la oscuridad o disueltos en la luminosidad de uno de los polos, y gracias a esos momentos, a esas palabras que nos remitían a nuestro mundo de ignorancia y dependencia, podíamos intuir la enormidad, la pesadez y la complicación fascinante del mundo de los adultos, del cual nosotros estábamos excluidos, apartados, preservados de algún modo (Teixidor 2004: 33).

La historia de Andreu se convierte en un tributo al final de la niñez. Lo enfrenta a la realidad, a la violencia, a la carencia y al microcosmos que lo rodea. La poesía de su discurso está en la descripción del campo, en los sonidos que se revelan a través de las palabras ocultas. Bajo esa misma dinámica, el autor había creado pequeños esbozos de niños e identidad, por ejemplo con Marcabrú, el pequeño juglar de la novela histórica para jóvenes Marcabrú y la hoguera de hielo (1985). Este niño descubre su historia personal a partir de las palabras de los trovadores, rasgando el silencio adulto que esconde su origen, y reconociéndose finalmente en la tierra en la que nació, cantando los triunfos del rey Jaime I. O en las aventuras de un grupo de huérfanos afanados por buscar un espacio propio en la novela juvenil Renco y los amigos (1988).


Estas exploraciones de la infancia son un ímpetu necesario: “Las personas que no tienen ilusiones están condenadas a morirse de frío (…). De frío espiritual, claro” (Teixidor 1989: 178).

Obviamente, son muchas las diferencias que separan al libro Pan negro de la película. Por un lado, el libro se infiltra en la construcción de un sólido entorno rural, y la película más bien se enfoca en los desencuentros de Andreu con la realidad. Él, a partir de cada una de sus decepciones, se enfrenta con sus lados más oscuros, y decide poner en una balanza el pan negro, alimento del proletario que simboliza la derrota, y del otro coloca la opulencia del vencedor. La elección es propia, natural, engendrada del egoísmo de quien defiende un ideal a costa de lo que sea. Este niño es la visión de la pérdida real en una guerra social.


La historia de este protagonista, tanto en la novela como en el cine, concluye, cada formato con sus guiños, en descubrir el monstruo que se gesta en el equilibrio de ambos ideales. Andreu, en el libro, se nombra, se identifica, pero en cambio, el personaje del cine enseña su resolución en un gesto, una mirada que fortalece la imagen recreada a partir del libro. Ambos lenguajes, a su manera, repotencian el discurso. En palabras del mismo autor: “Existe el peligro de quedarnos con una sola de las funciones del lenguaje que nos proporciona la lectura: el de la comunicación. Las palabras sirven para comunicarnos, pero el lenguaje también es –puede ser– una creación artística” (Teixidor 2011: para. 27).

Pan negro no fue concebida para jóvenes, aunque hable de la infancia y el final de la misma, o que se construya alrededor de las visiones y decisiones de los niños a partir de un mundo que no logran imaginarse. Emili Teixidor enseñaba en cada palabra, el espacio justo para que nos bañáramos en sus memorias, incluso en las imaginadas, y canalizáramos a través de estas memorias el espejo que nos hace meditar sobre las cosas que fuimos o dejamos de ser. Incluso, cuestionando al adulto, empeñado en lograr que el joven lea, sin detenerse a conocerlo, a verlo: “Pero leamos nosotros en primer lugar y nuestro placer se comunicará a los que nos rodean, porque si sólo nos preocupamos de los que no leen, el peligro es que acabemos como ellos” (Teixidor 2011: para. 40).

Su muerte el pasado martes 19 de junio a los 78 años, provocó un limbo en aquellos que tuvimos algún contacto con su amabilidad, colaboración o las incansables ganas de seguir fomentando su trabajo a favor de la lectura. Pero los maestros encierran ese extraño don que invoca también el autor Manuel Rivas en su relato de la infancia durante la Guerra Civil, La lengua de las mariposas. Es el espacio de las palabras colocadas en esa neblina al final de la niñez, cuando la realidad deja de ser un espacio seguro. Al fin y al cabo, los buenos maestros son parte fundamental de la memoria de todos nosotros: “Sin padres, a la Lloramicos y a mí solo nos quedaban las palabras para encontrar el camino de retorno. Todos los secretos eran solo palabras, así como todas las iluminaciones. Piedrecitas blancas. Cantos rodados. Guijas. Palabras” (Teixidor 2004: 159).

Obras citadas

Teixidor, Emili (2004). Pan negro. Barcelona: Seix Barral.

Teixidor, Emili (2002). Marcabrú y la hoguera de hielo. Madrid: SM.

Teixidor, Emili. (2011) “Invitado del mes: Emili Teixidor”. Gretel: la literatura infantil a la UAB. Disponible en: http://literatura.gretel.cat/es/content/emili-teixidor

Mora, Miguel. (2004) “Emili Teixidor publica en castellano su novela ‘Pan negro’”. El país Digital. Disponible en: http://elpais.com/diario/2004/09/24/cultura/1095976801_850215.html

Izquierdo, Oriol. (2004) “Un torrente verbal. Elogio de Pa negre de Emili Teixidor”. Lletra. Disponible en: http://www.lletra.com/es/obra/pa-negre-2003

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Portada del libro Pa negre de Emili Teixidor (2004) editado por Seix Barral. Propiedad de la foto: Hulton Archive / Getty Images. 2,3,4. Fotogramas de la película Pa negre dirigida por Agustí Villaronga en 2010. 5. Trailer de la película Pa negre.


 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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