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Iker, 13 de junio - Un impacto tan doloroso como justificado. 


Al paso de Sirât por el festival de Cannes le acompañaba un secretismo y un rumor que nos advertía del peligro de spoilers. Por esto hice cierto pacto de desinformación tras enterarme de su tono cruel en la segunda mitad casi accidentalmente. Con solo ese dato era inevitable que la mente comenzase a imaginarse lo peor: si hay cine de crueldad en una película con un niño, algo tenía que pasarle. Las sospechas no eran afirmaciones y abstenerme de leer críticas me permitió no saber nada con certeza aunque uno se imaginase lo peor. Ir solo con una leve advertencia y no con ningún spoiler real me permite disfrutar de una primera mitad sin estar a la defensiva. 


Esta primera parte, donde se te presenta a los raveros y al padre e hijo contrapuestos, busca conectar al espectador con sus personajes a base de escenas a modo de valles en la carretera donde se compartirán mimos y anécdotas entre un padre que se acerca a los raveros gracias a su hijo y que encuentra en ellos, como bien decías, parte de su hija perdida mientras el espectador se acerca a ellos al mismo ritmo que Luis. Esto no me parece un simple atrezzo emocional para generar más impacto, sino que entendemos así la búsqueda de la hija y vemos como el padre en este viaje quizás también busca el perdón de una hija que huyó no sabemos por qué y en esa búsqueda encuentra una aceptación de la pérdida. Toda esta belleza emocional no solo está bien construida, sino que además no es en vano. La primera mitad de Sirât es cercana y cariñosa con sus personajes y no en vano, no es una película llena de dolor, sino que se empatiza con sus protagonistas por mucho que luego los castigue y condene.



Todo esa emoción tan paterno-filial se va construyendo hasta que llega a cierto acantilado donde ocurrirá la mayor tragedia. Aquí a medida que van escalando y la cámara se centra en la altura, el riesgo y las curvas de esa estrecha y peligrosa carretera es inevitable sospechar el peor de los destinos si uno recuerda las advertencias por crueldad. Ciertamente uno no puede olvidarse de la posibilidad del accidente, como un padre que sobreprotege a su hijo imaginando lo peor posible, uno visualiza tropiezos y resbalones, huidas torpes del perro que provocasen lo peor y demás posibilidades. Sin embargo para que el accidente que acaba con la vida de Esteban y el perrete se vuelva impredecible e impactante la película distrae al espectador con otra tarea. Es mientras toda la tropa celebra haber podido desatascar una de las caravanas de la arena cuando, de repente y de fondo, el vehículo de Luis con el niño y el perro se precipita hacia el vacío. La película te distrae de lo que uno pueda sospechar y su tragedia es tan cruel, cruda y supone un cambio tan radical que el impacto para mí es máximo. Se puede mascar la tragedia, pero no la rapidez y la forma tan repentina. Sirât me destroza emocional y casi físicamente con esa pérdida drástica y dolorosa. 


He pensado mucho en cómo de cruel es Sirât y en cómo de legítimo es el dolor que genera. Creo que no puedo hablar en términos de necesidad con respecto a los acontecimientos, me parece más correcto explicar si sus actos están justificados o no, si son mero efectismo o si hay algo más que los respalda. Primero explicaré porqué su campo de minas supone algo plenamente lógico y justificado que no debemos tachar como gratuito. Es habiendo explicado esto, que se comprenden las rimas de ese primer accidente en el acantilado y por qué creo que también está legitimado dentro de Sirât y su discurso.



Los raveros llegan a ese campo de minas buscando una segunda rave donde seguir la fiesta mientras en sus mundos se desata una tercera guerra mundial. Las raves hacen cierta gala de un escapismo del sistema donde ni las relaciones capitalistas de clubs ni la cultura superficial de la pose llegan a penetrar en su techno y en sus fiestas clandestinas. Fiestas que, como digo, se fundamentan en cierto pesimismo asumiendo que el sistema está corrupto y no se puede cambiar, por lo que el ocio es una respuesta legítima y antisistema por naturaleza en tanto que se hace a espaldas de este y hasta que las fuerzas armadas lo disuelvan. Es el caso de la primera rave, a la que llegan unos militares pidiendo que los europeos abandonen la zona porque un conflicto grave ha ocurrido. Los raveros protagonistas, ajenos a dicho conflicto, se escapan y prosiguen hacia su segunda fiesta, donde seguir con su huida. Son personajes que se desconectan a conciencia del sistema y su realidad porque se creen ajenos e indiferentes a ella, quizás superiores. 


Pero Laxe en su película muestra como uno no solo no debe estar ajeno a todas las problemáticas mayúsculas que conflictúan a tu odiado sistema, sino que no puede estarlo. Precisamente ese desconocimiento político es lo que les lleva hacia ese campo de minas, ese Zabriskie Point personal de Oliver Laxe. Uno puede tener la tentación fácil de pensar que esas minas es un juego cruel de Laxe para condenar a sus personajes y en cierto modo lo es, pero es esencial señalar que ese campo de minas, aunque la película no te lo explique porque los propios raveros lo ignoran, es un campo de minas real. Un campo de minas a manos de Marruecos en territorio saharaui de unos casi 3.000 kilómetros de largo usado expresamente para evitar la defensa del territorio ocupado ilegítimamente por el ejército marroquí y el regreso a su tierra de los refugiados saharauis. Es lo que te encuentras si intentas llegar a Mauritania iniciando el viaje desde Marruecos, el mayor campo minado del mundo en el Sahara. Entonces la condena de Laxe al escapismo de sus protagonistas no es una condena artificial ni sólo simbólica, sino que explica con sus explosiones que el aislamiento político casi religioso puede acabar contigo. Sirât es una película sobre el mayor de los escapismos y sobre cómo ignorar la realidad política es una estupidez supina porque llegarás a ella si sigues caminando con los ojos cerrados e ignorando todo lo que ocurre en tu mundo. Está claro que esas minas que tanto asustan al espectador no son solo de un simbolismo político muy fuerte, sino que también tienen su contexto sociopolítico literal que justifica su existencia y hace crecer dicho discurso.


              Muro del Sahara occidental minado


Volviendo ahora sobre el primer accidente que se cobra la vida de Esteban en el acantilado y teniendo en cuenta lo explicado. Es innegable que la muerte de un niño de manera accidental y sorpresiva en unas condiciones límite es dolorosa y su ejecución estética no puede ser más que un efectismo muy efectivo que si consigue generar shock en el espectador no es porque el movimiento sea inteligente de base, sino por bestia y brutal. Ahora bien, yo creo que encuentro ciertos motivos para llegar a justificar este momento desde mi perspectiva. Me parece clave que la película no caiga nunca en el gore ni en lo grotesco, todo es bastante diegético y la imagen no se manipula para generar un impacto mayor y más artificial, no hay primeros planos al accidente, ni sangre, ni nada por el estilo. El objetivo del accidente no es generar un mayor shock, podría ser más gráfica, sucederlo de un momento con más sentimentalismo donde revolcar al espectador en dolor, lágrimas y horror. Sin embargo la película no hace eso y se mantiene en su sentido diegético sin manipular estéticamente a nadie y fiel a la que ahora se comprende que es su mayor principio: la perspectiva de Luis será la perspectiva del espectador y de la película durante toda la cinta. Uno siente y ve esta tragedia como lo hace Luis. 



Creo que este dolor comienza a estar justificado porque consigue, por golpe de efecto, sumergirte en ese dolor del padre y en ese viaje emocional tan impactante que le ocurrirá en los siguientes minutos. El espectador siente, en mi caso y en el caso de quién le de ese poder a la cinta, un dolor brutal y repentino entre el susto más mortal y la pena más tremenda equivalente al que siente el personaje de Luis en la pantalla. De hecho el espectador no sale de ese shock hasta que Luis se lanza al desierto y grita, hasta que el propio padre sale de ese estado. Porque la próxima vez que vemos a Luis se irá solo corriendo intentando huir de su pérdida para comprender tras desahogarse que no puede huir de ella. 


Luis sentirá la mayor de las tragedias para un padre y la reacción más animal que le sucede es intentar huir de ese lugar, salir corriendo solo hacia el desierto profundo intentando huir de lo que es en realidad una lucha interna y mental. Entonces esa tragedia y ese shock tienen una rima directa sobre el tema principal de Sirât y como todos sus personajes acaban huyendo y huyendo sin éxito. Porque quizás allá donde esté Luis estará su trauma y allí donde haya un sistema del que escapar tendrá sus conflictos en los que se base. Laxe reincide con esto en lo absurdo del escapismo de estos raveros que, como Luis, por muy lejos que se vayan, se encontrarán con el sistema o con su sombra bélica tan alargada. Además esto existe para entender cómo no es tan maligno ni perverso intentar huir de una realidad y es una pulsión casi natural de la mente de los personajes. Por eso no todo es castigo y dolor para los raveros que huyen, también se traza una comprensión de su huída con el trauma de Luis.


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AVISO SPOILERS

No se aconseja en absoluto leer esta correspondencia sin haber visto Sirât de Oliver Laxe,

está cargada de destripes importantes de la trama y tono de la película.



Manuel, 10 de junio - ¿La crueldad necesaria? 


Iker, Xabi, como sabéis, por fin, vi ayer Sirât, el nuevo largometraje del cineasta gallego Oliver Laxe. Lo hice con unas expectativas altísimas tras la recepción que el filme cosechó en la pasada edición del festival de Cannes, donde se alzó con el Premio Especial del Jurado (ex aequo con la también muy esperada para mí cinta alemana Sound of falling de Mascha Schilinski), dirigido por la actriz francesa Juliette Binoche. Y lo hice también con mucha información sabida sobre la película, a raíz de las píldoras de información que soltaban intermitentemente las críticas y crónicas que leí o vi: que si codeaba con el cine bélico; que si sus momentos de tensión podrían recordar a El salario del miedo de Clouzot; que si había un progresivo acercamiento entre el personaje de Sergi López y la troupe de raveros que, en principio, parecían mostrar modelos vitales incompatibles y en confrontación; que si la tragedia azotaba en la mitad de la película, haciendo avanzar el metraje hacia un terreno de impúdica crueldad; o, sobre todo, que si, en un momento dado de la cinta, un campo de minas explotaba para desgracia de los protagonistas. 


Concibo la experiencia cinematográfica como un encuentro entre un espectador -con sus premisas analíticas, filias y fobias adquiridas, referentes, conocimiento personal, sistema de significación o expectativas generadas- y una obra fílmica, una alteridad, entendida como si tuviera una intención por sí misma (lo que no quiere decir que objetivamente la tenga), como si dijera o transmitiese algo más o menos determinado o cerrado en referencia a su propia coherencia contextual (reconozco en esta formulación, la influencia del semiólogo y novelista italiano Umberto Eco). En tal encuentro se daría un proceso de conformación mutua: primero, de lo que la obra quiere decir según la carga teórica-emocional con que el público se ha aproximado a ella y, segundo, de las propias preconcepciones, posiblemente mutables por efecto del visionado, ante los aspectos de la película que se resistan a ser moldeados totalmente por nuestro marco, que nos fuercen a cambiarlo para entenderla. En último término, lo que esta concepción implica es la imposibilidad de una crítica negativa absoluta, por más que, como espectadores, por ejemplo, las impresiones que hayamos experimentado nos hayan sido poco placenteras, una ausencia total de goce de cualquier clase. Y es que si asumimos que toda obra tiene coherencia contextual y una intención para ser artística, o bien la ausencia de goce se debe al carácter infructífero de los marcos del espectador para dar cuenta de la obra sin contradicción (sin encontrar que dicha impresión se sustenta en el texto), o bien la ausencia de goce es producida por la obra como parte de su intención coherente. Ante esta situación, el crítico puede intentar desplazarse de un marco analítico a otro, para determinar cuáles son los que mejor encajan y encuentran de su goce o ausencia de goce justificación textual, y cuáles son los que la obra sacrifica en pos de satisfacer a estos otros marcos o clases de espectadores óptimos. 


A lo que quiero llegar al dejar explícitas estas premisas hermenéuticas o estéticas es a lo siguiente. Sirât me decepcionó. Ni sus momentos sorpresivos me pillaron desprevenido, ni los progresivos acercamientos hacia la ternura entre los personajes me transmitieron mucho más que un reiterativo setup para esa desgracia (ese campo de minas) que no dejaba de esperar, ni tuve la sensación de dinamismo especialmente fluido (casi de acción a lo Mad max) que muchos alabaron del devenir de los acontecimientos, ni mi sensación de impacto y sufrimiento fue tan acentuada como la de muchos otros miembros de la audiencia, con los que estuve muy bien acompañado en la proyección. Y, desde entonces, no he dejado de evaluar y confirmar que tales ausencias de emocionalidad o enganche se debían, principalmente, tanto a una gestión desafortunada de las expectativas y la información sabida durante el visionado, como a mi relación personal poco sentida o visceral con la muerte. Es decir, que, en gran medida, mi manera de acercarme a la obra no fue la propicia y que, como me dijo una amiga días antes de ver la película, verdaderamente era trágico que me hubiera enterado de lo del campo de minas. Sin embargo, y a pesar de todos estos obstáculos de partida, sí que la obra de Laxe me llegó a convencer sobremanera en un punto: el sensorial, impresionante y sobrecogedor trabajo plástico y catártico-alegórico de los paisajes desérticos, en tanto espacio de expresión, resonancia y trascendencia del dolor del protagonista, Luis (Sergi López), tras la funesta muerte de su hijo, Esteban (Bruno Núñez). 


O que arde Mimosas


El escritor y político burgués Edmund Burke, en 1757, caracterizó lo sublime como una propiedad generadora de admiración, reverencia y respeto, de un asombro irracional, arrebatador y desbordante, que nos paraliza con cierto miedo a lo peligroso y doloroso, apelando a nuestro instinto de autoconservación. Los objetos sublimes se asociarían a la soledad, la vacuidad, la vastedad, la infinitud, el poder o la oscuridad, siendo la muerte, para el autor, la oscuridad absoluta, la fuente primordial de sublimidad. La filmografía de Oliver Laxe está cargada de pasajes sublimes, vinculados a la relación (mutuamente destructiva) entre la naturaleza y la humanidad (y sus creaciones artificiales) y que en ocasiones suponen una interrupción de la línea argumental central en favor de una experiencia desbordante casi mística. Desde los gigantescos bulldozers arrancando los eucaliptos de la tierra gallega en el inicio de O que arde, pero deteniéndose ante la presencia de un imponente y grueso árbol; hasta los taxis perdiéndose en el horizonte y levantando una espectral humareda, ante la luz de la hora mágica, en Mimosas. Laxe, en Sirât, dobla la apuesta. 


La música electrónica de Kangding Ray, sumergiéndonos en un estado de trance, acompaña las muy cuidadas composiciones de Mauro Herce, quien repite jugada como director de fotografía volviendo a sacar el máximo partido tanto a ese paisaje marroquí que ya estaba presente en Mimosas, como a las escenas nocturnas que tanto había trabajado en Longa noite de Eloy Enciso. Los faros de los camiones adentrándose en la oscuridad, el desierto vacío haciendo minúsculo al Sergi López que lo atraviesa en shock, las vías del tren extendiéndose hasta el infinito, el mortal precipicio ante nuestros pies. Lo sublime de estas secuencias se amplifica hasta el éxtasis gracias a que se construyen directamente a nivel argumental y emocional sobre lo que es, según Burke, el centro del terror a lo sublime: la muerte. 



De hecho, el tema que sintetiza el viaje del personaje a lo largo de la cinta es el de la relación con la pérdida. El sirat al que referencia el título es, según las fuentes islámicas (y esto se afirma a falta de una investigación pormenorizada con la que seguro que se encontrarían más resonancias), ese sendero (o puente sobre el Infierno) más delgado que la hebra de un cabello y más afilado que una espada que todas las personas han de cruzar para llegar al Paraíso en el Día de la Resurrección. De manera paralela, Sirât sitúa a sus personajes en una cuerda floja cuyo mínimo tropiezo puede suponer la muerte, generando tensión en el espectador a partir de muy pocos elementos. 


Pero hay mucho más que eso. Luis y Esteban comienzan su itinerario por Marruecos en busca de Mar, su hija y hermana, respectivamente, que se encuentra desaparecida, perdida. Misión no tan lejos, en principio, de la de John Wayne en el Centauros del desierto de John Ford (referente con el que Laxe ya dialogaba en el western metafísico sobre el poder de la fe que era Mimosas), aunque luego se torne mero macguffin. En forma de road movie, en la primera parte del filme, tras la confrontación levemente cómica del inicio, se va estrechando la convivencia con los raveros, en tanto acaban representando a su hija y hermana perdida. Esteban exclama “cómo molan”, para progresivamente ataviarse como ellos, identificándose. Luis, por su parte, confiesa a Jade (Jade Oukid) la similitud de una de sus frases sobre la música electrónica con las que profesaba su hija, y encuentra en este clan de marginados una posibilidad de reconciliación simbólica. Los momentos de ternura de estos parias son enfatizados por planos cercanos formados por dos (o más) personas en diálogo, al estilo del retrato de Amador y Benedicta en O que arde, que amplían las dos dimensiones fundamentales de la composición sobre la que se construía Mimosas: los planos generales paisajísticos y los pasolinianos (al modo espiritual de El evangelio según San Mateo) primeros planos o planos medios de los rostros individuales de los personajes, ya proliferantes en Todos vós sodes capitáns o los primeros cortometrajes de Laxe, como París #1


O que arde


Pero es entonces cuando una nueva pérdida azota al protagonista, la de Esteban. Es la muerte que queda fuera de campo, el shock anticipado por un trabajo del suspense, por una construcción dramática del peligro (el niño jugando con Pipa (Lisa), la perra, al borde del abismo, después de que esta estuviera enferma), opuesta a la muerte como sorpresa, en el campo de minas, totalmente visible, en forma de los restos, puramente materiales, de los cuerpos, amasijos de carne o estallidos humanos sin indicación alguna de pervivencia espiritual. El shock inicial ante la muerte de Esteban, el desamparo en que deja a Luis, reverbera a través de lo sublime en los planos y secuencias subsiguientes, que apuntan, a su vez, a la simbiosis con el entorno destructor, a la trascendencia del propio dolor en integración mística con la naturaleza que nos desborda. Porque lo sublime también puede ir de esto, sobre todo si se pone en relación con el pensamiento del sufismo. En cualquier caso, ¿supone el último momento de impacto para Luis y el espectador (las muertes en el campo de minas) una confrontación con la muerte que hasta ahora no ha sido afrontada directamente? Es decir, tras el intento de reconciliación con lo perdido (en este caso, Mar), como si no estuviera perdido, y tras el shock emocional de empezar a sentirlo como perdido (en este caso, Esteban) y de experimentarse en el horror de lo sublime, del vacío; ¿el arco de personaje de Luis termina con la aceptación del hecho de la pérdida (en este caso, la muerte de los raveros) debido a la observación visual directa de su terminante efecto (los cuerpos desintegrados, esparcidos)? ¿Es esa aceptación de la muerte la que le permite sortear las minas, no explotar? O dicho de otra manera, atravesar ese puente que es el sirat hacia el Paraíso (un futuro mejor, un crecimiento espiritual personal, una vida plena, etc.). 


Creo que la ambigüedad de la cinta (también con respecto a la psicología de los caracteres, dada la carencia de información de su pasado, irrelevante ante la fuerza de sus rostros) impide responder con seguridad estas preguntas, pero las formulo a la luz del desenlace de Mimosas, que, sin desvelar, también parecía vincularse a una cierta aceptación (en este caso de la fe y del propio destino como héroe). Ahora, de contestarse afirmativamente, me hago una nueva pregunta: ¿para que el espectador acompañe a Luis en su proceso progresivo de confrontación con la muerte (incluyendo la citada experiencia de lo sublime) era necesaria ESA secuencia? Hablo, como no podía ser de otra manera, de la imagen de Esteban y Pipa, dentro del coche, gritando con rostro de pavor incontenible frente a un padre inconsolable. Ese momento efectista, patético y casi insoportable, esa muestra quizás absoluta (sublime) de crueldad con sus criaturas tan difícil de borrar de la memoria. Y eso es lo que quería preguntaros: ¿es esa crueldad necesaria? Lo sé, hay otros momentos, podemos discutirlos también, pero quizás para mí sea este el que más rechina. ¿Qué opináis vosotros, cómo lo vivisteis? Y también, ¿cómo jugaron en vuestra experiencia cinematográfica vuestras expectativas? Quedo a la espera de vuestra respuesta, gracias por animaros a participar en esta correspondencia. 


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Para mí todo el público es un gran niño enamorado de lo extraordinario

(José Val de Omar, "Mecamística del cine")

 

“Erase una vez... Un lugar de la meseta castellana hacia 1940”. Con esta quijotesca leyenda, entre el tiempo mítico y el histórico, arranca El espíritu de la colmena (1973), ópera prima del cineasta vizcaíno Víctor Erice. Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, la película superó la censura del tardofranquismo, a pesar de presentar una crítica metafórica y elíptica al régimen del Caudillo, construida a partir de la asimilación de la mirada del espectador a la de la niña protagonista.

 

Se nos cuenta la historia de Ana (Ana Torrent), una niña de Hoyuelos, Segovia, que queda impactada al ver el filme El doctor Frankenstein (1931) de James Whale. Ante sus inquisitivas preguntas, Isabel (Isabel Tellería) le relata que el monstruo de la cinta realmente es un espíritu que está vivo y se oculta en una casa abandonada con un pozo a las afueras del pueblo. Este es el comienzo de un prematuro camino iniciático o proceso de búsqueda del yo, pero también de una rebelión y oposición a las leyes y a la realidad de los primeros años de la dictadura de Franco.



Los títulos de crédito, con los que se abre el largometraje, van acompañados de dibujos pintados por las jóvenes actrices protagonistas, que representan secuencias, situaciones, personajes u objetos desde el punto de vista de las niñas. Así se nos adelanta que toda la película consistirá en una inmersión en la mirada de la infancia. Y no se trata simplemente de que proliferen los primeros planos de los enormes e insaciables ojos de Ana Torrent, junto a planos subjetivos que muestren los objetos de su mirada. Ni tampoco se trata de que compartamos en todo momento la perspectiva de Ana. De hecho, ya desde los primeros compases del filme, nos alejamos de la proyección del pueblo en que las hermanas descubren el cine por primera vez, para acompañar a sus padres en sus disfuncionales rutinas: la apicultura de Fernando (Fernando Fernán Gómez) y la escritura de cartas de Teresa (Teresa Gimpera).



Más bien se trata de que la película está construida para invitarnos a mirar desde el punto de vista de la infancia. Desde una posición en la que todo está lleno de misterio, en la que todo está por aprender, en la que todo está por preguntar. Y es que, ante la poca información explícita en un inicio, al observar las acciones de Fernando y Teresa es inevitable situarse en el lugar de la interrogación y preguntarse, ¿quiénes son estos personajes?, ¿qué relación mantienen entre sí?, ¿qué siente Fernando ante la realidad socio-histórica en que se encuentra?, ¿a quién escribe Teresa: amante, hijo, hermano, amigo?, ¿sigue vivo el destinatario?, ¿cuál es el sentido de las miradas hacia Teresa de los soldados viajeros en el tren?... Lejos de darnos respuestas definitivas, aparecen nuevas cuestiones que nos desbordan, ante las que no hay una explicación única. Preguntas que hacemos ante la gran pantalla, paralelas a las que Ana se hace ante El doctor Frankenstein.

 

¿Cómo logra situarnos Erice en esta posición de la mirada infantil? Rafael Cerrato, en Víctor Erice. El poeta pictórico, sitúa entre las características de la poética del vacío ericiana la iluminación integradora y el fuera de campo interrogativo. Sobre la iluminación, la bella dirección de fotografía de Luis Cuadrado tiende a difuminar los límites de los objetos gracias a un leve tenebrismo o al dominio de ciertos colores en varios de los planos de la cinta (como el miel en el interior de la casa, el gris y marrón en los exteriores o las tonalidades azuladas en las escenas vinculadas al cine e invocaciones). Así, todo queda envuelto en una atmósfera mágica que apoya la sensación de misterio.



Con respecto a lo segundo, es común la presentación de secuencias en primeros planos o planos detalles (ver la carta, antes que a Teresa; el rostro cubierto del apicultor, antes que su labor; etc.), que aumentan nuestra curiosidad acerca de lo que rodea a las imágenes mostradas. También abundan las miradas que los personajes lanzan fuera del plano, a un horizonte anhelado tras los ventanales de su opresiva colmena social. Una sociedad llena de ausencias y tristeza, en términos de la carta de Teresa, en la que, tras la guerra, se fue la capacidad para sentir de verdad la vida. Una sociedad que aboca a los melancólicos personajes al exilio interior, a la soledad y al silencio. Y es que el fuera de campo también está, en este punto, en lo que se calla. Así se retrata el desolado paisaje emocional de una época y un lugar concreto, encarnado en los rostros apagados de los personajes secundarios adultos. Y así también aumentan nuestras preguntas, sobre aquel horizonte no descrito y sobre lo no dicho. La poética de la ausencia y la de la mirada infantil interrogante convergen.



Pero estos rasgos son solo algunas de las estrategias que utiliza Erice para abrir su obra a la mayor cantidad de interpretaciones posibles o generar misterio y magia. Estrategias que se completan con la ausencia de un diseño narrativo convencional. En lugar de una estructura dramática tradicional con su planteamiento, nudo y desenlace, vemos instantes. Imágenes primordiales, unidades poéticas o acordes que constituyen momentos en el viaje de Ana, en que la rutina convive con lo extraordinario. En lugar de un nexo causal claro en el desarrollo de las secuencias, la película sigue una lógica mágica, encadenando el sensible montaje de Pablo G. del Amo las escenas por razones de ritmo, paralelismo, rimas, sugerencias, contacto... En lugar de una cronología lineal de los eventos, el orden de los pasajes de El doctor Frankenstein que se ven y escuchan no se corresponde con los del filme original, mientras que el montage que acompaña a la voz en off de Fernando repite imágenes antes mostradas, saltando así en el tiempo. En lugar de un espacio realista, este se desdobla, sugiriéndonos el sonido de las pisadas de Fernando que su habitación está encima de la de las niñas, pero viendo luego que están unidas por un largo pasillo. En lugar de un desarrollo de personajes con una psicología evidente, ciertos individuos presentan una paradójica ambivalencia (el padre o la maestra), que se compone con la polisemia sistemática de la cinta a nivel simbólico. En lugar de cine de prosa, es cine de poesía.

 

Frente a El sur, La morte rouge o el guión de La promesa de Shangai, donde la vivencia infantil se encuentra mediada por la explicación verbal de un adulto que recuerda, las citadas características de El espíritu de la colmena abocan al espectador al misterio subyugante, a mantenerse en vilo, generándose una conexión emocional profunda con la protagonista. Y es que la mirada del espectador coincide ahora con la de Ana, representante de una infancia libre de la causalidad, la substanciación y la lógica de los adultos. Identificarnos con esa mirada supone rechazar la sabiduría adulta y abrazar la fantasía. Desde esta premisa de partida, acompañaremos a Ana en su aventura de auto-descubrimiento.

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En esta película que hoy evoco de nuevo,

no hay nada que no brote de una escena primordial:

el encuentro a orillas de un río de una niña con un monstruo,

contemplado por una mirada que observa el mundo por vez primera

(Víctor Erice, “El latido del tiempo”)

 

El detonante del viaje de iniciación de Ana es su visionado de El doctor Frankenstein de James Whale. En la proyección, como sustituto del No-Do, aparece una advertencia del productor y los realizadores del filme. Lejos de ser una traducción fiel, el doblaje castellano introduce un “yo les aconsejo que no la tomen [la película] muy en serio”, completamente ausente en la versión original. Pero también traduce “to create a man after his own image without reckoning upon God” [crear un hombre a su imagen sin contar con Dios] por “crear un ser vivo sin pensar que eso solo puede hacerlo Dios”, deshumanizando más al monstruo y enfatizando la omnipotencia divina. En cualquier caso, imponiendo un sentido cerrado a la película, acorde a la doctrina del régimen. Se simplifican así los sentidos de un largometraje que ya de por sí era una simplificación de la novela de Mary Shelley.

 

Y entonces, en pantalla, una niña invita al monstruo a jugar con ella. La emocionada y emocionante reacción de sorpresa de Ana ante el encuentro, captada por una tambaleante cámara en mano ajena a la voluntad de estilo predominante, es la auténtica reacción de un personaje y una actriz que descubre la magia del cine por vez primera. Igual que la realidad y la fantasía son indistinguibles para la protagonista, la ficción y el documental se entremezclan en este instante, para Erice, el más esencial que ha rodado nunca. Segundos después, un corte deja la escena suspendida. Y es que la copia estrenada en España se corresponde al montaje para cine aprobado por la Universal, cortando el momento en que el monstruo de Frankenstein tira a la niña al río, imitando lo que hacía con las flores segundos antes, para acto seguido echarse las manos a la cabeza, con arrepentido espanto. El vacío que deja la escena eliminada en el continuo del mostrar, lo inexplicable de la muerte descubierta en la gran pantalla, llena a Ana de desasosiego. Y de preguntas: “¿por qué el monstruo mata a la niña y por qué le matan luego a él?”.



Whale lo tiene claro. El Dr. Waldman le dice a Henry Frankenstein que su criatura es un demonio con un cerebro de un criminal. Dentro de la narración lineal y causal de su película la respuesta es evidente: mata por ser un criminal y se le mata por ser un criminal. Pero la explicación oficial no basta para Ana, quien se toma el cine muy en serio. Y eso que la fascinación por lo desconocido, como dice el Dr. Frankenstein, hace que “le llamen a uno loco”.

 

Fernando escucha desde su balcón esta líneas de diálogo, igual que minutos antes habría mirado con atención el cartel del filme. A su vez, su monstruoso traje de apicultor es lo primero que vemos tras la introducción de El Doctor Frankenstein y su pie aplastando a la seta muchas secuencias más adelante rima con la pisada que Ana encuentra al lado de la casa con el pozo. Se nos sugiere de esta forma una identificación de Fernando con el monstruo de Frankenstein.



Con todo, no queda clara la filiación del personaje con los valores prohibidos durante la dictadura. No sigue los ritmos de la rutina social, comiendo a deshora y durmiendo por el día; o escucha una radio que parece conectarle con un exterior anhelado, ante el que su rostro expresa melancolía. Pero su discurso paterno reproduce el fascismo imperante y, ante su familia, se convierte en el representante de la autoridad. La conocida escena en que enseña a sus hijas a distinguir las setas buenas de las malas es un ejemplo del maniqueísmo que transmite y apoya en la tradición (“hago siempre lo que decía mi abuelo”). Y su descripción del hongo venenoso (“un auténtico demonio”) coincide con la descripción del monstruo que da el Dr Waldman. Un plano detalle da cuenta de la violencia con la que destruye el alimento prohibido, ante la mirada de Ana, entre angustiada y fascinada (“qué bien huele”). Y cuando, en la secuencia siguiente, Fernando se va de su hogar, el despreocupado alboroto de los juegos y travesuras de las niñas es respondido por la criada con un “ya está armada la república”.



Personaje contradictorio, su intelectualidad es la de filósofos como Unamuno y Ortega y Gasset (junto a los cuales aparece en una fotografía del álbum familiar), quienes apoyaron la sublevación franquista en algún momento de sus vidas. Por otro lado, el cuadro de San Jerónimo que preside su estudio, representa, según Rafael Cerrato, la decisión del santo de renunciar al pensamiento especulativo y al conocimiento intelectual, para dedicarse a la contemplación espiritual y a la traducción de la Biblia, sometiéndose, así, a la divinidad, clave en el nacionalcatolicismo. Fernando, en cualquier caso, está estancado. Pasa las noches escribiendo en bucle un pasaje de La vida de las abejas de Maurice Materlinck, libro del que Erice toma el concepto de “el espíritu de la colmena”, ese poder desconocido al que las abejas (“como nosotros”, dice Materlink) se someten. Ese “amo anónimo de la rueda que gira sobre sí misma aplastando las voluntades que la hacen mover”. ¿Una rueda? Sí, “como la rueda principal de un reloj”, cita Fernando, cuyo reloj de bolsillo habríamos visto algunas escenas antes, quedando así vinculada su figura a la del poder, a la del espíritu de la colmena. Porque sí, las vidrieras color miel que se asemejan a celdillas equiparan la colmena a la sociedad franquista o, al menos, al núcleo familiar. Y sí, la represión de vagos y maleantes y los muertos enterrados en cunetas no deja de encajar con aquella afirmación acerca de las abejas que decía “una residencia que no admite enfermos ni tumbas”.



Fernando acaba su monólogo con un “no tardó en apartar la vista en que se leía no sé que triste espanto”. ¿Pero qué hubiera pasado si hubiera continuado? En el mismo parágrafo (Libro Segundo, XXIV), Materlinck sigue: “eso es triste, como todo es triste en la Naturaleza cuando se lo mira de cerca. Sucederá así mientras no sepamos su secreto o si tiene alguno. […] Nuestro deber actual está en averiguar si hay algo detrás de esas tristezas, y para eso no hay que apartar la vista de ellas, sino mirarlas fijamente. […] Antes de juzgar a la Naturaleza, acabemos de interrogarla”. ¿No es este el lugar de la interrogación de Ana ante la triste ausencia que la rodea? ¿Y no es esta indagación opuesta a la resignada complacencia de Fernando con lo dado?

 

En contraposición, Teresa es claramente republicana. Su carta se dirige a la Cruz Roja y los exiliados. Y en su piano desafinado toca el Zorongo Gitano que Federico García Lorca popularizó al grabarla en su Colección de Canciones Populares Antiguas, con la voz de La Argentinita. Tema cuya última estrofa reza: “Esta gitana está loca / loca que la van a atar; / que lo que sueña de noche / quiere que sea verdad”; voluntad que, como veremos, parece adecuarse al destino de Ana, quien, mientras suena la canción, observa las fotografías de sus padres, vehículo de la memoria. La distancia entre Fernando y Teresa se evidencia en el hecho de que no aparezcan juntos en ninguna de estas imágenes. De hecho, el único plano que comparten ambos personajes se corresponde al inicio del viaje de Fernando, e incluso aquí se impide el encuentro, pues están situados a distintas alturas del encuadre.



Fernando y Teresa están separados hasta en el mismo lecho, ya que del primero solo vemos su sombra ciñéndose sobre la segunda, quien se hace la dormida y parece encerrada por los barrotes de su cabecera. Su única salida está en el sonido de un tren, asociado a lo exterior anhelado (en el tren van las cartas de Teresa) y al peligro (Ana lo observa con atención, a pesar del riesgo de ser atropellada), pero también al cine. ¿Cómo no recordar L´arrivée d´un train à La Ciotat de los Lumière (uno de los primeros cortometrajes de la historia del cine) al final del preciso travelling que acompaña a Teresa al andén?



Desde esta perspectiva, la evolución de Ana consistirá en una oposición a la palabra paterna para acercarse a los ideales de su madre. El segundo paso de su viaje será la búsqueda de respuestas en Isabel, quien, al contrario que Ana, no se toma el cine en serio (“en el cine todo es mentira”) y no encaja el impacto de la muerte (“no lo matan y a la niña tampoco”). Isabel le dice a su hermana que es posible invocar al espíritu (cerrando los ojos y diciendo “Soy Ana”) y le muestra la casa abandonada en que vive. Mas la versión instrumental de Luis de Pablo de “Vamos a contar mentiras” pronto nos advierte del engaño. Y es que, lejos de la inocencia y creatividad infantil de su hermana, Isabel sigue otro camino: el de la imitación de su entorno y, por tanto, el del fascismo. Resabida, distraída y sin curiosidad en la escuela, el cine o ante el tren, Isabel asimila las enseñanzas de su padre acerca de las setas (nunca hierra en sus respuestas) y enumera los pasos que Ana ha de seguir para afeitarse como él.



El embuste de Isabel parece, en principio, un modo de salir del paso, a la par que de encandilar y dirigir a Ana, como el ángel cristiano que guía a la niña en el cuadro de su habitación. Pero Ana se lo cree todo hasta el punto de dar cuerpo a la irrealidad. El juego se escapa de las manos de Isabel. Si en un primer momento Ana (y, con ella, a través de planos muy generales, el espectador) era la observadora de los gestos de su hermana alrededor de la casa del pozo, más adelante irá desarrollando en el lugar sus propios rituales, independientes y secretos. Isabel, tras un terrorífico e impactante rito de crecimiento y madurez vinculado a la violencia (el pintarse los labios con su sangre, causada por los arañazos del gato que estaba ahogando), intenta recuperar las riendas.



Desde el estudio de Fernando (en el que escribe sin parar, con aparentemente mayor inspiración que su padre), Ana escucha un golpe y un grito. Corre a su habitación para encontrarse a su hermana en el suelo, sin moverse. Nuestra tensión crece y se equipara a la de Ana gracias a un brillante diseño sonoro de Luis Rodríguez y a unas composiciones que nos sitúan a la baja altura de la protagonista. ¿Es un nuevo engaño o ha muerto? ¿Qué ha pasado? Pronto, un susto y una risa. Era todo una representación por parte de Isabel de una secuencia de El doctor Frankenstein.  Ana mira con odio a su hermana y deja de participar en sus juegos, quedando en el lado de las sombras ante el fuego. Y entonces Isabel salta y su imagen se congela. Ya no hay espacio para Isabel en una poética de la infancia, que ha quedado estancada fuera de la lógica del cine y del movimiento. Isabel está muerta a ojos de Ana.



Desolada, Ana solo responde a Isabel con su silencio, igual que la republicana Teresa no contesta a Fernando. Ana sale a la noche y, enmarcada entre pilares (como si de un encuadre cinematográfico se tratara), bajo la azulada luz lunar que recuerda a la luminosidad del proyector, cierra los ojos para invocar al monstruo. Un fundido encadenado re-enmarca su rostro entre las vías del tren (de nuevo, el cine). Y del tren llega el maquis, fugitivo que identificamos (igual que Ana) con el espíritu, es decir, con lo criminal, lo peligroso, lo demoníaco, lo oculto, lo mortífero, lo incomprendido, lo real prohibido en la palabra paterna franquista. Ese espíritu contra la colmena opuesto al espíritu de la colmena.



En un tierno encuentro con el maquis, mudo como el monstruo, Ana le da una manzana (comparten el Pecado) y, especialmente, la chaqueta de Fernando con su reloj, metáfora del poder paterno, que se transfiere así al espíritu contra la colmena. ¿Y qué hace el fugitivo con el reloj? Un truco de prestidigitación, sustituyendo su función de medición lineal por la lógica mágica que impera a lo largo de todo el metraje.



Pero debemos dar un paso más. Un fundido encadenado conecta a Ana y al maquis durmiendo en la misma posición, identificándolos. Pero si esto es así, Ana deberá identificarse con el monstruo también. Y, de hecho, lo hace. Tras huir de su padre hacia lo desconocido y tocar la criminal seta prohibida, Ana se mira en el río y el rostro reflejado se transforma en el del monstruo. Ella es el nuevo disfraz del espíritu contra la colmena. Y es que la invocación había sido en todo momento una afirmación de la propia identidad (“soy Ana”).


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Xa nin rencor nin desprezo,

 Xa nin temor de mudanzas,

 Tan só un-ha sede... un-ha sede

 D´un non sei qué, que me mata.

 Ríos d´a vida, ¿onde estades?

 ¡Aire!, qu´o aire me falta.

 

-¿Qué ves n´ese fondo escuro?

 ¿Qué ves que tembras e calas?

-¡Non vexo! Miro, cal mira

 Un cego a luz do sol crara.

 Eu vou caer alí en donde

 Nunca o que cai se levanta.

 

(Rosalía de Castro, Follas Novas. Vaguedás. Poema XIII)

 

Antes de Isabel, otro personaje había introducido en Ana la idea del espíritu: Doña Lucía (“-Es un espíritu. -¿Cómo el que dice Doña Lucía?”), la profesora de las niñas (lo sabemos porque una de sus alumnas grita su nombre, en lugar de decir “señora maestra”). Y aunque la escuela sea un lugar de adoctrinamiento nacionalcatolicista con la fotografía de Franco, la cruz, la bandera de España o el fin de la canción de sumar (“Ánima bendita, me arrodillo yo”), también sirve al proceso emancipador de Ana. Ella pone los ojos a un cuerpo descompuesto (un “monstruoso” muñeco/maniquí, Don José), para después ver, tras un encadenado, la morada del espíritu. Y recordemos a Maeterlinck, ver era la acción aconsejable, opuesta al apartar la mirada de Fernando.



Dada esta premisa, resulta harto difícil dar una interpretación unívoca y coherente del poema de Rosalía de Castro que lee una de las estudiantes. En un perfecto castellano, claro. El poema podría ser una radiografía de la desolación del franquismo, donde no se ve, la vida se va y los individuos se transforman en melancólicos muertos vivientes. Pero también podría ser un reflejo del viaje de Ana hacia lo prohibido. Ese que culmina en su encuentro con el monstruo al lado de un río, increíble y subyugante remake de la conocida escena de El doctor Frankenstein, rodada en una tenebrosa noche en la que la gama cromática parece haberse convertido en el blanco y negro original, bajo la partitura cada vez menos melódica (lejos están los irreflexivos cánticos al unísono de la escuela o las canciones populares a flauta) y más electrónica y experimental de Luis de Pablo. Es entonces cuando Ana tiembla y calla, tras haber sido guiada por su sed de lo desconocido (“un no sé qué”), lo misterioso, relacionado con la muerte en la ficción. Y cuando se acerca a ese hongo que le han dicho que va a acabar con ella (a llevarla “donde nunca el que cae se levanta”), para mirar, que es más activo que ver, y ser iluminada y cegada por las sombras.



Pero el doctor constata a Teresa: “lo importante es que tu hija vive, que vive” (“It´s alive”, que diría Frankenstein de su criatura). El prohibitivo discurso simbólico paterno no coincide con la propia experiencia de Ana, a quien la seta no mata. Ahora, ha de construir su propia visión del mundo. Y aunque Ana cierre los ojos al final de la cinta, no es para siempre, sino para volver a abrirlos a su nueva realidad invocada, soñada, en la noche, y gracias al cine. Porque sí, de nuevo, suena el tren, bajo la azulada luz del proyector, con Ana doblemente encuadrada, como también lo había sido en su encuentro con el monstruo.

 

Su última invocación implica no firmar el pacto del olvido que el doctor diagnostica que terminará por aceptar. También, tras beber con sed (sí, otra vez la sed), implica abrir las ventanas de la colmena, rompiendo la sombra de una cruz, símbolo del catolicismo, que estas proyectaban. E implica alejarse de un entorno hostil, a través de un desobediente silencio, que la convierte en una loca que ha de ser reprimida (como ya decía el Zorongo gitano). Pero este acto, ¿no supone caer en el dolor del resto de los personajes? ¿En una locura aislante inefectiva?



El espíritu de la colmena no da respuestas definitivas. Pero la filmografía de Erice parece ofrecer una mínima solución. Ana Torrent mira a cámara, rompiendo la cuarta pared, invitando a los espectadores a que la sigan en su empeño rebelde, a que acepten su juego, su verdad, y a que la colmena sea abandonada. ¿Tiene su llamada éxito? Erice no es ingenuo. Refleja los fatales destinos de Agustín (El sur) y del quijotesco capitán Blay (La promesa de Shangai) ante la imposibilidad de, respectivamente, restaurar una relación de misteriosa admiración por parte de su hija Estrella o convencer a sus vecinos, mediante la fuerza de una ilustración, de firmar una denuncia contra una industria contaminante. Pero también crea un feliz desenlace para Ana.

 

50 años después de El espíritu de la colmena, en Cerrar los ojos, Ana Torrent vuelve a pronunciar “Soy Ana”. Lo hace en un sur de ensueño, en un taller que recuerda a la casa del pozo, en mitad de la noche. Su invocación es una llamada a la memoria personal (ligada a una histórica de resistencia y represión), a la identidad y a que un padre salga de su letargo. Y la respuesta llega. Y, de nuevo, gracias al cine. Ante la observación de la muerte en la gran pantalla, el gesto de Ana (cerrar los ojos) recibe un increíble, emocionante y esperanzador acompañamiento.

 

Así, Erice, en su primera obra maestra, demuestra que el cine es algo muy serio. Pues nos permite recuperar la mirada de la infancia. Esa mirada basada en la magia, el juego y la imaginación; que parte de la interrogación, el deseo de saber, para acercarse a lo prohibido, lo peligroso, la emoción o el sueño. Una mirada que, mediante su creativa imaginación, combate el olvido, el fascismo y todos aquellos discursos que nos obligan a matar al monstruo.

 

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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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