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En un momento de Dahomey, segundo largometraje de la directora franco-senegalesa Mati Diop, alumnos de la Universidad de Abomey-Calavi (Benín) discuten sobre algunos de los efectos más perecederos del colonialismo. “Los colonizadores nos hicieron esclavos de nosotros mismos”, dice una joven al mencionar la imposición de la lengua del colonizador (el francés, lengua oficial del Estado), que impide decir todo lo que se puede expresar en sus propios idiomas. Varios compañeros refuerzan su postura añadiendo que la implantación de un modelo educativo basado exclusivamente en el aprendizaje de los hitos de la cultura europea absorbió la capacidad de excelencia de los propios benineses, y, al mismo tiempo, convirtió sus costumbres más asentadas en objeto de rechazo y miedo. “¿Por qué ahora le tenemos tanto miedo al vudú? ¿De dónde viene ese miedo?”, dice uno. El montaje de Gabriel González corta y ofrece una respuesta, dada por otro estudiante: “Lo que nos saquearon hace más de un siglo es nuestra alma. El alma del pueblo. Es nuestra capacidad de sentirnos orgullosos”. 


En una secuencia de Pepe, tercer largometraje del realizador dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, se muestra sin tapujos el modo de ejecución de este poder colonial. Estamos aproximadamente a 3500 km de distancia de Abomey-Calavi, en los alrededores del río Okavango en África del Sudoeste, la actual Namibia, antigua colonia alemana -tras la Conferencia de Berlín (1884-85)-, donde se produjo el genocidio herero y namaqua, considerado el primer genocidio del siglo XX. Es 1981. En un bus turístico, un grupo de alemanes, de safari, se ríen cómplicemente de las “bárbaras” creencias de un nativo. “Excentricidades” o “funny stories” que su guía ridiculiza y juzga con profundo paternalismo, además de censurar las palabras de su subordinado cuando este da instrucciones de cómo actuar en caso de que un hipopótamo se acerque a tu barco. “¡No digas eso! ¿Eres estúpido? Siéntate” le recrimina y ordena, para después dirigirse a su venerable público con un “Son historias, son fábulas africanas. A la población local les apasionan sus mitos. Tienen una gran imaginación”. 


Numerosos hilos temáticos y estructurales unen Dahomey y Pepe, presentadas en Donosti en la sección Zabaltegi-Tabakalera tras ser estrenadas mundialmente en la Sección Oficial de la Berlinale. Dos estimulantes reflexiones sobre la identidad y el colonialismo que, a través de muy dispares aproximaciones a los tópicos abordados, dan voz a realidades olvidadas o marginadas bajo el prisma hegemónico. 



Dahomey es el nombre de un reino desaparecido, probablemente fundado en el siglo XVII y situado en la actual Benín. Esta monarquía, conocida por contar con un ejército de mujeres guerreras (las Amazonas) y por el comercio de esclavos, cayó en 1894, con el derrocamiento del rey Behanzi por parte de las milicias francesas, dos años después de que la metrópoli comenzara sus campañas militares. Había sido entonces, en 1892, cuando decenas de objetos reales del Palacio Abomey fueron saqueados por las tropas dirigidas por Alfred Dodds, general de brigada y Gran Oficial de la Legión de Honor. 


Desde 2006, muchas de esas obras acabaron engrosando la abundante colección del museo etnológico Quai Branly-Jacques Chiriac (París), cuyo catálogo, formado por más de un millón de piezas, incluye 70000 objetos del África subsahariana provenientes de antiguas colecciones del Museo del Hombre y del Museo Nacional de las Artes de África y Oceanía. Entre ellas, se encontraban tres estatuas antropozoomorfas que representaban, con atributos animales, a los últimos reyes de Dahomey: Ghezo (pájaro), Glélé (león) y Béhanzi (tiburón). El 9 de noviembre de 2021, fueron restituidas, junto a otras 23 obras, a Benín, siendo expuestas en una muestra en el Palacio Presidencial de Cotonú que tuvo que ser prorrogada por la gran afluencia de visitantes. 




Pepe es el nombre del primer hipopótamo asesinado en América. Era un macho joven, descendiente de una de las seis parejas de hipopótamos originales que el conocido capo de la droga Pablo Escobar, incumpliendo cualquier convenio internacional sobre tráfico de especies, había traído a su Hacienda Nápoles. Creada en 1978 por Escobar y su primo Gustavo Gaviria, la Hacienda Nápoles fue una propiedad de unas 3000 hectáreas situada en Puerto Triunfo (Antioquía, Colombia), que contaba con numerosos edificios, carreteras, piscinas, lagos artificiales, etc., además de una pista de aterrizaje, plaza de toros y, desde principios de los años 80, un zoo privado, un Arca de Noé particular. Desde África y el Wildlife Park de Dallas, el narcotraficante mandó transportar más de 1500 especies de jirafas, tigres, leones, avestruces, cebras, canguros, elefantes… Tras la muerte de Escobar, en 1993, la Hacienda fue abandonada y la fauna desprotegida. Fue a mediados de 2007 cuando comenzaron a construirse las primeras atracciones en el lugar, convertido en un Parque Temático. 


Alrededor de estas fechas, Pepe fue derrotado en una pelea con El Viejo, el macho dominante de su grupo de hipopótamos. Ello hizo que tuviera que escapar de la Hacienda junto a su pareja, Matilda, para establecerse a unos 150 kilómetros, en el río Magdalena (río por el que los conquistadores españoles llegaron a la actual Colombia), donde vivió dos años. Pero las autoridades regionales y las del Ministerio de Medio Ambiente, preocupadas por la presunta peligrosidad del animal y por el mantenimiento de la propiedad privada, decretaron su pena de muerte. Dos ejecutivos, de nuevo, alemanes -de la multinacional automovilística Porsche e inscritos en la Federación Colombiana de Caza- lideraron el batallón del Ejército que liquidó a Pepe. El suceso despertó manifestaciones de grupos ecologistas, así como quejas de numerosos colectivos o de la Defensoría del Pueblo de Colombia. 




Oso de Oro en la 74ª Edición del Festival de Berlín, Dahomey es un metódico documental que retrata los pormenores, así como las reacciones de celebración y discusión, que suscitó el citado proceso de restitución a Benín, en 2021, de 26 piezas reales de Dahomey que se encontraban en el museo Quai Branly-Jacques Chiriac. Con una claridad, precisión, transparencia y concisión admirable, Diop resume la situación en breves intertítulos para después centrarse en la labor de los operarios que embalan, cargan, transportan, colocan, vigilan, protegen, examinan o describen las obras, ocupando estas usualmente el centro de las composiciones (generalmente primeros planos o planos medios), enfatizándose su materialidad. 



Y, de repente, una misteriosa voz emerge desde la oscuridad, hablándonos en el idioma fon. Se trata de la pieza número 26 (según la catalogación francesa), de la estatua del rey Ghézo (tal y como se nombra en Benin). Huella de un pasado olvidado en tanto despojado, “folclorizado” y convertido en estático en un museo que entraña su muerte. Con la pantalla en negro, nuestra atención se focaliza en las palabras, sugerentes reflexiones poéticas, en sintéticas frases cortas, que dotan de subjetividad concreta a la realidad colonial colectiva. Las imágenes podrán acompañar sus monólogos, solo cuando la obra recupere su identidad y su vitalidad en tanto objeto metamórfico de discusión presente, confirmándose el carácter y el potencial rebelde, cambiante y activo de la tradición y el patrimonio cultural. Se escucha: “Camino. Ya no me detendré en cada cruce, donde se desafiará mi humanidad. Ya no me preocuparé más por mi encarcelamiento en las cavernas del mundo civilizado. Nunca me detendré. Nunca me fui. Estoy aquí. No olvido.” Se ve un bello montage de coloridas luces en la noche, movimientos en cámara lenta o alegre cotidianidad. 



En Dahomey, así, las salidas poéticas o fugas oníricas y fantasmagóricas interrumpen la metódica claridad expositiva del documental canónico, en favor del goce estético, el impacto reflexivo o la dislocación de la cronología temporal, indicando una pervivencia del pasado, en constante transformación, en el presente. En cambio, en Pepe, es la voz del hipopótamo protagonista la que convierte la laberíntica y apasionante propuesta de Carlo de los Santos Arias en un relato, más o menos, lineal. 


Oso de Plata a la mejor dirección en la Berlinale de 2024, el hipnótico y muy divertido ensayo experimental Pepe comienza lanzando al espectador piezas de un puzzle que progresivamente irá montando. La voz de dos militares intentando comunicarse por sus walkie talkies durante la operación Nápoles, mientras vemos la pantalla en blanco. Una televisión en que aparecen fragmentos tanto de la noticia de la muerte de Pablo Escobar, como de la serie de dibujos animados de Hanna Barbera Pepe Pótamo, protagonizada por un hipopótamo violeta vestido como un explorador africano. Los rostros de soldados, esperando a entrar a matar. Y, entonces, escuchamos una voz fantasmagórica. La de Pepe, quien se pregunta por qué está muerto. 



La profunda, sabia y poética voz de Pepe (Jhon Narváez), entre la onomatopeya y los idiomas mbukushu, español y afrikáans, nos guía a lo largo de la historia de su vida y muerte, en busca de una respuesta. Una que pasa por esa condición de Otro radical y anormal que le une, en tanto oprimido y marginado, a los esclavos transportados desde África hacia el Nuevo Mundo, a las víctimas de genocidios coloniales, a los obreros bajo las órdenes de Pablo Escobar, a la población pobre de Estación Cocorná. Pero que también le separa, en un sistema en que, frustrados, los más desamparados parecen condenados a desarrollar un discurso inteligible y respetado solo cuando se oponen violentamente a una alteridad más recóndita y monstruosa. 



Dice Pepe, a este respecto, en un monólogo para el recuerdo [con partes omitidas, en la cita]: “Complejo problema este de la palabra “ellos”. Es lo más confuso de todo. ¿Quién es este “ellos” que interviene en mi oración? ¿Otros? Hay un “ellos” que puede ser un nosotros y un “ellos” que impide cualquier posibilidad de un nosotros”. Y sigue: “Mi historia solo tiene sentido porque se convirtió en su historia. En su historia me convertí en una sombra. Un trozo de madera. Un monstruo. Un “Otro” que aterrorizó a todos. Es como si este lugar rompiera todas las reglas de lo que éramos. Un nuevo mundo que rasgó toda nuestra existencia. Nada volvería a producir nuestros sonidos, solo el silencio quedó de lo doblemente desconocido. El para ellos y el para nosotros.” 



Nelson Carlo de los Santos Arias, realizador, productor, guionista, montador, director de fotografía, compositor y diseñador del sonido de la cinta, rompe el silencio de Pepe a través de la cacofonía. Pero, al hacerlo, invita también a difuminar la frontera entre el ellos y el nosotros, a romper con la centralidad de la alteridad en la articulación de la narración. Para ello, se sitúa siempre en el límite. Entre la verdad del caso real en que se inspira y el ejercicio de la imaginación más desbordante (su subtítulo: estudios de la imaginación). Entre el documental y el sueño. Entre la palabra y el ruido ininteligible (“¿cómo sé lo que es una palabra?”). Entre la oralidad y la transmisión no verbal (“No sé cómo recuerdo esta historia. Quizás, los ojos de los mayores me la contaron, o las cicatrices de sus cuerpos viejos”). Entre el retrato de la comunidad de Pepe y el del tejido social que hizo posible la desgracia (de transportistas a pescadores y cazadores). Entre lo cotidiano y lo insólito. Entre la seriedad y lo juguetón. Entre la concentración conceptual y la relajación narrativa. Entre un género cinematográfico y el otro. Porque Pepe fluye, con sorprendente desparpajo, del idílico y preciosista documental de animales, al natural horror; de la denuncia social más inesperada, al cine de acción más vibrante; del drama costumbrista, a la hilarante comedia negra; de la lúdica e impulsiva experimentación audiovisual (con cambios de formato, color, etc.), al meditado y reflexivo soliloquio filosófico (antropológico, sociológico, histórico, lingüístico y biológico). Todo desde la heterodoxia y la impureza fílmica más subyugante. 



Y es que Pepe es pura resistencia. Una barroca, rizomática, excesiva, sensorial y bastarda muestra de cine decolonial que se encuentra hasta cuando se pierde. Porque, en un momento, la voz de Pepe desaparece, y pasamos a observar una nueva periferia: la precaria realidad de los habitantes de Estación Cocorná, lugar presentado en un impresionante travelling lateral. De lo implícito a lo explícito, un concurso para la coronación de la reina del bocachico se convierte en plataforma de protesta por el deterioro urbanístico, el abandono, el olvido de la historia de los trabajadores, el mal servicio de abastecimiento de agua potable, etc. 



De manera similar, en Dahomey, nos alejamos de la exposición de las 26 piezas en el Palacio de Cotonú para asistir, como espectadores, al interesante y entretenido debate postcolonial de la comunidad universitaria de Abomey-Calavi, en que se cuestiona la ausencia de referentes de la propia cultura para la infancia; los eufemismos con los que se relató su historia; la noción de patrimonio; el sistema educativo y económico; la necesidad de una revolución o la suficiencia de la diplomacia;, lo insultante de una restitución tan parcial; el carácter histórico o político del acto de devolución; etc. Lejos de ofrecer aleccionadoras soluciones únicas, Diop muestra la emoción que despierta en el público cada postura, desempatando levemente la disputa con la voz en off de la escultura del rey Ghezo. 



Análogamente, la posición de Pepe no se ignora completamente en Estación Cocorná, sino que, aunque callada, pasa a identificarse con la de la cámara. Desde su perspectiva, observamos la facilidad con la que emerge la violencia. Nuestra mirada capta, ahora, lo ordinario y la cotidianidad con una extrañeza crítica y mordaz, que cuestiona lo dado como obvio. Porque ese era el punto. Como Pepe nos confirmará, la idea era retratar un espacio “donde todo está constantemente relacionado, desvaneciéndose la misma idea de una transparencia aplastante, que, como una maldición no para de repetir la misma historia”, llena de luchas de machos, dictaduras y muertes. 


Así, si Dahomey confía en la transparencia como medio para despertar la conciencia social, Pepe parece alejarse de esa transparencia explicativa que genera alteridades en violento conflicto. Desde ambas premisas, Diop y Carlo de los Santos Arias ofrecen dos extraordinarios trabajos en fructífero diálogo que visibilizan realidades Otras, no hegemónicas y olvidadas. Dahomey y Pepe rescatan nuevas voces que claman con contundencia por una descolonización definitiva que parece no llegar nunca. Voces cuya irresistible fuerza ya no puede ser ignorada. Es hora de escucharlas.


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Actualizado: 26 oct


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En un momento de C'est pas moi (Crossroads - SSIFF-FICX), el extraordinario y fascinante autorretrato en forma de collage de Leos Carax, el cineasta francés, comentando con nostalgia un travelling de la cinta Amanecer (de Murnau), lamentaba la pérdida de la sensación, presente en cierto cine clásico, de que la cámara se correspondía a la mirada de los dioses. Carax nos invitaba a rebelarnos ante la proliferación, en la actualidad, de imágenes rápidas y banales que no nos permiten parpadear, llevándonos a la ceguera. En su lugar, nos alentaba a recuperar dicha mirada de los dioses. En su sobresaliente Harvest (Pase especial), brillante adaptación de la novela homónima de Jim Grace, la directora, productora y programadora griega Athina Rachel Tsangari, premio de honor en el FICX de este año, cumple esta tarea con creces. 


La deslumbrante dirección de fotografía de Sean Prince Williams (realizador de The sweet east), en celuloide y con luz natural, nos envuelve en una atmósfera extraña, inquietante y evocadora, entre el sueño y la pura fisicidad, sensorialidad y tactilidad, en que tan bellos son los tableaux vivants de la naturaleza, como los primeros planos de los rostros de los protagonistas y los simbólicos planos detalles de insectos, levemente difuminados. Con este empaque visual, acompañado en ocasiones de la sugerente música ambiental de Nicolas Becker (que alterna la armoniosa dulzura con la tensa atonalidad), Tsangari cuenta la historia de una comunidad agrícola que se verá trastocada por la llegada de un cartógrafo y de un grupo de extranjeros, a quienes se acusa infundadamente de un incendio que ha tenido lugar en el establo del pueblo. 



Situándose entre el relato coral del fin de una comunidad y el arco individual del antiheroico y ambiguo personaje de Walter (Caleb Landry Jones), la película disecciona con precisión un proceso de aculturación y expropiación moderna del mundo rural, vinculándolo a la aparición del capitalismo, a la xenofobia y al patriarcado. Y, a pesar de que, por momentos, dado el detallismo del diseño de vestuario y de producción, parezca que estamos ante un retrato etnográfico de los ritos, costumbres y trabajos de un pueblo real, la atemporalidad del relato (enfatizada por los contrastes lingüísticos) se impone, y apunta a la vigencia del discurso en la actualidad. 



Como decía Tsangari en el encuentro con el público, acerca de la indefinición espacio-temporal de su filme, “I worked Harvest as a fable, as a story that could take place in Asturias, Thessaloniki, Kenya, Alabama or Western Scotland. Like a fable that is very much real and keeps happening unchanged since forever and it would never change. And because I know it will never change, for me there was no point in making a movie about making the world a better place. I don´t believe that. I believe in those small gestures, almost fatalist gestures that keep us alive”.



Entre estas pequeñas cosas que significan una revuelta personal, podrían incluirse los gestos que Tsangari llevó a cabo en el proceso de preparación de su filme. “Because it was a film about a community, sort of an Eden, that loses its innocence during the first steps of capitalism, I was immediately interested in how making this film, the process of making this film, would be against the very content of the film. So, to me, it was very important to build a community to make a film that criticises the end of a community. With my producer, Rebecca O´Brien, we went to Scotland and for about two years we were building this community. So we found the land, all the people (mostly farmers) who became the villagers and the seeds of the barley and rye, crops that hadn't been cultivated there for 250 years. So we restituted that land. It's the first time that, actually, this land has been cultivated since the time where the movie is taking place. And since then, this land is now back into cultivation”.



El siguiente paso consistió en que la cineasta reunió a todo su reparto un mes antes del rodaje, para vivir juntos y ensayar todos los días. “Because to me the process is even more important than the script. The script is just the necessary canvass that I have to have in order to build the community around it. The perfect script exists only once you have the location, you spend time in the location, you find your cast and then you bring your cast and you do what I called the walkabout, which is walk for a couple of days talking about how I was thinking about staging each scene. This is important because when I start shooting, at the beginning of the day, I don’t stop. It’s almost like we get into a trance and I shoot the entire scene from the beginning to the end. With Sean (my director of photography), we don’t talk, and we just shoot, it’s almost like a dance that we do, and the actors never know whether they are gonna be on screen or off screen.”



Las primeras secuencias nocturnas de la película, realistas frescos corales de una comunidad muy viva, muestran que esta metodología ha dado sus frutos. Una vez presentado, de esta forma, el entorno y la población, el discurso, los conflictos y las relaciones interpersonales se clarifican a través de significativos y puntuales diálogos; apasionantes juegos de miradas (que hacen transparente la exclusión, desconfianza y desprecio que sufren ciertos personajes) y repentinos momentos de violencia explícita; y una narración que se acelera progresivamente, hasta alcanzar sus mayores cotas de grandeza en un elíptico montage que relata una gran cantidad de eventos simultáneos con soltura y sin dejar ningún cabo suelto. 


El resultado es una especie de western tan fiel a la novela original de Grace (incluyendo citas textuales a través de la voz en off), como -en su análisis punzante, determinista y pesimista de las relaciones de poder- a la nueva ola de cine griego que Tsangari impulsó produciendo los primeros largometrajes de Lanthimos. Pero, el resultado, separándose del diseño del personaje de Walter y del monólogo interior de aquella novela y distanciándose del tono y la forma de la mayoría de obras de dicha corriente cinematográfica, es también profundamente original. Y personal. Pues no se nos debe escapar, en los títulos de crédito, la emocionante dedicatoria: “Para mis abuelos Dimitris y Vaïa Tsangari, cuyas tierras de cultivo son hoy una autopista” [“For my grandparents Dimitris and Vaïa Tsangari, whose farmland is now a highway”]. Queda claro, Harvest es un magistral gesto fatalista que, al menos, impedirá el olvido de una relación con la tierra, ignorada bajo el sueño de la modernidad. 












 
 

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Uno de mis momentos favoritos de este FICX fue la entretenida e ilustrativa masterclass de Carla Simón, Premio Comadre de Cine 2024. En una abarrotada Escuela de Comercio, la directora enseñó, con diversos ejemplos, cuál es el proceso de inspiración, guión, casting y trabajo con los actores que lleva a cabo para alcanzar la naturalidad, la sensación de “que las cosas pasan en frente de la cámara por casualidad”, de que se captura la vida. 


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Simón comenzó confesando que su interés en ese hervidero de relaciones complejas que es la familia proviene de que es raíz de numerosos traumas y un grupo al que se pertenece sin ser escogido, a la par que un espacio donde puede aparecer una particular forma de amor condicional. Considerando a Estiu 1993, Alcarrás y Romería (su próxima película) una especie de trilogía acerca de distintas ramas de su extensa familia, explicó que la indagación en su memoria personal y familiar a través de entrevistas y la búsqueda de fotografías fue el punto de partida de sus películas. Eran evidentes las similitudes entre ciertas secuencias de sus películas y las imágenes en que se inspiraban. 



Con todo, esta focalización persistente en el terreno de la autoficción no implica una creencia en la incapacidad de un autor de relatar experiencias completamente ajenas. Así lo muestra el último proyecto en que se ha embarcado, un musical flamenco, y así lo expresaba con contundencia (transcripción libre): “Yo no creo que haya que pedir permiso para contar ninguna historia. Yo tuve la necesidad de contar las historias de mi familia. Pero yo no creo mucho en esta cosa de la legitimidad de contar cierta historia porque vienes o no vienes de determinado mundo. Yo creo en tu rigor a la hora de representar un mundo. Pero ese rigor tiene que ver con tu proceso de investigación, para hacer un retrato justo con lo que estás retratando, para que no sea de turista”.


Esta investigación se traduce, en el caso de Carla Simón, en la elaboración de una caótica lista con datos y formas de representar los temas tratados, que puedan servir para orientar el guión. En el caso de Estiu, por ejemplo, enumeró posibles juegos con los que Frida podría divertirse, maneras de reflejar las fases del duelo de una niña y de los adultos, modos de mostrar la desconfianza infantil, posibles peligros que pueda haber con las dos niñas juntas, historias que pueden aparecer en los diálogos, ideas comunes para representar el verano o la educación, datos contextuales del SIDA, etc. Estas listas facilitaron la estructuración del guión, siguiendo las fases de los viajes emocionales de los protagonistas. Mientras que lo central, en Estiu, acabó siendo las fases en una adopción; estructurar Alcarrás fue más difícil por el carácter coral de la cinta. Simón decidió centrarse en la crisis familiar, investigando en los diferentes estados emocionales que viven las personas desahuciadas. Por último, en Romería acabó por abrazar lo capitular de las road movies


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Dado que la escritura de un guión puede durar varios años (siendo objeto de numerosas revisiones), Simón intenta complementar el trabajo con el montaje de video-moods, en los que superponer imágenes de filmes previos para transmitir la sensación, el tono, el ritmo, etc., que se espera que el largometraje final tenga. Esto permite a la cineasta llevar su idea a un terreno más visual que el abstracto y verbal guión. Fue un placer disfrutar en pantalla grande del vídeo-mood de Alcarrás



Con respecto al casting, la realizadora afirmó que va en busca de actores que tengan puntos en común con el personaje que van a interpretar, de modo que, desde la primera entrevista, les hace preguntas personales más o menos explícitas y desarrolla originales estrategias para probar sus dotes interpretativas. Para ver la relación con la muerte de Laia Artigas, por ejemplo, le preguntó cuántos abuelos tenía o si había convivido con alguna mascota, en busca de algún ser querido suyo que hubiese fallecido. En el caso de los niños, considera fundamental probar su capacidad para contar una mentira, como experiencia diaria de actuación. Sobre Romería, adelantó que era básico encontrar dos protagonistas con química y, para ello, puso a sus candidatos a bailar juntos para ver si sintonizaban. 


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Simón enfatizó también la importancia de los ensayos como espacio de improvisación para la modificación de detalles del guión. De su experiencia ensayando, tomó la costumbre de hablar durante los rodajes dando indicaciones en directo a sus actores, que luego se eliminaban en el montaje de sonido. Por último, la directora respondió con soltura a preguntas acerca del trabajo con niños en el set, del entrenamiento para que los actores lloren o de las diferencias formales en sus películas.



A este respecto, comentaba (transcripción libre): “Fue un viaje determinar cómo íbamos a rodar Estiu, porque tenía como referentes películas muy pictóricas. Pero al empezar el casting, me di cuenta de que trabajando con niños con cierta naturalidad, decir que se pare en un determinado lugar y no en otro porque el plano queda más bonito es difícil. [...] Finalmente, tomé como referencias mis fotos domésticas, muy imperfectas, porque si yo lo que quería era contar el presente de esta niña tenía que ser de una forma más fluida. Si iba a esta cosa más pictórica y rígida, a lo mejor era como este yo de ahora intentando retratar sus recuerdos. Pero yo había escrito un guión que tenía un viaje emocional de una niña, que estaba contado a través de sus sentimientos. Y tenía más sentido que la cámara fuera en mano, con planos largos para mantener esta sensación de realidad.


Con Alcarrás, requería de una planificación más precisa por tener muchos personajes. Y si no teníamos claro con quién teníamos que estar en cada escena, esto era un lío. Entonces, sí, la cámara era fluida, pero con una intención muy clara de con quién estamos en cada escena. Y en el caso de Romería, retrata otra familia, más de clase alta, que convive mal con la memoria y que tiene dolor ahí, que no conoce la protagonista… Para retratarla tenía que ser otra aproximación distinta a la cámara en mano. Por eso, hemos usado el trípode de una manera fluida, por ser un viaje con mucha sensación de movimiento. Es otro enfoque visual”.










 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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