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Dani, el protagonista y narrador de la historia, está decidido a casarse con Ale. Es decir, está en el epicentro de una gran decisión para su vida. Esto lo obliga a desandar sus pasos, dirigir un complicado viaje al pasado, y entender si los cabos sueltos están bien atados para seguir halando de esa tensa cuerda que es el futuro. Usa de excusa una exposición fotográfica de sus primeras fotos, e inicia el recorrido al pueblo donde pasó su infancia y adolescencia -y al cual no ha vuelto en veinte años-. Su intención es encontrar las respuestas de una historia inconclusa con un gran amigo del verano de quien no supo nada más. Este es el detonante de la última novela gráfica de Alfonso Casas: El final de todos los agostos -que es un gran título, vale acotar-, publicada en el 2017 por la editorial Lundwerg.

Confieso que cuando Sara, una chica de quince años del club de lectura, me recomendó el libro y me lo prestó, tuve mis dudas. Este historietista español usa al (des-) amor como marca fundamental de sus ilustraciones, mostrando a los lectores su obsesivo temario de las emociones tanto con los cómics publicados, así como con las caricaturas diarias que comparte en sus redes sociales. El éxito es tan sorprendente, que su propuesta estética es vista bajo sospecha.

El carácter mainstream del ilustrador que marca tendencias y mueve a sus lectores masivamente a través de las emociones más básicas, es un aspecto demasiado pop. Es decir, Alfonso Casas se ha transformado, potencialmente, en un producto trending alrededor de las emociones más primitivas (quizás por esa conciencia colectiva, trabajó ilustrando para grandes empresas como Reebok o Vodafone). Eso no es necesariamente malo. Los lectores siempre se han visto reflejados con más facilidad en el desamor, y las consecuencias que eso arrastra de manera personal. Y él consigue darle al lector un espacio de conciencia que dialoga a través del mismo sentimiento. Sin profundizar, quedándose apenas en una primera capa de reflexión, lo que permite que conecten con el impulso: con ese breve estallido. Entonces, la forma de contarse se aparta del discurso de la autoayuda, y se transforma más bien en una estética real.

En principio, vale la pena entender que Alfonso Casas construye con frecuencia a un personaje en caricatura, muy similar a su imagen real, y trata de demostrar su cotidianidad como la de como cualquier otro hombre, contemporáneo, sencillo e inseguro. Es un "se (nti) mental" pero también es un espejo. La sencillez y honestidad al abordarse permitió que mucho del mensaje de su obra tenga un impacto comercial y, en consecuencia, le ofreció la libertad de experimentar con la imagen como objeto. Construyó piezas de arte de consumo masivo como diarios reversible, o mensajes que resuenan en postales, en las pegatinas para los espejos de las habitaciones o en las tazas del café en la mañana con frases como: “¿Qué hago con mi vida?”, “a veces para verse bien, solo hay que mirarse mejor”, “toda mi vida buscando el amor verdadero y lo tenía delante del espejo” y muchos más, todos por ese estilo.

Esta forma desprevenida de contarse, sin artificios, le permiten un alcance mediático cada vez más efervescente. Su cuenta de Instagram oscila entre los 30.000 likes en cada una de sus publicaciones. ¿Es su honestidad lo que conecta con los lectores más jóvenes o es esta necesidad contemporánea de referentes, por la que ellos se aferran al primer sentimiento con el que se identifican?. No existe una respuesta acertada, pero queda una certeza: Casas se reinventa constantemente. Él no es sólo un efecto de las redes sociales o algún anterior éxito, su propuesta va mucho más allá.

En el 2012, Amores minúsculos, novela gráfica publicada por Ediciones del Ponent; Casas ofrece una forma distinta para contarse sin alejarse de la propuesta por la que es conocido. Aunque ya había ilustrado anteriormente libros de la mano de otros autores, asumió esta, su primera obra individual, con suma destreza y delicadeza cargando de detalles cada una de las viñetas, y alejándose se ese carácter minimalista con el que lo identificaban. Lo hizo igual con las tres historias, a las que les otorgó una desenfadada profundidad. Es decir, habla del amor en varias situaciones hipotéticas, y lo hace desde el chispazo, del instante de la tensión humana entre dos personas, de las alternativas que esto ofrece; pero luego usa el discurso de la imagen para potenciar estas historias. Son los colores ejes vitales para darle a los momentos una atmósfera, una trascendencia. A pesar de que evocan mucho a la obra gráfica de Cyril Pedrosa, Portugal, consigue apartarse de la comparación con un sello personal y original.

Pero es en el El final de todos los agostos donde Casas ofrece no sólo una madurez técnica, sino también certifica su labor como guionista. En esta novela, Dani decide ir en busca de Pumuki, un chico pelirrojo al que frecuenta todos los veranos de su infancia y adolescencia. No es una historia novedosa. Es un viaje como muchos otros en la literatura y el cine, donde se encuentra a las personas de su pasado, visita los lugares que dejaron de existir, juega a la nostalgia... Pero su aporte consiste en usar las ilustraciones como parte de su discurso, y refuerza esta historia en los silencios de sus personajes, en las transiciones de los espacios en blanco con retazos de las fotos, en la sencillez bucólica del recuerdo de aquel verano en las viñetas, o las imponentes imágenes a página entera, sin fronteras.

El juego discursivo es importante: el presente es en blanco y negro, incierto, pero sin matices, y el pasado está plagado de colores pasteles. Se mezclan el azul del mar y del cielo, con el rosa del atardecer, o del sol naranja que confunde los cabellos rojos de Pumuki, o la incandescencia violeta de la nocturnidad de la adolescencia en contraste con el marrón del bosque, de la arena, de lo terrenal. Son colores que delimitan las atmósferas, que subrayan el encuentro con el recuerdo. Y es en su forma de transitar por el recuerdo con lo que Casas acierta.

Así como Proust se trasladaba a la casa gris con fachada y ciudad, al mojar la magdalena en el té en su obra En busca del tiempo perdido; Dani encuentra en estas fotos un traslado onírico que se mimetiza con la experiencia del lector. Solo basta encontrar las páginas de papel vegetal en las que, al pasarlas, se desapegan el tiempo del color con el del blanco y negro. Pasar la página es evaporar el recuerdo. Esto procura una experiencia de la memoria desde la imagen, sin palabras, con un lector activo que aprovecha a la novela gráfica como formato. Se rescata el hecho de que Casas echara mano de sus inicios, en la práctica del objeto, para darle un sentido emocional (y no efectista ni comercial) dentro de esta novela.

Cargada de referentes populares de la España de los noventa (como Cobi, la mascota de los Juegos Olímpicos del 92 o Curro, la mascota de la Exposición Universal de Sevilla del mismo año), que dan personalidad a una relación amistosa que se fundamenta en la ternura. Esa es la emoción en la que se acentúa esta novela. La tensión no resuelta entre sus protagonistas, dos niños, dos jóvenes, dos hombres, que en cada verano que transcurre afianzan más su relación hasta no reconocer lo que están sintiendo el uno por el otro. Caen en la trampa de los agostos.

Es una novela de amor sin serlo. Es una relación bastante insegura, tema en el que suele autoreferenciarse siempre el mismo Casas. Es una historia sin consecuencias, porque es una "primera vez" que simplemente no fue. Es un acercamiento natural entre dos personas que conectan, sin importar su género. Y en esa simpleza, tan natural y cotidiana, el lector se hace la misma pregunta que su protagonista: ¿qué está buscando realmente Dani? Se aferra a una ficción, al recuerdo de unas fotos porque realmente no se atreve a soltar esa posibilidad de la nada. Acumular esta historia le da la posibilidad de creer que, si las cosas fallan en su decisión, puede tomar otro camino rezagado. Como si la vida le otorgara dos futuros distintos, otros agostos. Es apenas un as bajo la manga producto de su inseguridad que no lo deja desatar ese nudo. Y al final, queda la tensión de un apartamento vacío pero a la vez, tan lleno de ruido.

Con esta novela, Alfonso Casas muestra un uso cada vez más complejo del color y la técnica, se arriesga a contar una historia larga, y a poner a valer la imagen como parte indivisible de su discurso. Solidifica una identidad propia, cada vez más profunda, pero sin renunciar a esa simpleza que lo hace conectar con los lectores más jóvenes y contemporáneos. Es la ternura de su mirada en una sociedad cada vez más fría, lo que le permite resaltar con su trabajo. Es en esta honestidad donde uno encuentra su valor. No tiene miedo a lo cursi, como tampoco lo tiene Sara, su lectora. Ambos revelan sus emociones como autor y lector. Finalmente es una novela que se deja leer desde la nostalgia de nuestros agostos, de las historias que dejamos por resolver, pero que además resulta ser estéticamente conmovedora.

El final de todos los agostos es un gran avance en la obra de Casas que me genera, como a Dani, una gran expectativa al futuro, pero en este caso como lector de sus próximas novelas.

***Imágenes usadas en este artículo: ilustraciones del Instagram de Alfonso Casas y del libro El final de todos los veranos (2017) del mismo autor, editado por la editorial Lundwerg.


 
 

Actualizado: 3 sept 2021


"Para Beatrice,
Querida, encantadora, muerta."

El tétrico epígrafe es nuestra entrada al primer libro de A series of unfortunate events traducido en Hispanoamérica como Una serie de eventos desafortunados. No es casual que los trece tomos de la saga están dedicados a esta figura, siempre ausente, muerta, amada y extraña que nos remite a la Beatrice de Dante. Es una primera estrategia para anunciarle al lector sobre el inicio de un viaje a través de distintos tipos de infierno. Aunque sus jóvenes lectores no necesariamente conozcan la importancia de La Divina Comedia de Dante Alighieri en la literatura universal, por lo que antes de perder la dulce ironía, la obra busca un segundo espacio de advertencia sobre el oscuro porvenir del lector: su narrador.

Los libros, escritos por Lemony Snicket, cuentan la difícil vida de Violet, Klaus y Sunny Baudelaire a partir del momento en que quedan huérfanos. Cada episodio desdichado es contado por este narrador de ultratumba, que tiene una visión omnisciente de todo lo que ocurrió. Él narra la historia con amargura y pesar, pero también con la necesidad mórbida de un periodista que debe contar la tragedia de estos niños para no dejar que cada nuevo lector la olvide. Su presencia es importante para ir entendiendo los lazos familiares de los Snicket, es el espacio de la memoria, aunque nunca veamos su participación como personaje dentro de la saga. Sin embargo, más importante que ir armando las piezas de la trama, es su voz y disfrutar de ese ingenioso humor negro sobre el que se fundamenta la obra.

Su narrador no solo usa el juego de palabras y un tono sombrío en sus comentarios sino también cita conceptos alrededor de la fatalidad que él mismo explica con ejemplos. Esto da cuenta de una especie de testigo constante pero, a la vez, de un diccionario humano que apela al lector infantil como en una novela de formación. Querido lector: no siempre ser un buen niño, por más que te lo diga un manual del bien hacer, es el camino que te toca. La vida es dura, enfréntala.

De 1999 al 2006, el escritor Daniel Handler usa el seudónimo del personaje para publicar los trece tomos ilustrados por Brett Helquist. Registra en ellos la vida de tres niños Baudelaire, que luego de un incendio donde sucumben sus padres, deben ser recibidos por un tutor legal que ellos les habían elegido antes de su muerte. El primer tutor que les asignan es el maléfico conde Olaf, un artista melodramático, codicioso y cruel que está dispuesto a cometer cualquier crimen para quedarse con el dinero de la herencia de la familia Baudelaire (y también de los Quagmire). Así empiezan entonces los periplos, yendo de un tutor a otro. Estos excéntricos personajes que acogen a los Baudelaire conocen siempre un final terrible, planificado o a veces improvisado por el conde Olaf que siempre parece llevarles ventaja con respecto a la situación.

Con la excusa de esta trama, se esconde una conspiración llevada a cabo por los V. F. D., una organización secreta “voluntaria apaga fuegos” cuyo logo se encuentra tatuado en el tobillo del maléfico Conde Olaf. En cada cambio de tutor, los tres hermanos van descubriendo más detalles sobre esta organización, y se empiezan a dar cuenta que la historia de sus padres es mucho más compleja de lo que pensaban. La organización, dividida por un cisma, forma dos grupos, los “buenos” que apagan los fuegos y los “malos” que los inician. Pero su división también se debe por otros conflictos: amores, desamores, desencuentros, codicia, envidias, deseos de separarse de la organización.

La moral en esta saga nunca es blanca o negra, hasta Lemony Snicket lo menciona en algún momento, cuando los Baudelaire se ponen a reflexionar sobre sus acciones (como tirar a la señora Lulu a los leones, o engañar a Hal en el hospital) y se dan cuenta de que aunque no lo quieran sus manos están manchadas de sangre y de crimen. Es un mundo tan negro, injusto y trágico que creer en la bondad y el bien cuesta muchísimo. A medida que la saga avanza, los Baudelaire empiezan a perder fe en esos valores que sus padres encarnaban. Pero la figura de los padres también se va oscureciendo porque los Baudelaire empiezan a preguntarse cuál era el rol de sus progenitores en la organización y el cisma. O cómo personas que se cruzan en su camino, cambian de decisiones e incluso de bando (basta ver la figura de Olivia Caliban alias Madame Lulu que termina por colaborar con ellos; o Fiona que acaba por traicionar a los Baudelaire e irse con el bando de Olaf). A estos tres hermanos, solo les queda confiar en ellos mismos.

Sus adaptaciones

Esta saga ha sido adaptada en dos ocasiones. La primera en una película del 2004 de Brad Silberling y en el 2017 en una serie creada por Mark Hudis y Barry Sonnenfeld. Al inicio, fui bastante escéptica con la serie porque tenía el recuerdo de la película. Yo que adoré la saga, que la había releído hasta el cansancio, entusiasmada porque con cada lectura ubicaba aún más referencias literarias. Fue quizás por eso que me conformé con la película porque era la única adaptación que existía. No me hacía completamente feliz pero con leer los libros y tener esa adaptación como ese apoyo visual, me bastaba.

La película retomaba los tres primeros libros y los condensaba. El Conde Olaf era interpretado por Jim Carrey, que lograba perfectamente el papel de actor fracasado pero pretencioso y creído. Ahora bien, en la serie del 2017 producida por Netflix, el gran villano es interpretado por Neil Patrick Harris. Y yo sigo creyendo, después de 16 episodios, que Jim Carrey era un Olaf genial, y que su cara era perfecta para encarnarlo al igual que su voz y su mímica. No tengo nada contra Neil Patrick Harris pero Jim Carrey puede hacer el payaso sin rayar en lo burlesco, mientras que Harris a veces roza lo ridículo. A pesar de eso, no podemos negar la buena química que tiene Olaf con el resto de su caricaturesca pandilla, lo que genera situaciones divertidas en cada capítulo.

Luego están los tres actores que interpretan a los hermanos Baudelaire en la serie, Malina Weissman, Louis Hynes y Presley Smith. Ellos son verdaderamente niños, mientras que en la película Violet (Emily Browning) y Klaus (Liam Aiken) parecían ser demasiado adultos para la edad que debían tener en el film. Además que en la serie se permiten hablar de los cambios físicos de los niños en cada una de las temporadas con humor. Como por ejemplo con la bebé, Sunny, a la que Klaus hace referencia al inicio de la segunda temporada denotando el cambio físico a pesar de que, temporalmente en la historia, siguieran en la misma escena del final de la primera temporada un año atrás.

Con respecto al personaje de Lemony Snicket, aún recuerdo la voz meliflua e inglesa de Jude Law en la película. En la serie, la voz es más bien tenebrosa, gruesa, con la que el actor Patrick Warburton le agrega otra personalidad, no solo atinada sino sumamente bien interpretada. Quien por cierto, a diferencia de la película, está presente en cada una de las acciones como un observador que comenta. Ese mismo papel lo juega Lemony como narrador en los libros. Era complejo mantener esta figura narrativa en la serie, y han conseguido adaptarla del discurso literario al de la pequeña pantalla.

También lo lograron con los libros. La primera temporada le dedica dos episodios de una hora a cada libro: Un mal principio, La habitación de los reptiles, El ventanal, El aserradero lúgubre y en la segunda temporada (que salió en 2018) continua con los cuatro siguientes: Una academia muy austera, El ascensor artificioso, La villa vil, El hospital hostíl y el Carnaval carnívoro. Gracias a su formato episódico y a la intervención del autor Daniel Handler en las decisiones de la serie, los creadores de esta producción le rinden un mejor homenaje a toda la riqueza de la obra de Lemony Snicket. En principio, está la ambientación que algunos han calificado de steampunk, con los colores siempre grisáceos, melancólicos y fríos. Es una representación muy atemporal aunque con indicios de encontrarse en los años 20 pero con toda una maquinaria de finales de siglo XIX. Los directores de arte logran darle vida a algunos de las ilustraciones con estilo de grabado de Brett Helquist, como los edificios en forma de tumba de la Academia Prufrock.

El respeto a la estructura de los libros es impecable, sobretodo con la manera en la que lograron hacer de la organización V. F. D. una trama central que se va desarrollando sin traicionar aún todos sus secretos. Este juego misterioso se sostiene, incluso para los que ya hemos leído la saga anteriormente. Otro acierto fue integrar a personajes que no existían o que aparecían en otros libros de la saga como la secretaria Jacqueline, o el mesero Larry u Olivia Caliban (que sin duda es una referencia a Shakespeare y que recuerda a Miranda Caliban, otro personaje de la Tempestad y que está en la isla del último tomo). En la película, en cambio, se ven pocos indicios con respecto a V. F. D. pero no los suficientes. Es verdad que en los tres primeros tomos no se sabe mucho de este tema, pero durante la saga se vuelven a visitar muchos detalles que empiezan a cobrar sentido. Esto deja un poco decepcionado a los que esperan una estricta adaptación de los libros.

Esta libertad con los personajes de la organización que han tomado en la serie puede llegar a satisfacer a los lectores, ya que en la saga uno siente que no queda casi nadie de V. F. D. o no se les encuentra nunca. Por eso nos conformamos con la trampa que siempre cae como Deus Ex Machina para acabar con la poca felicidad que logran encontrar los Baudelaire. Ahora bien, esta dilatación de la trama, que también depende de esos silencios, esos suspensos, esos cuentos-que-no-nos-contarán-nunca pueda también volver a la serie algo pesada en su ritmo. En la serie siguen tirando de un hilo para contar tres temporadas, expandiendo, añadiendo subtramas, y a veces se siente forzado.

Una queja, formal, alejadísima de mi purismo con respecto a la adaptación del libro a lo visual, sería la música. Otra vez, vuelvo a referirme a la película porque Thomas Newman había logrado capturar la esencia de la saga y transformarla en música. La serie, por su lado, tiene una canción en los títulos, cuyo refrán es “Look away” y que va con la idea general de la obra de Lemony Snicket, que siempre escribe bajo el modo de la advertencia del “lo que van a leer es horrible así que mejor deberían leer otra cosa” pero él sigue contando, y eso atrapa aún más. Así que el “Look away, look away” funciona, pero a mí, por alguna razón, me resulta agotador.

Y luego están las secuencias musicales (sobretodo la de La Ventana Vil o la de El Ascensor Artificioso), que me parecen excesivas o casi ridículas. La manera de filmar es algo burlesca, y lo que se ve es ya de por sí como muy hiperrealista, entonces añadirle una escena musical es sacarnos totalmente de la ilusión narrativa o cinematográfica. A mí me pareció de muy mal gusto. Porque lo que pasa es que la serie logra recrear esa atmósfera rara, oscura, mórbida de la saga que al mismo tiempo releva de lo irreal, de lo fantástico. En un mundo que ya de por sí está marcado por lo extraño, lo fantasioso, siento que lo musical está de más. Los personajes no pueden cantar. No está en su esencia. Además no hay nada que cantar. Justamente, todo yace en lo no-dicho, en lo misterioso, en lo apenas sugerido y en ese determinismo trágico que se siente, ese peso de la fatalidad que está en todos lados pero que, como buenos personajes de tragedia, nunca es evocado por ellos, solamente por Lemony Snicket, que tiene entonces el rol de corifeo.

A pesar de estos detalles, que me siguen molestando, la cinematografía es muy acertada. Tiene unos toques casi burtonianos o inspirados en ilustraciones de Edward Gorey (¿o es casual que la estética en La habitación de los reptiles evoque al libro El Jardín Maléfico?). En cada episodio se juega con una luz fría sobre colores que pudieran ser cálidos, sobre el mundo tan gris como una taza de agua sucia, con esa piel blanca de los actores como si estuviesen cubiertos de talco, con ese burlesco tétrico que huele a muerte pero que nunca la pinta como es, sino como una desaparición, una ausencia, un vacío. Es melancólica sin pesarte, la muerte está incorporada a la vida, la vida parece casi un cementerio (academia Prufrock) y eso hace que cualquier grano de felicidad brille más que cualquier cosa en este mundo tan sombrío. Y esos toques de luz, se los da esa otra inspiración cinematográfica que en sus disfraces, sus escenarios, su representación de una época atemporal que recuerda a las películas de Wes Anderson, que son tan limpias y tan pulcras como el apartamento de los Squalor, que está llena de detalles en los planos que solo son dignos de un obsesivo compulsivo. La mezcla de estas dos estéticas, de estas dos visiones, estos dos lentes que ven el mundo pintan un paisaje que es excéntrico, raro, único y que corresponde al de la saga. Tal vez eso es, que hace que su adaptación sea tan polémica, es que el mundo de Snicket es tan raro que verlo da ganas de frotarse los ojos y decir “pero no es real”. Entonces significa que los productores de la serie lo han logrado. Y sorprendentemente bien. Y eso me hace muy feliz.

Sus referencias literarias

El mayor aliado que siempre tienen los Baudelaire es la biblioteca y el acceso al conocimiento. Esta muchas veces parece menospreciada por los adultos pero los libros y la palabra no dejan de tener importancia en la historia (incluso aquellas que balbucea la bebé Sunny, y cuyo significado entienden muy pocos); es por eso que también resaltan las referencias literarias que son un juego vital para lectores atentos. Desde los nombres de los personajes: los Baudelaire (¡como el querido Charles!), los Squalor (como el título de una novela de Salinger), el señor Poe; a los lugares (la academia Prufrock como el poema de T.S.Eliot, el submarino Queequeg que se llama así por un personaje de Moby Dick), los libros que leen Isadora la poetisa y Klaus, el lector de los hermanos. La fuerza de esta saga yace en la ingeniosidad de sus personajes, sobretodo de los jóvenes: lectores, inventores, siempre ávidos de conocimiento, acumulándolo y reutilizando para sobrevivir.

La saga también nos muestra la importancia de la literatura: desde darles recursos para sobrevivir a los niños, a mostrarles que el conocimiento está a su alcance si lo buscan. los libros pueden convertirse en un escudo para mandar mensajes codificados o ser un arma, que es lo que se ve en el último tomo de la saga. En El fin, los Baudelaire naufragan en una isla dominada por un hombre llamado Ishmael, “llámenme solo Ish”. Este personaje se ha inventado reglas, como un Crusoe en su isla para legitimar una especie de gobierno que él encabeza. Dice que lo hace por el bien de todos, pero también mantiene a los habitantes como corderitos mansos al darles una bebida de coco fermentado. Pero, lo que es curioso, es que este personaje posee una cueva, en la que estuvo recogiendo cosas que encallaban en la isla y que pudieran ser útiles (especias, armas) y lo más importante, cada libro que sobrevivía al naufragio. Ishmael, inspirado en un personaje de Moby Dick, remendaba con paciencia y escondía con cuidado estos libros porque sabía que las palabras eran un arma cargada de futuro. Es decir, eran un peligro porque hablaban de libertad. Ponían a los lectores a pensar, a cuestionar las cosas y eso podría acabar con su gobierno. Hacer que las personas en la isla leyeran, revelaría que todos habían pasado un contrato social con Ishmael, manipulados por sus intenciones por el bien común.

En fin, que sigo releyendo los libros en mi cabeza, saboreando el mundo creado por Snicket y al menos estoy contenta de que le hayan dado vida de nuevo, de que lo hayan vuelto a traer al mundo porque me parece que es una saga que merece ser leída y apreciada. Se siente que detrás de la producción hay respeto hacia los libros (o un Daniel Handler muy quisquilloso). Mantienen el mundo que se creó dentro de la saga y todo la riqueza que lo compone. Aún tengo mis reticencias con respecto a la serie pero siguen siendo más las cosas que me gustan. Sigo a la espera de la próxima temporada, porque a mi parecer los mejores libros son los últimos cuatro, donde los niños van creciendo, endurecidos por las desdichas, y donde los lugares en los que se encuentran se van poniendo cada vez más interesantes (la montaña, el grotto, el hotel, la isla) y esto se va a convertir en un reto para los directores. Los lectores, ahora vestidos de espectadores, seguiremos esperando un final digno a las desdichas de estos tres hermanos y un trágico desenlace para el Conde Olaf, sea cual sea, pero que no sea cantando.


 
 

Actualizado: 22 ago 2021


Quizá no exista el término Road Comic para referirse a la versión en cómic del subgénero cinematográfico de las road movies o películas de carretera; pero el hecho es que Álvaro Ortiz ha hecho –y además maravillosamente– eso mismo: la primera novela gráfica que haya conocido que encaje en esa categoría de Road Comics.

Cenizas (Astiberri, 2012) es una película de carretera, con todos los ingredientes delirantes que no pueden faltar en una buena road movie, sólo que esta vez hecha desde el discurso del cómic. Sí, Cenizas son viñetas en acción; se mueve, suena, cambia de ritmo y de paisaje, a sus personajes les pasa de todo, absolutamente de todo, y obviamente –como en toda película de carretera que se respete– los amigos que iniciaron el viaje llegan a destino convertidos en otras personas. El viaje sobre el asfalto es una metáfora del transcurso de la vida, ese tránsito por la existencia que te hace crecer y te transforma.

Polly, Moho y Piter son tres amigos que, a pesar de estar atravesando por una etapa de distancia y silencio en su amistad, deciden emprender un viaje con la misión de cumplir con la última y muy peculiar voluntad de Héctor, un cuarto miembro del clan que ha muerto recientemente. En el camino tendrán que enfrentarse a sí mismos (porque la amistad también es un viaje; a veces va en bajada, a veces conduce a un barranco y otras veces las cuestas se hacen empinadísimas, casi irremontables, pero sólo así acaba en buen destino), tendrán que escapar de unos matones con nombres rusos pero con pinta de roqueros gringos de los años 80, además de lidiar con una cantidad insólita de gente rara, loca, peligrosa. También se las verán con un fantasma que les pegará unos sustos del demonio en los momentos de soledad… Ah, y con Andrés, un monito de circo muy bien entrenado (que si no es por el mono no llegan ni a la próxima curva).

Y gracias a Álvaro Ortiz nosotros acabamos también a bordo de ese auto, convertidos en pasajeros en un viaje lleno de picos y valles que no nos dejará indiferentes; porque nosotros también seremos otros cuando lleguemos a la última página de esta travesía.

Cenizas es una novela gráfica que pareciera estar dialogando con la mítica obra de Jack Kerouac En el camino. También con la formidable road movie de Terrence Malick Badlands, con la famosa Easy Rider de Dennis Hopper y también con esa demoledora e imprescindible novela de Cormac McCarthy sobre un padre y su hijo que intentan sobrevivir en un mundo apocalíptico llamada La carretera. Pero no sólo de letras y fotogramas están llenas estas cenizas de Álvaro Ortiz, también está plagada de música, porque la música no puede faltar en ninguna película de carretera, así que en los Road Comics tampoco, sobre todo si es la de los Pixies. Por si fuera poco, Cenizas echa mano a una información muy bien documentada sobre la historia de la cremación: entre las tribus de aborígenes, ¿cuáles la practicaron?, ¿quiénes fueron sus promotores a lo largo de la historia y cómo acabaron?, ¿qué tuvo que pasar para que fuera aceptada por las élites religiosas y se convirtiera en una práctica frecuente? Esos fragmentos informativos e históricos se van insertando a lo largo de la novela gráfica y nos ofrecen una pausa entre tanto frenesí, un poco de calma en medio de la locura, al tiempo que nos aclaran asuntos cruciales para poder atar los cabos sueltos. La frontera entre el libro divulgativo y la ficción queda así difuminada con gracia absoluta, con armonía y, muy importante, sin traicionar jamás el espíritu del buen cómic.

No conozco los detalles del proceso de elaboración de Cenizas, pero hay algo importante digno de ser compartido: gracias a que su autor ganó la beca de cómics Alhóndiga Bilbao, estuvo dedicado a su novela gráfica entre 2011 y 2012 en la Casa de los Autores de Angoulême (población francesa donde se lleva a cabo anualmente uno de los más prestigiosos festivales de cómics del mundo). Y así, en estas condiciones, Cenizas tardó año y medio en realizarse. Los lectores, ya lo sabemos, nos tomamos licencias, fantaseamos, así que mientras recorremos esta carretera de Cenizas no es difícil imaginarnos a Álvaro Ortiz encerrado, trabajando allí en ese recinto silencioso, lejos de casa, intentando avanzar en la obra para así mantener su beca, buscando la manera de armar su propio viaje, construir la carretera, subirse al auto, acelerar el motor y así cumplir con la misión encomendada. Año y medio de trabajo y encierro para poder hacer su Road Comic y ponerlo todo en marcha. La ficción salva, eso también lo sabemos, y esa debe ser la razón por la que Cenizas resulte una obra tan rebosante de vida.

No cometeré la tontería de revelar el final de Cenizas, es una obra que debería ser leída por lectores de todas las edades –porque una buena novela gráfica es una buena novela, así, sin adjetivos y punto–, pero sí les diré que es de las cosas más entrañables que haya enfrentado en años. Un final de esos que te hace respirar hondo, dan ganas de aplaudir, de llamar a los amigos, de abrazar a alguien. También dan ganas de intentar uno, ¿por qué no?, su propio cómic, su propia película, guion o road movie. O incluso pueden dar ganas enormes de contactar al mismísimo autor, Álvaro Ortiz (@alvaroortiz_), para darle las gracias aunque uno no lo conozca; les aseguro que vale la pena, resulta ser un tipo muy agradable.

***Imágenes usadas en este artículo: Ilustraciones del libro Cenizas de Álvaro Ortiz, publicado por Astiberri.


 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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