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El final de todos los agostos

Actualizado: 3 sept 2021


Dani, el protagonista y narrador de la historia, está decidido a casarse con Ale. Es decir, está en el epicentro de una gran decisión para su vida. Esto lo obliga a desandar sus pasos, dirigir un complicado viaje al pasado, y entender si los cabos sueltos están bien atados para seguir halando de esa tensa cuerda que es el futuro. Usa de excusa una exposición fotográfica de sus primeras fotos, e inicia el recorrido al pueblo donde pasó su infancia y adolescencia -y al cual no ha vuelto en veinte años-. Su intención es encontrar las respuestas de una historia inconclusa con un gran amigo del verano de quien no supo nada más. Este es el detonante de la última novela gráfica de Alfonso Casas: El final de todos los agostos -que es un gran título, vale acotar-, publicada en el 2017 por la editorial Lundwerg.

Confieso que cuando Sara, una chica de quince años del club de lectura, me recomendó el libro y me lo prestó, tuve mis dudas. Este historietista español usa al (des-) amor como marca fundamental de sus ilustraciones, mostrando a los lectores su obsesivo temario de las emociones tanto con los cómics publicados, así como con las caricaturas diarias que comparte en sus redes sociales. El éxito es tan sorprendente, que su propuesta estética es vista bajo sospecha.

El carácter mainstream del ilustrador que marca tendencias y mueve a sus lectores masivamente a través de las emociones más básicas, es un aspecto demasiado pop. Es decir, Alfonso Casas se ha transformado, potencialmente, en un producto trending alrededor de las emociones más primitivas (quizás por esa conciencia colectiva, trabajó ilustrando para grandes empresas como Reebok o Vodafone). Eso no es necesariamente malo. Los lectores siempre se han visto reflejados con más facilidad en el desamor, y las consecuencias que eso arrastra de manera personal. Y él consigue darle al lector un espacio de conciencia que dialoga a través del mismo sentimiento. Sin profundizar, quedándose apenas en una primera capa de reflexión, lo que permite que conecten con el impulso: con ese breve estallido. Entonces, la forma de contarse se aparta del discurso de la autoayuda, y se transforma más bien en una estética real.

En principio, vale la pena entender que Alfonso Casas construye con frecuencia a un personaje en caricatura, muy similar a su imagen real, y trata de demostrar su cotidianidad como la de como cualquier otro hombre, contemporáneo, sencillo e inseguro. Es un "se (nti) mental" pero también es un espejo. La sencillez y honestidad al abordarse permitió que mucho del mensaje de su obra tenga un impacto comercial y, en consecuencia, le ofreció la libertad de experimentar con la imagen como objeto. Construyó piezas de arte de consumo masivo como diarios reversible, o mensajes que resuenan en postales, en las pegatinas para los espejos de las habitaciones o en las tazas del café en la mañana con frases como: “¿Qué hago con mi vida?”, “a veces para verse bien, solo hay que mirarse mejor”, “toda mi vida buscando el amor verdadero y lo tenía delante del espejo” y muchos más, todos por ese estilo.

Esta forma desprevenida de contarse, sin artificios, le permiten un alcance mediático cada vez más efervescente. Su cuenta de Instagram oscila entre los 30.000 likes en cada una de sus publicaciones. ¿Es su honestidad lo que conecta con los lectores más jóvenes o es esta necesidad contemporánea de referentes, por la que ellos se aferran al primer sentimiento con el que se identifican?. No existe una respuesta acertada, pero queda una certeza: Casas se reinventa constantemente. Él no es sólo un efecto de las redes sociales o algún anterior éxito, su propuesta va mucho más allá.

En el 2012, Amores minúsculos, novela gráfica publicada por Ediciones del Ponent; Casas ofrece una forma distinta para contarse sin alejarse de la propuesta por la que es conocido. Aunque ya había ilustrado anteriormente libros de la mano de otros autores, asumió esta, su primera obra individual, con suma destreza y delicadeza cargando de detalles cada una de las viñetas, y alejándose se ese carácter minimalista con el que lo identificaban. Lo hizo igual con las tres historias, a las que les otorgó una desenfadada profundidad. Es decir, habla del amor en varias situaciones hipotéticas, y lo hace desde el chispazo, del instante de la tensión humana entre dos personas, de las alternativas que esto ofrece; pero luego usa el discurso de la imagen para potenciar estas historias. Son los colores ejes vitales para darle a los momentos una atmósfera, una trascendencia. A pesar de que evocan mucho a la obra gráfica de Cyril Pedrosa, Portugal, consigue apartarse de la comparación con un sello personal y original.

Pero es en el El final de todos los agostos donde Casas ofrece no sólo una madurez técnica, sino también certifica su labor como guionista. En esta novela, Dani decide ir en busca de Pumuki, un chico pelirrojo al que frecuenta todos los veranos de su infancia y adolescencia. No es una historia novedosa. Es un viaje como muchos otros en la literatura y el cine, donde se encuentra a las personas de su pasado, visita los lugares que dejaron de existir, juega a la nostalgia... Pero su aporte consiste en usar las ilustraciones como parte de su discurso, y refuerza esta historia en los silencios de sus personajes, en las transiciones de los espacios en blanco con retazos de las fotos, en la sencillez bucólica del recuerdo de aquel verano en las viñetas, o las imponentes imágenes a página entera, sin fronteras.

El juego discursivo es importante: el presente es en blanco y negro, incierto, pero sin matices, y el pasado está plagado de colores pasteles. Se mezclan el azul del mar y del cielo, con el rosa del atardecer, o del sol naranja que confunde los cabellos rojos de Pumuki, o la incandescencia violeta de la nocturnidad de la adolescencia en contraste con el marrón del bosque, de la arena, de lo terrenal. Son colores que delimitan las atmósferas, que subrayan el encuentro con el recuerdo. Y es en su forma de transitar por el recuerdo con lo que Casas acierta.

Así como Proust se trasladaba a la casa gris con fachada y ciudad, al mojar la magdalena en el té en su obra En busca del tiempo perdido; Dani encuentra en estas fotos un traslado onírico que se mimetiza con la experiencia del lector. Solo basta encontrar las páginas de papel vegetal en las que, al pasarlas, se desapegan el tiempo del color con el del blanco y negro. Pasar la página es evaporar el recuerdo. Esto procura una experiencia de la memoria desde la imagen, sin palabras, con un lector activo que aprovecha a la novela gráfica como formato. Se rescata el hecho de que Casas echara mano de sus inicios, en la práctica del objeto, para darle un sentido emocional (y no efectista ni comercial) dentro de esta novela.

Cargada de referentes populares de la España de los noventa (como Cobi, la mascota de los Juegos Olímpicos del 92 o Curro, la mascota de la Exposición Universal de Sevilla del mismo año), que dan personalidad a una relación amistosa que se fundamenta en la ternura. Esa es la emoción en la que se acentúa esta novela. La tensión no resuelta entre sus protagonistas, dos niños, dos jóvenes, dos hombres, que en cada verano que transcurre afianzan más su relación hasta no reconocer lo que están sintiendo el uno por el otro. Caen en la trampa de los agostos.

Es una novela de amor sin serlo. Es una relación bastante insegura, tema en el que suele autoreferenciarse siempre el mismo Casas. Es una historia sin consecuencias, porque es una "primera vez" que simplemente no fue. Es un acercamiento natural entre dos personas que conectan, sin importar su género. Y en esa simpleza, tan natural y cotidiana, el lector se hace la misma pregunta que su protagonista: ¿qué está buscando realmente Dani? Se aferra a una ficción, al recuerdo de unas fotos porque realmente no se atreve a soltar esa posibilidad de la nada. Acumular esta historia le da la posibilidad de creer que, si las cosas fallan en su decisión, puede tomar otro camino rezagado. Como si la vida le otorgara dos futuros distintos, otros agostos. Es apenas un as bajo la manga producto de su inseguridad que no lo deja desatar ese nudo. Y al final, queda la tensión de un apartamento vacío pero a la vez, tan lleno de ruido.

Con esta novela, Alfonso Casas muestra un uso cada vez más complejo del color y la técnica, se arriesga a contar una historia larga, y a poner a valer la imagen como parte indivisible de su discurso. Solidifica una identidad propia, cada vez más profunda, pero sin renunciar a esa simpleza que lo hace conectar con los lectores más jóvenes y contemporáneos. Es la ternura de su mirada en una sociedad cada vez más fría, lo que le permite resaltar con su trabajo. Es en esta honestidad donde uno encuentra su valor. No tiene miedo a lo cursi, como tampoco lo tiene Sara, su lectora. Ambos revelan sus emociones como autor y lector. Finalmente es una novela que se deja leer desde la nostalgia de nuestros agostos, de las historias que dejamos por resolver, pero que además resulta ser estéticamente conmovedora.

El final de todos los agostos es un gran avance en la obra de Casas que me genera, como a Dani, una gran expectativa al futuro, pero en este caso como lector de sus próximas novelas.

***Imágenes usadas en este artículo: ilustraciones del Instagram de Alfonso Casas y del libro El final de todos los veranos (2017) del mismo autor, editado por la editorial Lundwerg.


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