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Proyecto de ilustración por: Mr.Poper & Medusczka "El Mujercito Charro"


La calle sabe recordar: "que no te olvidé, que nunca podré", sonaba en alguna tienda cerca del trabajo. En la reja de una casa, una señora conmovida cantaba junto a su perro: "yo no sé si está pasando el tiempo o tú lo has detenido". En el bus, alguien tarareaba "dime cuando tú..." He pasado todo el día oyendo un playlist de Juan Gabriel, como muchos. Pero en mi caso, y sin darme cuenta, eso ha sido siempre así. Él es uno de los pilares de mi educación sentimental. En la infancia mi mamá cantaba "debo hacerlo todo con amor"; en la universidad más de una vez bebimos gritando "quizás esta noche sea mi noche"; en las fiestas familiares donde muchas veces iba un imitador, nos iniciábamos con el "te pareces tanto a mí". Y qué irónico, siempre nos puso de tú a tú. Este hombre que siempre hizo lo que le vino en gana, con su mariachi a cuesta, no tuvo porqué ventilar su vida personal para hacer de su música el gran valor que es para nosotros. Él siempre lo dijo "tan solo fui un soñador no más".


En estos casi dos años que llevo viviendo en Chapinero, nunca he dejado de escuchar sus canciones. A cada tres noches, cruzo frente a algún antro, oigo a algún vecino cantarlo, o he terminado alguna vez en un kareoke en el que se termina decretando: "Hoy esta noche saldré a algún bar..." Su voz me obligaba a visitar de nuevo esos despechos que uno esconde bajo llave. Me asaltaban, en medio de la cotidianidad, los recuerdos de aquellas historias que no fueron o algunas que dolieron. Juan Gabriel nunca dudó en decirme, en esas calles, en esas historias: "abrázame que el tiempo pasa y no se detiene". Pero a pesar de todo este recorrido de lunes extraño, hubo una canción, una muy particular, que me acompañó en el peor de mis despechos hace algunos años. La canté, me obligué a creer, en medio del alcohol, perdido en tascas de La Candelaria y Chacao, que me la dedicaban. Esa canción me ayudó a entender que no estaba solo, su letra me daba la comprensión que todo mal querido y alcoholizado necesitaba. Por darme eso a mí y a muchos conocidos o desconocidos, te estaré siempre agradecido. No siempre uno encuentra refugio en los lamentos. Tu música siempre lo hará.


 
 

El Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela

Hasta hace unos años, afirmar que Venezuela era el centro musical más importante del mundo podía considerarse una impertinencia, por no decir una herejía. Sin embargo, según lo afirmase en 2004 una de las autoridades culturales más veneradas de nuestro tiempo, el director británico y cabeza de la Filarmónica de Berlín, Simon Rattle, este país suramericano no era menos que la cuna de un paradigma artístico y pedagógico cuya onda expansiva estaba cambiando los fundamentos básicos de la educación musical. Aun cuando tal fenómeno había estado operando exitosamente por casi 30 años, y con una nada despreciable trayectoria internacional, las palabras de Rattle elevaron el llamado milagro venezolano hasta nuevas alturas. Desde entonces, con fundamento en los logros que había cosechado por casi tres décadas, el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela —conocido usualmente como “El Sistema”— se ha convertido en un referente global de participación cultural, democratización de las artes y acción social a través de la música, siendo la punta de lanza de un movimiento que hoy toma por asalto a más de 50 países. ¿Pero de qué trata tal fenómeno y por qué razón marca un parteaguas en el riguroso mundo de la música académica y del desarrollo humano?

A principios de los años setenta, un visionario oriundo de los Andes venezolanos, José Antonio Abreu, se vio contrariado por la ausencia de oportunidades e incentivos para músicos locales en las orquestas sinfónicas del país. A la luz de esta dificultad, Abreu decidió formar una agrupación que ofreciera un espacio riguroso para el cultivo del género clásico y capturase el talento de una clase artística emergente, repleta de jóvenes portentosos y sedientos de experiencia profesional. Abreu optó por fortalecer las capacidades de estos músicos —y de tantos otros mucho más novatos— mediante la práctica colectiva de sus instrumentos, concibiendo a la orquesta como una comunidad de intereses que superaba sus propios fines musicales.


Más allá de ser simplemente una construcción circunstancial, formada para atender una agenda de conciertos, la orquesta era una estructura social viva en la que sus integrantes lograban formarse musicalmente y experimentar las bondades de la vida en comunidad. Enfrentando frontalmente al status quo, Abreu logró remover al estudiante del tedio y presión de las lecciones solitarias para insertarlo en una estructura distinta, desligada de su sentido más tradicional, dispuesta con el propósito de incentivar un desarrollo artístico de altísima factura. Bajo esta nueva figura, el músico cumplía cabalmente con su objetivo artístico en la orquesta, mejorando su desempeño gracias a un proceso colectivo de aprendizaje y retroalimentación, y vigorizando su sentido de solidaridad, compasión y empatía.

El nuevo modelo de Abreu no solo demostró que era posible optimizar la enseñanza de la música a través de la práctica grupal, sino que las artes servían también como un catalizador del desarrollo humano y una herramienta poderosa para la reducción de la pobreza. Luego de años de funcionamiento, El Sistema dejó ver que su aproximación a la música provee oportunidades culturales únicas y muy valiosas a poblaciones vulnerables, cuyo aprovechamiento redunda en ganancias enormes para estos grupos: mejor desempeño escolar, mayor autoestima y capacidad de discernimiento, y el reforzamiento de vínculos intrafamiliares y comunitarios.


Al estar permanentemente expuestos a la disciplina y belleza de la música, y al espíritu de concertación que ésta reproduce al interior de los ensambles del programa, sus beneficiarios —especialmente los niños— encuentran en la orquesta una fuente de estímulo que les permite reconocerse y valorizarse como partes de un engranaje, de un sistema, en el que su presencia es fundamental y necesaria. Por otra parte, esta práctica orquestal le permite al niño descubrir sus habilidades musicales, aprender de sus pares, impartir conocimientos, desarrollar su capacidad estética, y cultivar la paciencia, la tolerancia y el sentido de la perfección. En este ambiente, donde conviven estudiantes de distinta procedencia, religión y origen étnico, el niño crea una nueva imagen de sí mismo, se reinventa a la luz de los retos diarios, y queda a merced de sus aspiraciones y sueños. En El Sistema, como bien lo indican siempre muchos de sus maestros y funcionarios, no existen los imposibles; y es en esa máxima donde reside precisamente el principal motor del logro y de la superación.

Para Abreu, la clave del éxito del programa estriba en el cambio de actitud que favorece en sus estudiantes. Citando a la madre Teresa de Calcuta, insiste en que la peor dimensión de la pobreza es aquella que condena al individuo a la irrelevancia, a una vida sin consecuencias. El Sistema, indica Abreu, altera positivamente las percepciones que estimulan la pobreza espiritual, atacando así uno de los factores centrales de la vulnerabilidad social y abriendo a sus beneficiarios un catálogo infinito de posibilidades personales y profesionales. En función de este abordaje, el programa no persigue exclusivamente que sus beneficiarios se conviertan en músicos profesionales, sino que encuentren en la experiencia orquestal un punto de origen para el cambio, a partir del cual puedan enfrentar la vida de un modo diferente y procurarse un futuro más próspero en otros campos.


Esto último no busca sugerir que El Sistema pierde la mirada sobre el rol protagónico de la música en estos procesos de transformación y, por el contrario, enfatiza que su calidad debe ser superior, especialmente cuando se trata de los que menos tienen. Así, quienes deciden hacer una carrera al interior del programa tienen a su disposición la mejor infraestructura y capital humano posibles. La notoriedad internacional de algunos de sus egresados —Gustavo Dudamel, Diego Matheuz, Edicson Ruiz, Manuel López Gómez o Christian Vásquez, solo por citar algunos— y de sus orquestas más visibles —la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar o la Teresa Carreño— demuestran la importancia que El Sistema otorga a su programa de formación académico musical.

Empujar esta labor titánica ha implicado un respaldo financiero sostenido del Estado venezolano y otros donantes extranjeros a lo largo de sus 37 años de existencia. Si bien el programa ha recibido contribuciones significativas de parte de países desarrollados, organismos multilaterales y el sector privado, 90% de los gastos operativos de El Sistema provienen de fondos públicos. Ese 90% no representa tampoco una contribución menuda, considerando las dimensiones cada vez mayores de esta iniciativa: en la actualidad, aquel proyecto que inició con apenas 15 jóvenes en un estacionamiento de Caracas, cuando Abreu reunió al primer grupo de pioneros y fundadores de El Sistema, es hoy la red pública de orquestas y coros más extensa del mundo, con casi 450.000 beneficiarios, 300 centros de entrenamiento (o núcleos), alrededor de 800 orquestas, coros y grupos de distintos géneros musicales, y aproximadamente 3.500 empleados y maestros. Estos números, sin embargo, no son nunca conclusivos. El Sistema se asemeja a un gran árbol cuyas ramas crecen constantemente gracias al abono de sus propios egresados y de las comunidades en las que opera, dando frutos en los lugares más remotos del país. Según los últimos registros del programa, se sabe que también atiende poblaciones indígenas, niños discapacitados, y reclusos en varios centros penitenciarios del país, en alianza con organizaciones de la sociedad civil, instancias locales de poder popular, y gobiernos regionales y municipales.

La utilidad pública de las artes y su rol como agente de cambio han sido reconocidos ampliamente en numerosos países, traduciéndose en una serie de mecanismos que promueven la cohesión social, inculcan valores ciudadanos, fortalecen la identidad patria, y cultivan la sensibilidad estética. El Sistema ha sido un vehículo claro para alcanzar estos objetivos en Venezuela a lo largo de casi cuatro décadas, independientemente de las mezquindades políticas y de los desafíos del contexto doméstico que le sirven de telón de fondo. Ha operado, además, como una de las pocas estructuras institucionales en el país que zanjan efectivamente las brechas entre políticas sociales y culturales, y que inspiran un modelo alternativo de desarrollo con vocación global. No obstante, por sobre todos los factores que justifican el éxito de El Sistema, destaca la transformación que procura en las almas y psiques de sus cientos de miles de beneficiarios. Y es que Abreu no descubrió con el programa una metodología estática para cultivar gustos sofisticados en la infancia menos favorecida, sino que consiguió la combinación alquímica que permite a los niños y jóvenes descubrir su potencial para el cambio, la innovación y la creatividad, siendo además lo más esencial y revolucionario de este modelo. Esa y ninguna otra es la verdadera razón que redefine los límites de lo posible.

***Imágenes usadas en este artículo: 1. Detalle de la foto del Sistema Nacional de Orquestas Infantil y Juvenil en Venezuela en concierto. 2. Detalle de foto en concierto. 3. Detalle de foto en concierto en La Vega, zona popular de Venezuela. 4. Detalle de foto de prácticas musicales en Haití. Todas las fotos fueron realizadas por Frank Dipolo en el 2012. 4. Video del Danzon No. 2.


 
 

La palabra como acompañante de la música tiende a comportarse de manera distinta a cuando se usa para tejer en otros ámbitos del lenguaje; se establecen sinergias espontáneas y se activan códigos entre sí que parecieran venir de su constante aparición en pareja desde hace varios siglos, como esos extraños procesos entre el hombre y el perro que no tienen otra explicación sino en la evolución paralela, de hombro con hombro, de la proximidad, información acumulada ya en manos de los genes. La palabra es como la nota musical: ella sola posee más limitaciones que posibilidades de alcance, ambas tienen la característica de funcionar en manada y a través de ella lograr estados elevados de balance y tímbrica, de autoseducción y de gracia para llegar a conformar grandes murallas cuya decoración está dada por elementos tan sencillos como el humor, el ángulo de enfoque, sus multipolaridades en carácter, caos, resoluciones y locura.

Al escribir una canción tenemos que decidir entre dos semillas: de música o de letras. La opción de colocarle texto a una música previamente escrita es la más usada; sin embargo, es lo de musicalizar textos lo que más me atrae. Desde niño me interesó la posibilidad de construir fragmentos musicales con letras que llegaran a emocionarme tanto como las canciones que escuchaba a través de lo que oía mi padre. Cada vez que sonaba la bomba de la aguja sobre el vinilo o el track de la casetera, o bien en sus enredos iniciales con los formatos digitales, sentía que la puerta se abría, que abarcaba algo similar al infinito, pero que en mí estaba avanzar en sus coordenadas, en organizar lo que quería conquistar y en seguir aprendiendo. La música asegura placer en el aprendizaje, asocia la disciplina con la construcción, estimulando como por centrífuga propia el entrenamiento que une el pensamiento con la acción, ese escuchar y traducir tan natural y fluido como mirar y reconocer, hablar o callar.

En el estado mental apropiado para hacer una canción existen seis elementos fundamentales: tres son básicos, tres son imprescindibles. Los básicos son lograr un mecanismo cabal de tensión y resolución, procurar un acercamiento cinematográfico a las secciones de la pieza y que en su desarrollo exista un flujo natural amparado por el ritmo y la instrumentación. El flujo incorporará de manera verosímil todos los elementos de tensión y resolución que delimitan las secciones, haciendo que los códigos se afiancen para poder formar un mundo propio en la misma canción. Pero todo esto no sería sino un taquicárdico intento de trofeos fallidos a no ser por los tres puntos imprescindibles: asunto de paciencia, humildad y desprejuiciamiento absoluto. Por ejemplo: puedes silbar sin obstáculos por más de media hora, puedes tomar un poema de Barba-Jacob o de Coleridge haciendo de éste la letra de una canción o sobre la música de “Strawberry fields forever” puedes recitar el son número 6 de Nicolás Guillén. El texto como punto de partida acoge miles de músicas; la música como punto de partida ofrece cobijo para una sola opción: el texto que le ajustó a través del uso del lenguaje como alambre dulce volviéndolo poema.

La música viste a la palabra en cada uno de sus géneros, y de las posibles combinaciones de su lenguaje, se frasea en una melodía, se frasea versando, hay entonaciones, alturas, silencios, largos halos, martillazos. Ambas van en la dirección que se les de: con la palabra se puede tanto maldecir a alguien como componer el Kubla Khan, con la música se puede hacer desde una irrelevante obscenidad hasta La Valse de Ravel. En las canciones de Georges Brassens la poética está impulsada por la palabra, pero en un solo de Lilí Martínez está llevada a cabo por el discurso sobre un piano, por lo tanto una pieza de Ahmad Jamal no carece de las cualidades poéticas de “El niño loco” de García Lorca, y esos sonidos que a través de la ruptura saltan de “La consagración de la primavera”, ¿acaso no disloca el lugar de la palabra, metamorfoseándole los límites tal como en los Cantares de Ezra Pound?

En el acto creativo suelen aparecer patrones de apoyo basados en las improntas que más nos han sacudido en el inevitable resultado (incluso sin búsqueda) de nuestro contacto con la capacidad creadora del ser humano, es ahí donde se archiva lo que logró pasar y tallar, los que hicieron la máquina del molde, tu manilla, tu refugio, como la música de Agustín Lara, los discos de Génesis con Peter Gabriel, las películas de Fellini, las míticas versiones de las grandes óperas, Bresson, La Sonora Matancera, las grabaciones de Leroy Carr & Scrapper Blackwell, las patinatas decembrinas, universos como el de Celibidache o Fürtwangler, tu primera muerte directa, Marquee Moon, el hielo endulzado, los cornos de la quinta de Mahler, el primer segundo de “I’m only sleeping”, tu primer hueso roto, El Cazador Novato, en fin, todo lo que suspiras y que luego con un poco de desdoblamiento lúdico y humorístico se reivindica en aquella práctica que inexplicablemente desterramos mucho tiempo atrás de nuestras vidas: el dibujo libre.

***Imágenes usadas en este artículo: Ilustración de José Ignacio Benítez titulada cara baruteña. Foto y video cortesía del cantante.


 
 
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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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ilustración de las jornadas @Miguel Pang

ilustración a la izquierda @Juan Camilo Mayorga

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