Actualizado: 17 ago 2021
A Jenni.
Caracas. Domingo 17 de julio. 6:25 pm.
No podía dejar de pensar que era un apátrida.
Éramos en total seis personas luchando contra el resto de la ciudad. Subimos al centro comercial entre calles vacías, con fanáticos de la vinotinto que se congregaban ante las pantallas, esperando que pasara algo. Era como salir durante un toque de queda o un estado de excepción. El país se había paralizado. Sólo se oían murmullos de rebelión a través de las ventanas, las puertas, los rincones. Nosotros no formábamos parte de ese colectivo pues la desafortunada casualidad de mi hermana la llevó a comprar entradas para Harry Potter y las reliquias de la muerte parte 2 a la misma hora del partido. Un verdadero hincha lo hubiera dejado todo, pero ese no era mi caso, siempre fui más de ficciones que de deportes. Así que no dejé que nada saboteara mi camino al cine, cerraba los ojos y procuraba que esa tensión del juego fuera también parte de la batalla final que estaba apunto de presenciar. Quise imaginar a esas personas de la ciudad transformadas en magos que se escondían del mal, que conspiraban contra él.
Llegamos al centro comercial y a los cines, como si tuviéramos la capa de invisibilidad sobre nuestros hombros. Y es que toda la gente veía directo al campo, tensos. Era como cruzar a través de las gradas del campo de quidditch, rodeado de sus fanáticos ataviados del uniforme de la casa de Gryffindors. Cada uno de nosotros hizo su mejor esfuerzo en el grupo por no quedarse atrás, hipnotizado. Era difícil superar esta prueba y el primero en desertar fue el novio de mi hermana, quien prendado de la pantalla se unió a esta comunidad de espectadores. Luego se perdió un segundo compañero, y sin darme cuenta, hasta mi hermana se hizo de una poción multijugos para confundirse con el resto de la fanaticada. Parecía una cuestión de fe. Mi fe estaba en la pantalla del cine.
Minuto 34 — Cabezazo de Vizcarrondo: ¡Gol!
El centro comercial tembló. La gente corría, saltaba, gritaba… se abrazaba. Uno que otro desconocido se quiso por una milésima de instante (rara cosa en estos días). La gente encontró un motivo para aferrarse a la esperanza. La rebelión se había hecho una cruzada personal y épica, Chile era Voldemort -al que es mejor no nombrar-, y Humberto Suazo junto al árbitro Carlos Vera eran dos de los horrocruxes con los que debería acabar el ahora, mítico equipo. Quedábamos sólo dos de aquel osado grupo que pretendía ir al cine en tiempos de combate. Así que asumí dignamente al nerd que me apodera, y entré a la sala, dejando atrás este avance de la historia. Me senté en el asiento f2, y para mi sorpresa la sala estaba llena. No era el único, la fantasía aún tenía sus adeptos.
Se cerraron las puertas de la sala, tratando de acallar el escándalo que provenía del exterior. Se bajan las luces, una nueva tensión se respira en el lugar. Arranca la película: Tras el fugaz recuento de cómo Voldemort se adueña de la varita del saúco, se hace una pequeña intro, con la helada presencia del nuevo director Severus Snape, viendo a los alumnos entrar a Hogwarts. En su mirada podemos descubrir que algo lo tortura. Con esta entrada de la película, para los que leímos el séptimo libro sabemos qué se hizo un guión, en esencia, respetuoso. Y aunque en esta adaptación siguen existiendo algunos vacíos, eran sólo los espacios en blanco que deja Rowling para la literatura en un camino de evolución a medida que transcurrían los siete libros. Fue una saga que iba mejorando sus formas, sus retos literarios, y que cómo se repite en el cliché, reactivó la invitación a la lectura, no sólo de los adultos sino de los pequeños y jóvenes.
¿Literatura comercial para las masas o el nacimiento de un clásico?
Estas respuestas sólo las puede dar el tiempo. Sin embargo, sabemos que esta pasión que nació en el mundo muggle por sus habitantes mágicos, dio alza a una generación, les otorgó un discurso y una posibilidad de enganche. No sólo crecieron los lectores, sino unos personajes imperfectos, humanos, y con estos los actores de las películas, y así el campo de representación superaba de manera sorprendente todo imaginario posible en el inicio del siglo XXI. De esta saga, hay un lazo mundial, un discurso que aunque se construyó a partir de los referentes clásicos de la literatura fantástica, permitió un asidero a los noveles interesados. Fue como la apertura de Hogwarts, de un colegio en el que además se dieron miles de anécdotas de vida. Sé de niños que vendían lotería en la calle para luego ocupar sus tardes en la lectura de los libros; de padres que hacían de sus horas de comida una mesa de diálogo; de niños con oscuras realidades que veían un hogar en el conjuro patronus. Si volvemos al efecto de las películas o los libros, sus observadores iban armando las respuestas de la historia a través de un mundo en el que se reconocían, una única patria mágica, de encuentros con una realidad que les pertenecía, más allá de una escritora millonaria o una valla publicitaria. Haciendo uso del patrón de la novela de folletín (telenovela o series de televisión), ese formato en el que escritores como Dumas, Dickens o Flaubert, presentaron lo que ahora son grandes clásicos. No comparo la calidad, al menos no busco discutirla ahora, pero persigo revisar la respuesta lectora de estos libros. La estructura y el imaginario de los siete libros cobraron vida en un discurso unificador; peligrosos sí, cuando unifican sin libertad pero este no era el caso. Quién quería leerlos, los leía, y quién no, podía pasar de ellos. Sin embargo fue toda una generación la que se apoyó en este discurso, se apasionó por él. Y eso es lo que tiene la pasión, une mundos imposibles. ¿O no fue acaso la pasión lo que mantuvo unido a Snape con Harry luego de una saga de desencuentros?
El fútbol –como el quidditch- tiene esa extraña manía también, de hacer posibles los campos más absurdos de la irracionalidad humana. Vienen del mismo origen instintivo, con un talante comercial, pero no se cuestiona. Y si me preguntan, nosotros los muggles no podremos entender jamás qué clase de magia o conjuros se gestan en una cancha de fútbol, entre arquería y arquería. Si bien un país vive herido, o tiene una historia en entredicho o sin autoestima, de repente encuentra una identidad propia en sus logros, uniformes, acentos. Forman un universo posible y todo cambia. Pero no sé qué diferencia esta pasión futbolística mejor vista que el arrebato literario de los mundos fantásticos.
Pienso en la vez a la que a una amiga hace años le frustraron una tesis de la carrera de Letras por querer trabajar Harry Potter, ya que era cuestionado como una literatura superficial y hueca, pero al contrario aplaudían conmovidos por un trabajo sobre el fútbol en la literatura. O de aquel primer Harry Potter que llegó a mis manos (el tercero, el prisionero de Azkabán), otorgado con el prejuicio de quien ve en la infancia una mirada menor. Algunas Academias de un país sin aspiraciones o riesgos, perseguía cuál inquisición esta libertad de lectura, esta posibilidad literaria encerrada en los imaginarios de cada uno de los siete libros. Actualmente aceptan esas tesis, ¿pero las toman en serio?. Debe ser un asunto del ego, o es sólo cuestión de no creer, así como aquel quién pensó que Venezuela jamás llegaría a una semifinal en la Copa América. No soy ducho del fútbol, ni tampoco puedo asegurar ahora que soy un fanático. Entiendo el poder del fútbol, y siento su desborde (y la contagiosa alegría), pero quizás sigo siendo de aquellos que se emocionan con una posibilidad en la fantasía de una historia. Por eso agradezco esta casualidad del domingo, donde se me prolongó un 3D auditivo (pues nunca me hizo falta unos lentes para ver a estos magos crecer), en el que cada evento del partido, producía una onda expansiva de emoción, acorde siempre con las grandes momentos de la película. Fue así, como el partido y el cine decidieron hermanarse en una casualidad histórica. El silencio tenso de los fanáticos en el segundo tiempo del partido, coincidían con los primeros descubrimientos de Harry sobre las reliquias de la muerte. El gol de Chile y los reproches de sus fanáticos, corresponden al primer ataque de Voldemort y sus mortífagos. El segundo gol de Venezuela, alcanza con exceso de furor y algarabía el esperado beso entre Ron y Hermione. La celebración, finalmente, fue de la mano del triunfo de Harry Potter en su batalla final. El bien había triunfado.
Si pienso en el final de esta saga, la mejor lección del personaje de Harry es que su mundo, el que conoce, es cuestionado al revelarse su pasado. Dumbledore no es tan generoso, James no es tan elevado, Neville puede ser un héroe, Severus es el gran protector. Esta posibilidad de que el mundo pudiera ser otro tan distinto al que le hicieron creer, es el gran legado a sus fanáticos (a los que lo vieron o leyeron). La vinotinto también lo logró el domingo, hizo ver al fanático que el mundo puede ser distinto. Cada uno en su campo, en la ficción o en la realidad, son marcas de una generación. Y si el país necesita esta pasión para abrazarse sin motivos en la calle, para creer nuevamente en la magia, pues que sigan ganando los buenos.
Actualizado: 17 ago 2021
“Lo hago porque puedo”
En otros tiempos, acostarse era una orden. Los adultos imponían esta norma con la esperanza de que los jóvenes huyeran de la noche, tiempo ocioso para inventar. Así fue como, de manera aislada, un grupo de adolescentes y niños escondieron velas o linternas bajo las sábanas, y con esa pobre luz encendieron historias que, por unas horas, los hacían rebelarse contra la autoridad y descubrir su propia sombra. En la actualidad, esta idea romántica de la luz se mantiene vigente en lámparas, televisores, teléfonos, computadoras, Nintendos DS, iPads o incluso en otras formatos inesperados -e incomprensibles-, para seguir iluminando historias que aún les dan refugio. Este fue, muchas veces, el inicio de los adolescentes a una lectura personal y libre.
Al crecer el cuerpo cambia, el mundo se retuerce, y los jóvenes tratan de encontrar un espacio donde sentirse seguros. El mundo crece también pero a pasos de gigante y no pueden controlarlo; al contrario, se descubren como parte de un cardumen: ordenado, al ras de la corriente, minúsculos en el infinito océano. Lo único que les queda es la luz para ser distintos, buscar posibilidades, iniciarse en el mundo de la adultez con un sello que los haga únicos. Pelean por un reconocimiento adulto pero con la vulnerabilidad de un niño. Al fin y al cabo, es una lucha consigo mismos tratando de entender su entorno.
Holden Caulfield, protagonista de uno de los grandes clásicos de la literatura, El guardián entre el centeno (1951), es un ejemplo cultural de la rebeldía juvenil. Cuestiona su realidad, reta al adulto, es soberbio, sarcástico, irónico, carente de lenguaje, mentiroso; en definitiva, un provocador. Carece de una identidad y no le interesa pero, a su vez, es carismático y entretenido. En gran parte, la mirada de este personaje recoge la verdad social norteamericana de la postguerra; refleja una generación que se rinde fácilmente por no verle sentido a una lucha patriótica. Por su franqueza, este libro fue prohibido en muchas de las escuelas de Estados Unidos, mientras en otras era una lectura obligatoria. Esto podría ser fácilmente literatura juvenil, pero no lo era.
La prohibición prácticamente le puso un señuelo al libro. El joven busca en estos espacios escondidos muchas de las respuestas que el adulto no es capaz de dar. Este concepto de rebeldía juvenil reflejado en el libro de J. D. Salinger estuvo vigente durante muchos años. Sin embargo, en el 2009, Jennifer Schuessler publicó un reconocido artículo en The New York Times titulado Get a life, Holden Caulfield (Búscate la vida, Holden Caulfield), donde cita a un alumno de un instituto de Long Island sobre la impresión que genera esta obra: “Todos odiábamos a Holden en mi clase. Nos daban ganas de decirle: Cállate y tómate el Prozac”.
En la actualidad, el joven se enfrenta a grandes cambios en los paradigmas de la historia. Cultural y socialmente se cuestionan conceptos como el libro, el arte, los poderes, y esto sólo genera una fuerte incertidumbre hacia el futuro. El adolescente que apenas está encontrando una identidad ahora debe, además, reinventarse. Si antes el problema era el pasado, ahora el futuro es sinónimo de derrota. Parecen no existir garantías para los ideales, todo está bajo sospecha.
Entre los grandes debates, uno de los más discretos es precisamente el de la literatura juvenil: hacia dónde se dirige el libro juvenil actualmente.
En 1983, un decálogo escrito por los críticos Mertz y England enumeró un grupo de “normas” que diferencian a la literatura juvenil del resto de los géneros. Entre los apartados de la lista, se incluye que el personaje siempre será un adolescente que se identifica con el lector; que dicha literatura usa un lenguaje básico adaptable a las herramientas lectoras del adolescente, y que sus historias serán un viaje de identidad hacia la toma de conciencia y con un final esperanzador. Evidentemente, ante estos rigurosos parámetros, Holden no formaría parte de esta tradición literaria. Tampoco buena parte de la literatura de culto, como Tolkien y sus elaboradas leyendas sobre la Tierra Media. Es natural que el prejuicio moral del adulto impida la libertad de acceso a ciertas ficciones que, según ellos, podrían desvirtuar el desarrollo del adolescente aún en edad escolar. Eso en la teoría, pues en la práctica el joven interesado siempre se vinculará de maneras insospechadas con lecturas de su interés, y mucho más en la actualidad, en la era del “libre” acceso a la información. La realidad, con su crudeza, sigue estando allí aunque la virtualidad los haga creer capaces de todo lo imposible. Visto así, ¿qué tanta verdad encerraba este decálogo?, ¿eso es literatura juvenil? ¿existe tal literatura?
En la búsqueda por desacralizar el libro y la biblioteca como espacios de la verdad ante los adolescentes y jóvenes inicié, con el apoyo del Banco del libro, el Proyecto Pez Linterna. Tras trabajar por años con jóvenes, reuní esta vez a un grupo de cinco adolescentes sin distinción social, de edad ni sexo. En principio, ellos participarían como un nuevo jurado del reconocimiento Los Mejores Libros para Niños y Jóvenes 2011, galardón que el Banco del libro otorga desde hace más de 30 años. Elegirían un libro juvenil para otorgarle la mención “Los Jóvenes Hablan”. Sin embargo, lo que sería en principio un canal de comunicación con la mirada lectora del joven, se transformó en un grupo de análisis y creación. Junto a Lorena Ayala (13 años), Sebastián Martin (14 años), Leila Samán (16 años), Ramón Barreto (17 años) y Jaime Yáñez (17 años), abordé la literatura juvenil desde un decálogo ahora hecho por ellos, donde decretaron que clasificar dicha literatura era un acto subjetivo. Argumentaban que la literatura debe desafiar al joven con su lectura para poder sembrarse en el inconsciente pero, en general, los libros para jóvenes les resultaban más bien comerciales y hasta manipuladores. Y aunque alguno afirmaría que este género no existe, otros lo nombrarían como un refugio de la realidad. Con ellos entendí que, antes de profundizar en la existencia del género, había que indagar en sus formas de lectura.
Una de las propuestas de Daniel Cassany en su libro Para ser letrados (2009), es que la lectura y la escritura no son más que un puente entre pensamiento y texto. Por lo cual, toda vinculación intermedia depende del desarrollo social que se establece alrededor de la persona, ajeno a la estructura académica. Es decir, la lectura como objeto social depende de la interacción desde la conciencia de comunidad, la experiencia con el entorno y las herramientas del lenguaje. Se debe aprender a jugar con el contenido de lo que se lee -y con esto no sólo pretendo abarcar al libro-, a relacionarlo con el mundo, cuestionarlo, pero también permitirse dudar hasta de la propia mirada. Por eso la lectura depende de los espacios que los vinculan al acto de leer, cuestionar y pensar. Espacios como la familia, la sociedad, los amigos, la tecnología, el aula y la biblioteca.
Obviamente, este estatus quo comercial sobre la literatura juvenil relacionado a aquel decálogo de los ochenta aún funciona. No todo libro escrito bajo el reglamento de lo que muchos catalogan con desprecio como “literatura fácil” -como si el acto de leer lo fuera-, tienen que ser necesariamente novelas juveniles convencionales, panfletos sobre la juventud ideal, ni mucho menos un dictado de superación personal. La literatura juvenil conecta con otros espacios que competen a la evolución adolescente que muchas veces, por dolorosa, traumática o vergonzosa, el adulto prefiere olvidar.
Michèle Petit afirma en su libro El arte de la lectura en tiempos de crisis (2009), que en ciertos momentos de la vida, cada uno de nosotros es un espacio en crisis. La adolescencia es, precisamente, la edad de las crisis, pero la docilidad y el conformismo tienden a arrastrarlos, en mayor o menor medida, a la peligrosa tentación de buscar ideas absolutas que recreen una situación de ghetto. Por lo cual es vital para ellos la variedad, el debate, el cuestionamiento; el joven es un concepto que debería estar siempre asociado a la libertad y a la rebeldía. Ellos decidirán qué leer o ver, sobre todo en esta época de facilidades a la disparidad de discursos: Internet, Twitter, Facebook, YouTube, Tumbrl, blogs, series de televisión, videojuegos, incluso el iPod. Esta era los enseña a linkear la lectura de forma distinta a generaciones anteriores, son más visuales, y capaces de asumir elementos discursivos mucho más complejos. Esto no los aleja de la literatura; por el contrario, parece reconectarlos con esta capacidad a la virtualidad desde la ficción.
Ahora un libro puede alimentar no sólo la imaginación, sino la profunda indagación de su origen, causas y consecuencias. La lectura, para el adolescente que se compromete a leer, es un ejercicio de identidad. No sólo se conforma con lo que lee, sino que escarba en el texto. Es por esa razón que quizás el género pareciera tambalearse; cualquier libro pudiera ser juvenil bajo este raso: El extranjero de Camus, En el camino de Kerouac, Azul casi transparente de Murakami, La balada del mar salado de Hugo Pratt, Cien años de soledad de García Márquez. Sin embargo, cada libro es sólo un estímulo o un componente de este viaje iniciático que conduce al adolescente a la adultez; sus interpretaciones siempre irán variando gracias a los referentes que acumule, como millas, al pasar de los años. En los espacios donde crecen estos jóvenes están los elementos que construyen a un buen lector. La literatura juvenil existe, es distinta, evolucionó, implica otras normas, pero sigue siendo literatura. La isla del tesoro de Stevenson o El guardián entre el centeno de Salinger son grandes libros de tradición literaria, pero también se reeditan en múltiples colecciones juveniles. O, al contrario, libros claramente juveniles como La Saga de Harry Potter ha ganado millones de adeptos adultos, o La Trilogía de La Materia Oscura de Pullman es considerada como unos de los libros más importantes de la historia literaria.
El libro debe ser un objeto libre. Debe estar libre del prejuicio del académico, de la política, del adulto; por lo cual, la lectura en los jóvenes será un trabajo de observación, comunicación, conocimiento. El adulto debe salir del estado de confort que le da asumir que los adolescentes están en “la edad difícil” y conversar con ellos, oír en sus inquietudes las voces de la creación o de la lectura. El promotor de lectura debe estimularlos y mostrarles el derecho ineludible a la lectura individual, tolerando y comprendiendo. Dándoles la linterna, aunque luego los obliguen a dormir. Leer es un impulso para alzar el conocimiento y pensar en el futuro para construir un presente.La literatura juvenil asume con valentía la aventura que implica leer, con las múltiples opciones que eso puede generar, los distintos finales, pero dejando que cada uno sea protagonista de su experiencia. Al fin y al cabo, la lectura en los jóvenes y su literatura son espacios reales para la convivencia.
Obras citadas:
Cassany, Daniel (2009). Para ser letrados: voces y miradas sobre la lectura. Barcelona: Paidós.
Petit, Michèle (2009) El arte de la lectura en tiempo de crisis. México D.F.: Oceáno Travesía.
Robert C. Small Jr., “The Literary Value of the Young Adult Novel” en Journal of Youth Services in Libraries (vol. 5, no. 3, 1992)
***Imágenes usadas en este artículo: 1. Imagen cortesía del ilustrador Arnal Ballester, creada para el proyecto Pez Linterna. 2. Detalle de portada de la primera edición en inglés de Catcher in the rye, ilustrado por E. Michael Mitchell y editado por Little, Brown and Company). 3. Detalle de la portada de la primera edición en español de Harry Potter y el prisionero de Azkabán, ilustrado por Dolores Avendaño y editado por Salamandra.