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Pocos filmes he visto en la Zinemaldia con tanto deseo reflexivo de experimentación audiovisual como la extraordinaria Duas vezes João Liberada (Zabaltegi-Tabakalera), con tanta lúdica lucidez para, aprovechando al máximo las posibilidades físicas de los 16 mm, cuestionar desde una perspectiva queer las narrativas, los modos de producción y las formas de representación hegemónicas. Paula Tomás Marques, estudiante de la tercera promoción de la EQZE, construye una cinta inconformista que, lejos del caos, la opacidad o el pastiche, es clara en sus reflexiones (debidamente explícitas e, incluso, reiteradas) y muy fluida en sus saltos entre niveles textuales y metatextuales (mérito de un guión perfectamente trabado y del prodigioso montaje de Jorge Jácome). 



De lo que se trata es de mostrar las dudas, la incomodidad, la alienación, las tensiones y las discusiones que vive João, una actriz trans portuguesa, en el rodaje de un biopic sobre Liberada, persona no binaria perseguida en el siglo XVIII por la Inquisición lusitana. De su génesis explicaba Marques: “La película empezó cuando yo estaba haciendo investigación histórica en el archivo de la Inquisición y buscando un poco las personas, disidentes sexuales y de género de ese tiempo, que habían sido juzgadas. Pero no quería hacer un biopic, una película biográfica, porque esos documentos están escritos por la Inquisición, están siempre en discurso indirecto. Y lo que pasa es que la primera cosa que escribí fue la historia de João Liberada, un personaje ficticio basado en esos juicios, y no quedé nada contenta con eso.”. Entonces llegó June João, amiga de la directora, coguionista y actriz protagonista, a quién enseñó el guión y sus dudas, “y ella añadió también sus dudas, y creo que la peli se construyó un poco así, a partir de las dudas”. 



Dudas verbalizadas en la obra final sobre las responsabilidades de la reconstrucción histórica, entre la imaginación más libre y el estancamiento en la fidelidad a fuentes “primarias” conservadas, que no dejan de ser interpretaciones parciales de los hechos elaboradas por figuras de poder. Dudas sobre la legitimidad del uso y la apropiación cinematográfica de una vida ajena sin su consentimiento, así como de la conversión de una figura en mártir. Dudas sobre la tendencia a la victimización miserabilista con énfasis casi pornográfico en la violencia sufrida pasivamente, lo que lleva a una invisibilización de las resistencias y los espacios de sosiego y seguridad. Dudas sobre la creación ética, sobre cómo introducir la disidencia, la calma, la comodidad y la atención o escucha en rodajes que deben ser perfectamente planificados para sortear las muchas dificultades pragmáticas. Dudas sobre los impactos inesperados y los cambios en la percepción causados por las imágenes e historias proyectadas en la gran pantalla. Dudas que, más que ser resueltas, acaban guiando un increíble largometraje que contextualiza el pasado desde las dudas del presente. 



Duas vezes João Liberada comienza con un preludio in medias res que nos informa de que el director cis del filme dentro del filme ha quedado misteriosa y “mágicamente” paralizado (el elemento fantasmal o fantástico, que irá acrecentándose a lo largo del metraje, aparece aquí en la glitcheante duplicación visual del director o en el impresionante diseño sonoro de Marcelo Tavares, que llegará a mezclar expresivamente la banda sonora espectral, con el titilar de tazas, una especie de corriente eléctrica, el viento o el agua de un río). Lo que sigue son cuatro capítulos en los que se relatan los acontecimientos previos: presentándose las historias vitales de João Liberada y la joven actriz, identificándose las razones de su desgracia, haciéndose paralelismos entre las presiones de silenciamiento y exclusión que las atenazan y presentádose una autoficcional alternativa. 


Y todo ello, mezclando la informal descripción de Liberada desde la voz en off de la actriz, casi a modo de crónica, con el autoral retrato bressoniano que constituye el filme dentro del filme. Alternando también las secuencias filmadas con su making of (quitando la corrección de color amarillenta que el director impone), y las fugas oníricas (con deformante ojo de pez) con la presencia repentina del soporte fílmico o de bellos diseños de estética medieval impresos en pantalla. O simultaneando la lectura del guión con su audaz efectuación práctica. Es mucho, sí, pero Paula Tomas Marques hace que parezca fácil. Qué milagro de película…


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Según el relato de Virgilio en el cuarto libro de las Geórgicas, al pastor Aristeo, héroe mitológico griego hijo de Apolo y Cirene, se le perdieron “todas sus abejas por enfermedades y por hambre”. Desolado sin la presencia de una madre que lo ha “abandonado” en el mundo de los mortales (“¿adónde es ido el amor que me tenías?”, se pregunta), Aristeo suplica ayuda a Cirene. Esta le aconseja raptar al cerúleo adivino Proteo y “apresarle con lazos para que te explique todo el origen de las enfermedades que padecen tus ganados y dé remedio para ella, porque, si no es por la fuerza, nada te enseñará ni esperes moverle a compasión con ruegos. Una vez cogido, sujétalo bien; así se quebrantarán al fin sus vanas artes, [...] pues apenas hayas logrado asirle y amarrarle, se te mudará en varias especies y figuras de alimañas”. Dicho y hecho, Aristeo consigue descubrir que su mal es un castigo por haber causado involuntariamente la muerte de la bella Eurídice y que debe hacer ofrendas y veneraciones a las Ninfas implorando paz. De las entrañas de las novillas y toros sacrificados por Aristeo salieron entonces, “formando inmensas nubes”, innumerables y zumbantes abejas. A este proceso de generación espontánea para crear enjambres de abeja se le conocía en la antigüedad como “bugonia”. 



Según Bugonia (Perlak), la lograda vuelta de Yorgos Lanthimos a la incomodidad más densa tras la irregular Kinds of kindness, el obsesivo apicultor Teddy (Jessy Plemons), insatisfecho trabajador en una poderosa compañía farmacéutica, entiende la muerte de sus abejas como un síntoma de la inminente destrucción de la Tierra por parte de un grupo de alienígenas de Andrómeda, que ya habrían provocado el coma de su igualmente paranoica madre. Informado por numerosas teorías conspiranoicas de la dark web y por imaginativos experimentos personales, Teddy decide, junto a su primo menor, Don (Aidan Delbis), raptar a la supuesta alienígena que dirige la citada empresa farmacológica, Michelle (Emma Stone), con el fin de salvar el mundo. El desarrollo de la película, una apocalíptica y desoladora pieza de cámara cargada de suspense, cuestionamientos y tensos giros, es paralelo al de las Geórgicas, con sus inversiones de poder, responsabilidades y culpas. 


Tras tratar la educación en Canino, el amor en Langosta y el poder en La favorita, Lanthimos añade a su nihilista corpus temático la exploración de la religión y la creencia en tiempos de posverdad. Y aunque el guionista Will Tracy (responsable de la serie Succession) cargue las tintas en los mommy issues como posible explicación psicológica particular (despolitizada) de la problemática conducta del rencoroso Teddy, ello no impide que, por momentos, puedan percibirse las resonancias satírico-alegórico-políticas pandémicas a una figura particular (algunos ejemplos claros son el Asalto al Capitolio o la sugerencia de Trump de tratar el coronavirus con inyecciones de desinfectante) y se asimile Teddy a sus seguidores más white trash y desilusionados políticamente. Resonancias levemente neutralizadas en ese carrusel emocional que constituye el desenlace, que me mantuvo en vilo y me divirtió, tanto como me entristeció y me dejó taciturnamente pensativo. 



En este remake de la cinta de culto surcoreana Save the green planet, Lanthimos vuelve a contar con una atonal y chirriante banda sonora de Jerskin Fendrix (aquí más sinfónica, grandiosa u operística), con distanciados y deformantes grandes angulares o con un excelente diseño de producción de tonos ocres (como en Kinds of kindness), iluminado por fluorescentes. Pero si Bugonia sorprende, es por enfatizar en inauditos primerísimos planos, sobrecogedoras explosiones de violencia a parte, el carácter esencialmente retórico y racionalizado de la visceral confrontación entre una hipócrita, inmoral y poderosa CEO que ha integrado en su infalible sistema explotador todas las reivindicaciones progresistas, y un farfullante, pobre, traumado y resentido incel que se siente abandonado en la América profunda. 


Emma Stone convence de nuevo en sus equilibrios actorales entre la frialdad, la emoción actuada y la que emerge tras capas de falsedad, pero es un pletórico Jesse Plemons quien arrebata cargando de compasiva vulnerabilidad cada frágil duda, puntual satisfacción, ofendido gesto y furioso arrebato, por despreciable que sea. Él es el culpable de que Bugonia sea tan incómoda y de que el corazón se nos encoja cada vez que Teddy manifieste la constante voluntad de aferrarse a sus creencias y de llevarlas a la práctica en actos cada vez más destructivos. Bugonia muestra tales actos a modo de oscura fábula, para que nos detengamos antes de que sea demasiado tarde. Antes de que, como dirían Peter, Paul y Mary, todas las flores hayan desaparecido, y no haya generación espontánea de las abejas que valga. 


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En construcción (2001) es un antes y un después en el cine español. [...] Era de las primeras películas filmadas en vídeo digital, luego inflada en 35 mm [...], José Luis la había filmado mayoritariamente con estudiantes de la Universidad Pompeu Fabra dentro del marco de un taller de creación, es una película muy pionera de derivas que luego ha tomado el cine contemporáneo y el documental de creación. Una estela que continúa hasta hoy, 25 años después”. Así hablaba y moderaba el cineasta y productor Jonás Trueba la rica conversación NEST que mantuvo con el director José Luis Guerín, uno de mis momentos favoritos de la Zinemaldia. Celebrado en Tabakalera, en el encuentro se profundizó en la visión de Guerín de la decadencia del cine contemporáneo en tiempos de individualismo competidor, de su particular metodología artesanal, de las películas que le marcaron (con especial énfasis en Ordet de Dreyer), de la integración de la producción en el proceso de creación, de sus secretos de cocina (que pidió a los asistentes que no desvelásemos) y, sobre todo, de su nuevo largometraje: Historias del buen valle (Sección Oficial), un humanista canto a una comunidad multicultural en riesgo de desaparición (la del periférico, aislado y pobre económicamente barrio barcelonés de Vallbona), como también En construcción versaba sobre la transformación urbanística y personal del céntrico barrio del Raval. 



Y es que la estela de la magistral cinta de 2001 empapa Historias del buen valle, un empático caleidoscopio de variados testimonios, anécdotas y vivencias que atraviesan el barrio, en relación a la gentrificación, los desahucios, el machismo, el racismo, las migraciones, la agricultura sostenible, la destrucción medioambiental, la muerte, el impacto de la guerra, el bullying, la demencia, etc. Temas enlazados en un perfecto montaje, lleno de rimas, donde muchas secuencias resuenan con la anterior (la inteligente técnica de mantener el sonido durante unos segundos tras el corte de plano funciona al dedillo a este respecto). Guerín vuelve a presentar un dinámico repertorio de carismáticas, excéntricas o singulares personas de diversas procedencias que sustituye la hilaridad de En construcción (presente en momentos puntuales) por una melancolía fordiana (las referencias al western son explícitas y tan bellas como los tiernos momentos musicales). 



Guerín continúa depurando la “puesta en situación” con que se aproximó a su documental sobre el Raval, obteniendo ahora resultados igual de asombrosos y mágicos. Preguntado por ello, Guerín daba la siguiente (larga) respuesta: 


“Yo me he acercado al documental no tanto por un deseo de denuncia o cine social. Es irritante, porque el cine documental se devalúa cuando se le mira con condescendencia por la bondad de la causa que aborda. ¿Cómo vas a hablar mal de una película que recupera memoria histórica o que socialmente es muy lúcida? Hay una menor exigencia desde ahí al cine documental, como si fuera una forma de cine desvaído. Pero las cosas no se dejan capturar por las buenas, y el deseo del cine es visibilizar cosas que a lo mejor no son tan visibles. Hay personas que entienden casi el documental como un registro neutro, como si el cine documental no exigiera un trabajo. Ese malentendido lleva incluso a que nos paguen menos dinero a los directores de documental que a los de ficción. Por eso es interesante alternar… Para muchos el cine documental es como dejar una cámara de videovigilancia, es decir, a veces me preguntan: ¿pero tú aquí has hecho cosas o es un documental? Como si en el documental no trabajases. Entonces en una película de ficción, el director llega a su casa y se pone a mirar storyboards y a pensar y a revisar el guión… En cambio, si haces un documental, no, te vas a dormir tranquilamente y la realidad acontecerá el día siguiente. Bien, tal y como lo entiendo yo eso no es así. 


Y, sin embargo, mi deseo del cine debo reconocer que proviene esencialmente del cine de ficción, el que me ha depositado un imaginario más rico, que me ha hecho reflexionar sobre el lenguaje del cine, en cómo proceder con una elipsis, favorecer un punto de vista frente a otro, tratar el espacio, etc. El documental rara vez empleaba las posibilidades de escritura de la ficción, tratado como simple herramienta o prolongación para investigaciones sociológicas, periodísticas, etc., que también ha favorecido al documental, este vínculo con gente que proviene de otras disciplinas. Pero a veces también lo ha empobrecido, ha creado una pereza en la manera de pensar el cine. [...] 



Si lo que pretendes en visibilizar o hacer elocuente elementos de la vida cotidiana, ahí se impone un distinto tipo de escritura que la del registro neutro. Varios momentos de la película yo los grabé en una captación de cine directo absoluto, y luego pensé: ¿qué contiene esto y cómo debemos filmarlo para visibilizar lo que está pasando aquí? Entonces volví a provocar estas situaciones y a filmarlas con una disciplina visual para visibilizar eso que hay que visibilizar. Y en eso he sido muy fiel, hasta el punto, y esto lo han padecido mis productores, de que si en lo que he filmado suena un tema musical de Rubén Blades, que es carísimo, cuando íbamos a reproducir esa escena o a provocarla otra vez, pues tenía que ser exactamente esa música. Y costó mucho. Pero ahí soy muy purista. Os podría mostrar los brutos y mi operación cinematográfica posterior. 


Cuando haces una película documental y no trabajas con actores, nunca funciona lo de decir a esas personas lo que han de hacer. Yo no lo he hecho nunca, eso de indicar a los personajes que filmo qué es lo que han de decir o incluso cómo se han de mover. Intento aplicar algunos conocimientos que tengo de la puesta en escena, pero con unas diferencias que me llevan a pensar en ese término de “puesta en situación”. Para recuperar una verdad que has visto y que vas a provocar, llevándote a un territorio desconocido, pues hay que crear una serie de elementos: ¿qué espacio eliges, qué hora del día, cómo intuyes que va a ser la interacción entre las personas que has pensado que van a estar ahí, y sobre todo cómo te relacionas con esas personas antes de filmar, la atmósfera que creas, la música que suena…? Bueno, una serie de elementos que van a crear esa situación y el dispositivo adecuado para capturarlo. 


Entonces, en ese terreno me siento muy a gusto, porque siempre se deja abierto el margen a lo inesperado, a lo azaroso. Y yo me alimento mucho de eso, de lo que llamo el pacto con el azar. Si está todo muy calculado, muy escrito, muy cerrado, siempre digo que pierdo el deseo del cine, que yo he vinculado mucho a un deseo de origen religioso, de asistir a una revelación. Va a irrumpir algo que yo no esperaba. Es un deseo de trascendencia en la medida en que escapa a mis posibilidades, son cosas que yo no podía haber escrito en un guión, es un deseo de trascenderme, ¿no? Ese deseo de trascenderme pactando con el azar es lo que guía mi gran deseo del cine, que tiene esos dos polos opuestos: por un lado, yo me he formado y amo el cine profundamente (veo una película cada día), y yo he disfrutado con el cine del control, que juega con la luz, donde todo está calculado y al mismo tiempo para crecer como cineasta, veo eso como un callejón sin salida.”



Activista del punto de vista único (deseando utilizar, por principios, una única cámara en todo momento), Guerín apuntaba a que, con la puesta en situación, uno ha de tener en cuenta la influencia de la cámara en la interacción de los personajes: “Cuando nos ponen una cámara enfrente, esto puede tener un efecto depredador, entonces es tu tarea cómo restaurar ese ritmo que te gustaba de esa persona. Pero la cámara no siempre es depredadora, sino que la presencia de la cámara va a generar situaciones que van a tu favor, que va a crear acciones interesantes. Es decir, la conciencia de que me están filmando va a hacer que ahora largue esto a este tío. Por ejemplo, yo lo noté en la película En construcción, en los diálogos entre un obrero muy marxista marroquí y su compañero gallego, al que le rebotaba todo el discurso ideológico. Pero Abdel [Abselsalam Madris], al saber que le están filmando, decía “ahora te vas a enterar”, y lo adoctrinaba y lo adoctrinaba, y lo bueno era la respuesta de él: “anda no me rompas la cabeza”. Se creaba una relación muy bonita que en el fondo si no hubiera estado la cámara no hubiera surgido. Eso es fundamental en la puesta en situación, no solo la interacción entre los personajes, sino el saber evaluar bien la incidencia que puede tener la cámara, si hay que neutralizarla completamente u otorgarle una presencia en esa interacción. Es una relación triangular, entre los personajes y las cámaras.”



A su vez, Guerín señalaba que la repetición es uno de sus trucos para que la puesta en situación funcione con mayor facilidad: “En En construcción y en Historias del buen valle, filmo cosas que se repiten cotidianamente. Por ejemplo, en En construcción yo quise centrar la construcción de todo ese bloque, dado que el cine es síntesis, en la construcción de una escalera y de una ventana. Y la ventaja que tenía un edificio es que ves una serie de trabajos que se repiten planta tras planta, entonces pacientemente ves como hacen unas escaleras en la primera planta. Y, como yo alterno rodaje y montaje siempre, analizo ese material y veo lo que no funciona, y me digo, venga, pues en la segunda planta vamos a hacerlo bien. Y vas afinando el dispositivo. No por un deseo de perfeccionismo ni formalismo, sino la forma entendida como vehículo para transmitir las ideas y los sentimientos. Eso es lo que da una nobleza a la forma, las cosas decorativas no me interesan nada. 


En el rodaje de En construcción, yo advertí que un padre estaba enseñando a su hijo a hacer una escalera. Y me sorprendió mucho, pues creía que el trabajo de la construcción era un trabajo alienante. Y ví que no, que había ahí un orgullo artesanal en hacer bien una escalera. Por ejemplo, regañaba al hijo porque si fallaba un milímetro era porque no había sacado punta al lápiz. Era un trabajo de gran precisión. Y ahí vi que yo tenía que ser preciso, que no valía una escritura de cámara vacilante, o de cámara que fuera buscando como en un reportaje de cine directo a un personaje y otro, sino que tenían que ser encuadres muy bien definidos, fijos, que respondieran al trabajo que estaban haciendo. Te preguntas ante la materia que tienes en frente, ¿cómo puedo hacer para transmitir bien ese gusto que tenían ellos por sus materiales, por sus azulejos, por sus lápices…? Y eso me dio la clave para la forma de toda la película de En construcción, luego. 



En Historias del buen valle es así. Son gestos que se repiten, acciones que se repiten, y que permiten ser observadas, capturadas y a veces la captura en sí misma, dices: perfecto, ahí está, ahí he conseguido dar, pero otras veces ves que esa realidad necesita un dispositivo que has de mejorar.” De hecho, Historias del buen valle, metodológicamente transparente, muta continuamente en busca de la forma más propicia (lo que justifica que José Luis Guerín aparezca acreditado, no como director, sino como “work in progress”). Tras un hipnótico prólogo en super 8, con observaciones jazzísticas y casi abstractas de los habitantes de Vallbona, vemos el divertido casting de Historias del buen valle (algo que remite irremediablemente a los Vidrios partidos de Víctor Erice, cineasta cercano a Guerín). Audición en que los vecinos de la barriada se presentan con datos que, en los diálogos de las situaciones provocadas posteriormente, serán repetidos teatralizados. 



En esta última parte, el dispositivo se ficcionaliza progresivamente, pues, como explicó Guerín: “dentro de la puesta en escena van habiendo cambios, en las primeras puestas en escena hay personajes que se dirigen a cámara, no se oculta esto, y poco a poco se va estilizando más y va evolucionando hacia la ficción. Asistimos a la construcción de la película.” Es en este tercio final cuando Historias del buen valle alcanza sus más altas cotas de grandeza, concretando sus localizaciones espaciales en la paradisiaca poza de un río y, sobre todo, en torno a un par de edificios donde vemos (con impresionante raccord y utilizando una bandera palestina como punto de referencia) la simultaneidad de múltiples diálogos y acciones que aparecen a distintas distancias de la cámara, mediante reflejos en los cristales o con cruces de miradas. Estas brillantes composiciones, de impagable fuerza ética, hacen comprender el carácter irrenunciable de la fraternal comunidad que constituye el barrio unido de Vallbona, y, así, nos lleva a sentir como dolorosa toda política que obligue a sus habitantes a una nueva emigración o huida que, por suerte, en el filme es solo un simbólico y climático juego. Esperemos que se quede en eso.


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Cultura, libros, infancia y adolescencia

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